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AcordeónHabla y escritura: de lo vivo a lo pintado

Habla y escritura: de lo vivo a lo pintado

 

La nueva oralidad

 

Aunque es un tópico contemporáneo considerar que las nuevas tecnologías comunicativas suponen una nueva explosión de la oralidad, se trata de una euforia falaz y engañosa, tanto como los complementarios avisos pesimistas, bastante común cuando se menciona la cultura digital. La euforia o la melancolía (la distinción entre apocalípticos e integrados, de Umberto Eco, sigue siendo útil) se alternan de forma igualmente desatenta porque se mezclan ideas como lengua, escritura, oralidad, información o comunicación en un batiburrillo que no ayuda mucho a la comprensión. Carles Freixa, por ejemplo escribía en 2011 en La Vanguardia, bajo el exultante título De Homero a Jobs (pasando por Gutenberg)[1]:

 

Homero vuelve a estar muy vivo: son los jóvenes hiperconectados quienes se cuentan historias con su móvil, convierten frases en texto con programas de transcripción natural, hibridan en el ciberespacio oralidad, visualidad y escritura, inventan la cultura digital a partir de culturas orales transmitidas por personajes como Ishi[2] y los muchachos de la vida[3], son quienes crean una nueva cultura oral que ya no es tradicional sino futurista.

 

La periodística y superficial hipérbole de Freixas sobre el nuevo Homero digital futurista olvida que Homero fue la punta visible escrita de un iceberg milenario de literatura oral, oriental e indoeuropea, que –siguiendo la metáfora del río de la literatura que debemos al último y meritorio libro de Francisco Rodríguez Adrados– ha ido aflorando en épocas y lenguas diferentes a lo largo del mundo de la literatura escrita. En ese poso verbal común de la Humanidad, por lo que podemos saber –más que saber, adivinar– había historias épicas, cantos a la amistad y a la aventura sexual, seres monstruosos o dioses que se mezclaban con los humanos en una relación difícil que dejó en muchos casos una descendencia común y compartida. Había también homenajes a los muertos y cábalas sobre el origen del mundo… Y todo en torno a fiestas y rituales colectivos, en fructífero hermanamiento con los corros musicales y las danzas…

 

No sabemos qué nos traerá la nueva cultura oral, correspondiente al carácter de clan o banda que presentan las nuevas relaciones y comunicaciones mediadas tecnológicamente por las redes de internet y los artefactos digitales conectados a ella continuamente, pero no será Homero ni el inmemorial relato oral del que surge. En este sentido, Josep Lluis Gómez Llopart[4], que acompañaba y hacía de contrapunto a Carles Freixas en aquel tema de debate que planteaba el diario catalán hace casi justamente dos años, mostraba una mayor lucidez y mesura a la hora de insinuar la nueva oralidad –tal como hacía Walter J. Ong en un libro clásico[5]– como una oralidad terciaria. En esta visión de las cosas, la oralidad primaria es la comunicación verbal interpersonal, espontánea, directa e interactiva. La oralidad secundaria es la ya mediada por la tecnología telefónica (sin la presencia indirecta de la imagen) y por los Medios de Comunicación de Masas tradicionales (ya con la imagen electromagnética y la fuerte impronta de los estereotipos verbales y no verbales transmitidos como modelos). De la tercera oralidad, la de la era digital contemporánea, que Gómez Llopart veía –otro tópico de nuestro tiempo– como un ecosistema comunicativo, afirmaba:

 

Con los nuevos dispositivos y las redes sociales digitales asistimos a una multiplicación de oralidades junto con la oralidad presencial, que parece ir reconfigurándose. Pensemos, por ejemplo, en las escrituras y emoticonos de los SMS, de Twitter o WhatsApp; en las conversaciones vía chat; en la construcción de identidades en Tuenti o Facebook, o en la gestualidad aprehendida de los videoclips o de ciertas series audiovisuales.

 

Para matizar, con bastante tino, que los jóvenes que hacen gala de una nueva espontaneidad y creatividad verbal (pero también de la uniformidad de los estereotipos, que comprobamos en ese aire de familia que tienen hoy los chicos del cualquier rincón del mundo en su gestualización y memes verbales) prefieren, sin embargo, la comunicación oral presencial y directa cuando se trata de hablar de cosas que consideran importantes, en un retorno inevitable a la cuestión de la verdad y la autenticidad que sólo permite dilucidar el testimonio directo de la voz humana y sus infinitas modulaciones, la mirada o el lenguaje corporal en vivo.

