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Habitación en una casa holandesa

Una criada de espaldas que barre una habitación. La luz dorada de la tarde que entra por las ventanas. Tres sillas rojas. Una cortina roja. Un baúl con herrajes. Un espejo que refleja el rostro mofletudo de la criada, que parece estar durmiendo o rezando. Y la luz lateral que se posa en el suelo y en la pared, y que parece tener una consistencia acuática, casi líquida.

 

El cuadro se llama «Habitación en una casa holandesa». Lo pintó un pintor holandés del siglo XVII, Pieter Jannssens Elinga, del que no se saben muchas cosas, como ocurre con la mayoría de pintores de la escuela holandesa. Sabemos que pintó mujeres leyendo, y mujeres limpiando la vajilla, y mujeres subiendo una escalera de caracol. Y sabemos que vivió en la misma calle en la que había vivido Rembrandt, sólo que algunos años después, cuando Rembrandt ya no vivía allí. Y también sabemos cuándo enviudó, cuándo tuvo dificultades económicas y cuándo se casó de nuevo. Pero eso es todo. La vida de un pintor holandés del siglo XVII tenía el mismo interés para sus conciudadanos que la vida de un tonelero o la de un molinero. Se sabían unos pocos datos, casi siempre documentos de embargos judiciales o listados de objetos dejados en herencia, una cama, unos cuantos cuadros, un baúl, un espejo, una casa hipotecada. El resto no consta en ningún sitio. Nadie pensó que tenía el menor interés.

 

Vi este cuadro en el Ermitage de San Petersburgo cuando la ciudad todavía se llamaba Leningrado. Estaba en el extremo de una sala no muy grande, junto a un ventanal. ¿A quién se le puede agradecer que uno se deje conmover por un pedazo de tela pintada, por una melodía, por el color de una nube, por el ritmo de una frase leída en un tren? No lo sé. El caso es que aquel cuadro era uno más en una sala atestada de cuadros, pero sin saber por qué, crucé toda la sala y me planté frente a él en dos zancada. No era un cuadro muy grande: dos palmos por palmo y medio, más o menos. Por el ventanal entraba la hermosa luz del verano nórdico, esa luz casi violeta de San Petersburgo, pero aquel cuadro tenía otra luz, esa extraña luz acuática que entra por unas ventanas que no se ven, esa luz lateral de un crepúsculo que parece marino aunque sepamos que estamos muy lejos del mar.

 

Cuando vi el cuadro, me pregunté a quién se le podía ocurrir la idea de pintar a una criada barriendo una casa. Y más aún, a quién se le podía ocurrir comprar un cuadro en el que sólo se veía a una criada barriendo una casa. Ése es el gran misterio de la pintura holandesa. ¿Por qué esa obsesión por los interiores? ¿Por qué tantas mujeres leyendo, barriendo o abrillantando vajillas? ¿Por qué hay tantas mujeres subiendo una escalera o echando leche en un cántaro? ¿Y por qué hay siempre una franja de luz que se posa sobre el suelo que siempre parece recién baldeado, tan limpio que uno podría ver su rostro reflejado en las baldosas?

 

Algunos estudiosos dicen que la pintura holandesa era así porque los compradores de los cuadros eran burgueses que querían sentirse orgullosos de su prosperidad económica. Los que encargaban los cuadros querían ver representada la pulcritud de sus casas, la opulencia de sus interiores, el orden doméstico de una vida entregada al trabajo y a la iglesia y al descanso dominical. Esas criadas que barrían, esas mujeres que leían cartas o tocaban la espineta, eran sus propiedades, igual que los arcones y los cuadros, igual que los pesados cortinajes, igual que los cristales emplomados de las ventanas que dejaban pasar la luz tranquilizadora de la tarde. Puede ser. Pero yo veo en esos cuadros algo más que el simple orgullo de un burgués satisfecho de sí mismo. Y en la «Habitación en una casa holandesa» veo algo más que una criada gorda y culona que está barriendo el suelo de mármol como si estuviera rezando o como si se hubiera quedado de pronto dormida.

 

Yo veo en ese cuadro una oración que sale de los labios de esa criada, que no sabe que está reflejándose en un espejo que pertenece a su dueño y en el que ella no tiene ningún derecho a verse reflejada. «Señor, que la vida sea siempre así, que nada turbe esta paz, que la luz ilumine siempre el mundo».

 

Quizá aquellos burgueses no eran tan piadosos ni tan creyentes como aparentaban en la iglesia. Quizá sus verdaderas oraciones, las que se rezaban a sí mismos cuando temblaban de miedo en mitad de una tormenta, eran esas apacibles escenas domésticas, esa criada que barría el suelo, esa mujer que leía una carta, esas dos vecinas que subían una escalera de caracol. Quizá allí estaba su salvación, su paraíso, su otra vida. Quizá era eso, sólo eso, lo que le pedían al más allá: esa luz tranquilizadora de la tarde iluminando el suelo de mármol, mientras una criada barría la habitación.

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