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Mientras tantoHabía llegado a Porto Alegre

Había llegado a Porto Alegre


Tache me mira. Bloco de carnaval Feitiço contra o Feiticeiro. Capao Novo, Porto Alegre, 1992. Foto del autor.

«Llegar a Porto Alegre» no describe nada. Estos verbos inútiles.

«Llegar» no explica ese viaje en autobús desde Florianópolis. Tampoco la piel caliente ni la noche en que esa mujer rubia, tal vez menor que yo, se acomodó sobre mí.

No. «Una llegada» no describe nada. «Llegar» no explica los muchos minutos desesperados en que, apoyado contra una columna del terminal de autobuses, al lado de mi morral, traté de entender lo que pasó. Y cómo pasó.

Salí de Florianópolis en la tarde. Tengo algunas fotos. Un brasilero alto, medio loco. Un argentino con unas orejas enormes. Una brasilera de pelo negro: Marcia. Y yo a su lado.

Hay una foto en un restaurante. Estamos brindando, hay mucha comida en la mesa. Yo tengo un polo con una imagen de colores que dice «Floripa». Tengo otra foto sentado al lado de Marcia, sobre la arena caliente. Recuerdo haberme metido al mar con ella. Recuerdo, la fuerza de sus pezones contra la tela, la calentura infinita de mi juventud.

Tenía que llegar ese noche a Porto Alegre. Por eso me salí del albergue de Florianópolis a pasar la mañana en la playa, con el morral enorme que había crecido tanto en Sao Paulo: casetes, revistas de comics. Apurado por llegar a tiempo, me despedí en la playa. Me tenía que ir.

Ese era otro viaje breve, uno más de los muchos que hice durante esos dos meses en que crucé tres fronteras (de Perú a Chile, de Chile a Argentina, de Argentina a Brasil) sin mayor idea de los tiempos y de las distancias. Sin embargo aquella tarde yo sí tenía una meta: llegar a Porto Alegre esa noche.

Había salido de Río de Janeiro convencido de la malísima idea que era quedarme a esperar el carnaval. Lo vas a pasar solo, me dijeron. Todo cierra, la fiesta es en el sambódromo, todo se pone muy caro, me anunciaron. Mi cuarto en el albergue juvenil de Botafogo ya era una fila de camarotes vacíos. Así que les creí.

Tenía una invitación de Alexei: el amigo de Porto Alegre que encontré (con una guitarra, conmovido por haberla tocado en Machu Picchu) mi primera noche en Viña del Mar, en Chile. Con la idea de pasar el carnaval con él, me fui de Río y empecé a desandar el camino hacia el sur: Sao Paulo, Florianópolis (esa isla de la que nadie me habló en Lima), Porto Alegre. Desde ahí regresaría hacia Buenos Aires, Mendoza, Santiago, el desierto de Atacama, Perú.

Sozinho. Así viajaba. Con la calentura encima. Tal vez por eso me sentaban siempre al lado de muchachas como esta rubia. Ella tenía una camiseta blanca y grande, unos shorts celestes apretados, unas piernas rosadas por el sol. Esa noche nos bajamos los dos en silencio. Sin habernos dicho una palabra, nos fuimos. Por dos caminos distintos.

Hasta hoy, en que este texto, otra vez nos unió.

En Florianópolis había sucedido un hecho desagradable. Una señora cincuentona que parecía la líder de un grupo de muchachos argentinos (¿la dueña del tour? ¿una madre del colegio?),  se quejaba amargada, insultaba a los gritos a los alberguistas de la recepción, gritaba que un muchacho le había robado a una de sus chicas, de las maletas en la habitación, un walkman y algo de dinero.

En ese albergue eran todos argentinos. Había unos cuantos brasileros, algún viejo con pinta de europeo y yo. Esta  argentina histérica reclamaba, describiendo que el muchachito era así, que era asá. Gritaba, y de pronto, me miraba. Gritaba y me miraba. El muchachito tenía el pelo negro, era de baja estatura. Gritaba y me miraba.

–Igual a mí–dije yo, levantando la voz, sonriéndole. Sintiendo que le estaba metiendo una patada a la vieja idiota, disfrutando en hacerla mierda, viendo cómo le cambiaba la cara. Me estaba burlando de su histeria. Y no hubo tiempo para más porque mi grupo se iba para la playa y yo me tenía que ir a Porto Alegre. Por eso estaba en la recepción: pagando las noches, entregando la llave de mi cuarto, recogiendo algunos mapas, diciendo gracias y adiós, levantado mi maleta para meterme al taxi.