 

Esta vuelta a los orígenes, cuando surge el problema de dirimir entre mentira y verdad en cuestiones de verdadera importancia, nos recuerda que lengua solo hay una: la hablada; la escritura es únicamente un sistema de representación gráfica: trazos o dibujos. Lo que sucede es que, desde su mismo nacimiento se asocia a los diversos sistemas semiológicos, a los que da pie, que conforman eso que llamamos Cultura o Historia. Primero como técnica asombrosamente útil para los poderosos en su lucha contra el olvido –según muestra la cantidad ingente de documentos burocráticos y legislativos legados por las antiguas monarquías e imperios orientales–, y posteriormente, en otro intento igualmente desesperado por contrarrestar la mala memoria, ya patrimonio humano, los pálidos y escasos reflejos escritos de la inmemorial literatura cantada, contada o recitada en interminables melopeas perdidas.

 

La amalgama entre habla y escritura es ya inextricable y su confusión se palpa en todos los ámbitos, particularmente en el de la enseñanza, en el que me detendré enseguida. En la nueva oralidad, la oralidad terciaria cuya explosión vivimos, interactúan en ese continuum, en el que se mezclan a menudo el ruido y la furia, y que es tan específicamente contemporáneo. Pero no es nada novedoso, pues en la misma Atenas se sabe que en los contratos, verbales en su forma clásica y donde, por tanto, se exigía la presencia de testigos, se leían documentos escritos. Del mismo modo que la lectura de un texto dramático se sustituye tan a menudo por su representación escénica, que es su intención primera. En palabras de Rosalind Thomas[6]: “La escritura no es necesariamente el espejo-imagen de la oralidad, a la que sustituye, sino que se relaciona o interactúa con la comunicación oral de muchas maneras. Muchas veces la línea entre lo escrito y lo oral, incluso en una sola actividad, en realidad no puede percibirse muy claramente”. Es totalmente cierto en lo que se refiere al nacimiento de esta tercera oralidad de la que hablamos.

 

 

L & L

 

Del mismo modo que el prestigio del español en el siglo XVI hizo que algunos sabios de la época afirmaran que nuestra lengua era más antigua que el latín, el relumbrón de la lengua escrita, objeto casi único de la enseñanza desde hace siglos, convenció a Jean Itard[7], el maestro ilustrado que asumió la misión (quod demonstrandum erat) de reintegrar al niño salvaje de los bosques de L’Aveyron a la sociedad civilizada, de devolverle la facultad de hablar, pero invirtiendo el orden natural: primero hablar, mucho después, escribir. Su gran despiste –el prestigio de la escritura, de nuevo– fue pretender enseñar a Victor en primer lugar el alfabeto y, después, a componer palabras escritas con él. Una de ellas, lait, se la obligaba a pronunciar para pedir el vaso de leche que tanto le gustaba, en un ejercicio que hoy llamaríamos conductista. No obtuvo resultado alguno con el condicionamiento. Tan sólo una vez el niño dijo lé, pero fue tras haber obtenido la leche mediante el llanto y el pataleo. Fue Victor quien condicionó a su maestro, premiándolo con aquella palabra que tanto parecía interesarle. Esto convenció a Itard de su error: el habla surge de la misma zona no consciente en donde nace el deseo. 

 

Magister docet pueros grammaticam, se leía como ejemplo de doble acusativo en mi viejo manual de Latín del, viejo también, bachillerato que sufrí y disfruté. El maestro enseña gramática a los niños ¿pues qué otra cosa se puede enseñar bajo esa invocación al conocimiento, esa rúbrica de dimensiones monstruosas y límites indeterminados, que responde al nombre de Lengua Castellana y Literatura? No hay más lengua que la que se habla, y esa, la lengua materna, se aprende en seis meses al año y medio de edad. Lo que sucede después, con la socialización del niño, es una puesta a punto, que mediante ensayo y error –y eso en las  capas más superficiales de una lengua, que son las del léxico y la norma– constituye muy pronto un sistema comunicativo refinado y útil según su propia lex artis. No se enseña, pues, lengua castellana: y si es así ¿qué cosas se enseñan con el pretencioso nombre de tal asignatura?

 

Norma ortográfica, norma gramatical; rudimentos de pseudo teoría lingüística: fonética y fonología –poco o nada ya–, gramática –poca, descriptiva–, en la vieja tradición estructural y funcionalista (¡años 70!) y léxico, mucho léxico abstracto (¡tecnicismos, no los nombres de los árboles y frutas, de los artefactos y trabajos humanos!) ¿Y qué más? Un canon histórico –tópico, apresurado– de obras y autores de la literatura escrita en esta lengua desde sus orígenes (“¡lo de los autores” –dicen los alumnos para orientarse sobre qué puede caer en un examen–; “lo de las frases”, también!). La argamasa de la confusión es muy espesa.

