En la playa, escurriendo arena fina
entre los dedos, aprendí a dejar
que algo se me vaya de las manos.
Arena. Ana Diz
Desde mi departamento también se podía ver el Empire State. Vivía lejos de Manhattan, pero mi barrio se llamaba Prospect Heights, y desde aquellas alturas de Brooklyn, parado sobre mi colchón, veía la punta de la ciudad.
He tomado taxis, y si me dan elegir yo no desperdiciaría mi reencarnación en ser taxista. Siempre desconfiados y a la defensiva, los más interesantes son a quienes les conversas y te los imaginas dejando ese negocio para dedicarse a algo más. Son taxistas de paso. Los que podrían llamarse «profesionales» piensan más en su reloj que en sus pasajeros. Conversan con el teléfono sobre los muslos mientras pasan los semáforos en ámbar y cierran a los demás.
La canción de Jay Z con Alicia Keys no se puede comparar con los primeros minutos de Manhattan. Allí la ciudad brilla en blanco y negro mientras un escritor obsesivo –Allen– nos habla, acompañado por la música de Gershwin. En el video en YouTube alguien comenta: «Cuando vi la película por primera vez a los 17 años me salteé toda esa escena, pensando «Qué mierda, tres minutos sólo con música e imágenes casi inmóviles de la ciudad. A los 20 la volví a ver y entonces entendí. Ahora que tengo 40 sólo veo esa secuencia, todos los días, y eso me permite seguir con mi vida».
Nueva York: el monstruo, el paraíso. Te puedes imaginar lo que pasa por el cerebro de quienes te dicen «no entiendo cómo pueden vivir allí» y sin embargo te caminas sus veredas y escuchas las conversaciones que te llegan sin querer, como la de esta mañana: «Todo lo que tuve que pasar para traerlo a vivir a este país». Miras las canas de quien se sienta al lado tuyo y empieza un soberbio discurso contra la ingratitud.
Nadie ha preguntado aún: ¿En qué momento se jodió Nueva York? Y eso que estamos hablando de la ciudad que soportó el peso del fin de la historia en un solo día. El amor por una ciudad: no por su gente ni sus calles, ni su cielo, ni su luz, sino por el mito que dicen que representa, y que tantas veces te demuestra que es más que eso. Por eso da risa cuando un tejano pretende convencernos de las ventajas de mudar nuestro negocio a su estado y los neoyorquinos le enseñan un dedo y le dicen «Fuck You Texas».
Acá me enamoré. Mi historia y la de la ciudad están fundidas en esas miradas con que nos depedimos ella y yo, en nuestra primera cena, cruzando Broadway con direcciones distintas. En el café que nos tomamos antes de ir a ver Almodóvar (nuestra primera película fue Volver) y en lo que vimos juntos saliendo del Met: una niña entrando a un taxi con su madre, agarradas de la mano. Nueva York: te digo que yo caminaré otra vez por tus calles y volveré a ser el mismo hombre.
Pasa el tiempo y se transforma todo. Camino por lo que alguna vez fue mi Houston Avenue, mi calle MacDougal, mi Union Square, mi Calle 4. Y veo los gestos que yo hacía, el modo de caminar agarrándome de la ciudad que yo tenía cuando llegué, e imagino a Nueva York reciclando el universo. Recreando ese beso en el balcón con música de Gershwin, sobre el fondo de los árboles de Central Park, ese tren 4 que entra como un diminuto gusano en la manzana de luz de un estadio de los Yankees. Ese visitante que mira con curiosidad a ambos costados, desde su posición en el centro del Guggenheim.
Nueva York: tus recuerdos también se me escapan entre los dedos de las manos, y lo que viví en esta ciudad también es el Había del que Ana Diz dice: Había es el nombre de un hueco donde vivía suspendido/algo que ya no recordamos. Tantos ya se fueron. Sus recuerdos llegan con color de concreto o de asfalto, con ruido de máquinas que perforan o destruyen, con humo que botan las rejillas del tren subterráneo, con la asfixia de estar parado bajo la tierra, esperando un tren, con la felicidad de vernos en el presente, leyendo un libro, subrayando las páginas de nuestra historia, de nuestro poema favorito, que se comienza a mezclar con las imágenes de la ciudad.
P. D. Esta historia de Newyópolis ha sido escrita bajo la influencia de dos grupos de imágenes. Por una lado, las del fascinante documental sobre la vida de Woody Allen dirigido por Robert B. Weide; por otro lado, las que provienen de la lectura de Sin cazador, los ciervos, soberbio poemario publicado en Barcelona por la argentina M. Ana Diz.