En la playa, Marcia estuvo muy apretada contra mí, saltando las olas de Floripa. Marcia tenía miedo de meterse más adentro. Marcia aceptó mi abrazo intenso antes de despedirnos. Sé que Marcia era paulista. Sé que conversamos de algo ahí entre las olas. Que no me pareció muy interesante. Tal vez estaba pensando en Marcia en el autobús hacia Porto Alegre cuando, los pies afuera de las sandalias, frotaba uno de ellos contra la parte de abajo del asiento. Tal vez pensaba en Marcia y en sus tetas, porque no me di cuenta que eso no era el asiento.

Era la piel de una pierna, era esa rubia que se había quedado dormida, o se hacía la dormida, ahí a mi lado.

Gloriosos diecinueve años de descubrimiento.

Trato de entender esos minutos en que decidí seguir haciéndolo: frotando mi pie contra su pierna, cada vez más lento, pero más intenso. Esos minutos en que decidí poner mi mano sobre su muslo, ese muslo hirviendo. Esos minutos del viaje en autobús entre Paraná y Rio Grande do Sul, cuando mi mano entera se metió debajo de esos shorts celestes. Esos segundos en que agarré su mano y la puse encima mío. Esos segundos en que me abrí el cierre, y ella empezó a moverse, a tocar.

Ella no supo que yo no hablaba portugués. ¿Ella hablaba castellano? ¿Era ella argentina, brasileña?¿Era una chilena rubia perdida en el sur de Brasil? ¿Viajaba sola? ¿Esos señores que se acomodaron detrás de nuestro asiento, casi al mismo tiempo que ella al lado mío, eran sus padres? Trato de entender también cómo ella consiguió ponerse encima mío, para que le besara las tetas con comodidad, para que hundiera mis dedos hasta el fondo, entre su tela caliente.

En eso estaba pensando al llegar a Porto Alegre. Apoyaba mi espalda contra una columna de la estación de buses. Era aún de noche, la ciudad estaba en silencio. Yo tenía un número de teléfono. Ni bien amaneció y empezaron a moverse los autos, encontré el autobús que me llevaría al albergue. Llegué ahí con el pelo revuelto, con el mundo revuelto. Con las imágenes vívidas del viaje.

–Me va a disculpar –o algo así, dijo la mujer negra que me registró, que miró mi pasaporte peruano– pero han llamado del albergue de Florianópolis. Necesitamos revisar su maleta.

Me debo haber reído mucho, mientras decía que sí. Claro, miren todo. Pura ropa sucia, unos casetes de Legiao Urbana (As Quatro Estações. Al año siguiente me compraría el Música para Acampamentos en Sao Paulo), unas revistas de comics Animal, más ropa sucia. Y yo todavía con los dedos y la boca calientes, con el recuerdo de sus manos, con todo el olor de ella.

Me debo haber reído mucho mientras la mujer, como disculpándose, revisaba mi ropa. Después, me llevó hasta mi cuarto una muchacha negra hermosa, que movía el poto con una alegría provocadora. Me hubiera gustado visitar Porto Alegre con ella, hablar mucho en la cama con ella, esa noche. Pero no me quedé.

Fui a llamar por teléfono y contestó la madre de Alexei. Él y su hermana, Tache, ya estaban en Capao Novo, una playa del litoral gaúcho. Están esperándote, me dijo. Están preparándose para pasar carnaval. La galera me esperaba, dijo la mamá. Alexei les había hablado de mí.

Así que después de darme un baño, fui a ver a la alberguista todavía avergonzada por haberme revisado la maleta. Le pedí que por favor me guardara el equipaje por unos días, que me llevaba una bolsa pequeña hacia Capao Novo. Y me fui a tomar el bus en la terminal.

Desfile de Carnaval. Capao Novo, 1992.

Celebré carnaval con esos brasileños. Con las petunias: el grupo de amigas de Alexei, cada una más bonita que la otra. Celebré carnaval con su hermana, Tache: una rubia grande, esbelta, una diosa de cuerpo color canela, no sé muy bien si por el sol del verano o porque su padre era de Bahía.

Tache era la reina del bloco de carnaval. Ella me enseñó una canción y aprendió (creo yo) una que le canté, en el Boulevard de Capao Novo, de Los No Sé Quién. Ella viajó en el escarabajo en que volvimos con su hermano a Porto Alegre. Alexei conducía, tomándose todo el tiempo del mundo. Tache durmió con nosotros en la casa de su abuela, donde paramos a medio camino: una cabaña frente al mar, con un ático estrecho desde cuya ventana miré el amanecer, la arena blanca, el sol de Brasil.

Cuando al llegar a la ciudad le conté a Tache la historia del robo en Florianópolis, de la rebuscada de ropa, se ofuscó y quiso ir conmigo.

Quiso que entremos los dos abrazados al albergue. Yo que unos días atrás había partido humillado, y ella: una diosa enfurecida que pidió mi maleta en la recepción, mientras la muchacha negra que me gustaba agachaba los ojos, o los abría y, ahí, en un albergue en el centro de Porto Alegre, nos miraba yéndonos.

 

 

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