 

En los orígenes de tal confusión está, no sólo el prestigio de la escritura y los sistemas semiológicos derivados: la cultura, sino que se da por supuesto que una lengua pertenece a los hablantes de un país, que es el patrimonio colectivo de una nación: esa antigua y dañina idea de los idealistas alemanes (Herder y compañía) de que los pueblos tienen un alma cuya forma más sensitiva y noble es su lengua y su literatura (¡suyas! Incluso en su lengua madre, presentida como un destino, antes de haber nada como España ni “lengua española”; así leemos en el disparate sentimental de Unamuno, que adivinaba el español en el latín de Séneca: “ya Séneca la preludió aún no nacida / y en su austero latín ella se encierra”); el genio de la raza…: esas rancias ideas. Se sigue dando por supuesto que la literatura hay que aprenderla en su historia, cuando eso es sólo así desde el Romanticismo decimonónico: una idea nacionalista –competitiva, ya se sabe: una nación forja su identidad frente a la de otras, como el hijo frente al padre… –; sus huellas están en la memoria de todos: el “realismo de nuestra épica”, el tópico de Menéndez Pidal, frente a los relatos fantasiosos de los franceses; la impronta de nuestra Celestina en el Romeo y Julieta, faltaba más; nuestras exportaciones más rentables: el Quijote, don Juan…; hoy, también, las rentas económicas de las industrias de la lengua. Ya digo.

 

Esta perversa tradición contemporánea es como los gases: ocupa todo el espacio disponible en el aula. Los desesperados intentos actuales –que, con la expresión “competencia lingüística” pretende imponer y extender la neolengua pedagógica– por recuperar las actividades orales y escritas elementales de escuchar, hablar, leer y escribir –la misma confusión siempre entre habla y escritura– pero como una capa superpuesta a la decimonónica construcción histórica nacionalista, delatan su ineficacia e insinceridad, su naturaleza de barniz: ¿es imaginable la práctica de ejercicios retóricos o de diálogo en una tradición práctica que premia a los alumnos y cursos silenciosos y sumisos?, ¿puede imaginar el lector una mejora del discurso hablado en silencio; o su contrario: en un aula poblada de pared a pared por más de 30 alumnos que hablan simultáneamente, se gritan, vociferan…? Y aun sucediendo eso con éxito, un rato, ¿cómo se pasa, sin transición, al siguiente rato en que toca repasar las reglas de la tilde, y a otra hora una explicación de los géneros periodísticos del pasado, que ya no existen en unos periódicos, que casi tampoco, que desaparecen, a unos jóvenes que nunca han leído ninguno? Podrá imaginar el lector, sin demasiado esfuerzo, la inutilidad e intrascendencia de semejantes cabalgadas pedagógicas.

 

Cuando se trabajan en las clases de bachillerato, en fin, los distintos registros del habla y se intenta diferenciar el habla culta de la vulgar, los alumnos dicen muy a menudo que el hablante vulgar comete “faltas de ortografía” (también que es basto, no fino como sí lo es el culto) mezclando la valoración y el prestigio social a las apreciaciones lingüísticas) al hablar. Pero no sólo ellos –su confusión es justificable, pues hijos nuestros son–, sino que el mismo desliz se encuentra en el manual de L & L de segundo vigente en el instituto en que trabajo, que les sirve de guía, donde se lee, literalmente, que un hablante culto debe saber expresarse sin faltas ortográficas…  

 

 

En el principio era la pintura

 

Se me ocurre corregir un viejo texto muy difundido hace unos años en internet, como manifiesto de una campaña encaminada a mejorar la redacción escrita en la Red, que llevaba como título Eres lo que escribes[8] (el meme tiene, como bien sabe el lector, variantes gastronómicas como “eres lo que comes”, y otras más) por eres lo que hablas, pues eso me da pie a intentar arrojar algo de luz y poner un poco de orden, con la ayuda de las etimologías, de las raíces o palabras primeras con que los pueblos indoeuropeos quisieron nombrar los actos protagonistas (escuchar y hablar, leer y escribir), en ese salto mortal que dio la humanidad entre el habla y el canto o melopea hacia el abismo de los trazos escritos (la escritura, los números y la danza) y su selva oscura…

 

Hace 500.000 años que hablamos y sólo 6.000 que escribimos. Es decir, que desde los sumerios, por ejemplo, no ha pasado prácticamente nada: la Historia es mínima comparada con la profundidad lingüística. Nos explicaba Émile Benveniste[9], el gran comparatista francés, uno de los lingüistas más inteligentes y sabios de los que se nos ha dado conocer:

 

Hay un orden impuesto por la experiencia y la pedagogía: primero leer, después escribir. Pero no es este el orden de la invención. Es escribir el acto fundador. Se constata en seguida una línea de separación entre dos mundos de lengua y civilización: de Norte a Sur (Mesopotamia, Egipto) y de Este a Oeste. Al Este, en la realidad de las designaciones lingüísticas (y también en otras manifestaciones) encontramos civilizaciones de lo escrito, caracterizadas por la primacía intelectual y social de la cosa escrita. La escritura ha sido el principio organizador de lo social: es la sociedad del escriba. Al Oeste, en el mundo indoeuropeo, fue al contrario. El mundo allí se forjó sin escritura, e incluso en el desprecio de la escritura.[10]

 

La escritura no sólo ha sido el principal organizador de lo social, como bien decía el admirado maestro, sino que es el hecho primordial que permitió concebir la lengua y su estudio, debido al salto cualitativo que supuso, a la transferencia del sentido del oído al de la vista, del reino del tiempo al del espacio.

 

Oriente es diferente en esto al mundo indoeuropeo. En Egipto y en Sumeria hay estatuas, monumentos que nos dan testimonio de la importancia que tenía el escriba. La escritura es un don divino. En las mitologías indoeuropeas no hay nada parecido. Sin embargo, en pleno periodo de desarrollo y prestigio de la literatura ya escrita en Grecia, en el siglo V a. C, Esquilo, en su Prometeo encadenado, atribuye a Prometeo, como la última y mayor de sus invenciones, la de la escritura: “combinación de letras” (grammaton synthesis). En ninguna otra parte se encuentra nada parecido. Al contrario, lo importante para los pueblos indoeuropeos es el fuego, los números, los nombres de los astros… Nos cuenta Bénveniste, en su rastreo etimológico del acto de escribir, en tanto acto u operación física, material:

 

En el mundo sumerio tenemos un término mayor, dup, tabililla, lo escrito; dup-sar, escriba.
En acadio, tuppu, con todo lo que concierne a la escritura: el material, la posición social del escriba, las bibliotecas… Todo esto es una herencia sumeria.

 

En el viejo persa, y sólo en el viejo persa (civilización aqueménida, sometido durante mucho tiempo a la civilización acadia), el término utilizado es dipi, inscripción. Proliferaron derivados y compuestos: el que escribe, los archivos.

 

Al Oeste, no hay un término único para el acto de escribir; cada lengua inventa el suyo. En Homero no se encuentra grapho con el sentido de escribir, no hay término para la escritura. Sabemos que no hay una escritura silábica, a mediados del segundo milenio, en parte de Grecia. Los lineales A y B creto-micénicos habían desaparecido de la memoria misma de sus contemporáneos. Hay que esperar a la invención de la escritura por los fenicios: grapho, en Homero, tiene el sentido de rascar, arañar, cortar la carne; posteriormente, romper la piedra para inscribir trazos en ella.

 

Sabemos que una parte del mundo helénico conocía la escritura, pero los aqueos y troyanos no sabían leer ni escribir. En latín mismo, scribo significa rascar, arañar. En alemán reciente, schreiben, pero en gótico, meljan (ver el alemán mahlen, pintar): ennegrecer, ensuciar; griego melas: ensuciar el color.

 

Se trata, pues, de trazos pintados, no de grabados. Del mismo modo, los elementos de la escritura, las letras, se ponen en cuestión. Hay metonimias mediante las que el soporte material remite al acto y concepto de escribir; escribir es pintar:

 

“En griego, gramma deriva de grapho, pero littera es de origen aún desconocido. El término concurrente de gramma es biblos, y para cualquier documento escrito, biblion. Biblos es el nombre de la materia, el papiro y Bublos es el nombre de una ciudad fenicia gran centro exportador de papiro. Pero ninguno de estos términos nos lleva al acto de escribir. El gótico boka (alemán buch) son nombres del haya. Parecido es el caso del latín fagus, griego phagos, nombres del haya o el roble, según la zona. Su significación primera es una tablilla de corteza.

 

Bénveniste comparte con nosotros la misma perplejidad:

 

“Lo que hay de terrible en la escritura es que remite al dibujo, a la pintura. Todo lo que resulta del dibujo se presenta ante nosotros como seres vivos; pero, si los interrogamos, guardan un silencio majestuoso. Hay incluso palabras escritas (logoi) que no pueden hacer nada en su paso de un estado (el habla viva) a otro (el dibujo). Se conforman con ‘significar’, pero han salido del mundo de las relaciones vivas.

 

Es la escritura, decíamos, la que permite el nacimiento de la idea “lengua” y las distintas maneras de nombrarla, pero Bénveniste nos enseñaba que, al mismo tiempo, es responsable de las homologías –para nosotros tan naturales– entre escuchar/hablar y leer/escribir; pero con sorpresas. La operación de leer es complementaria, en su origen, a la de escuchar, no a la de escribir, y la lectura aparece siempre, en sus primeras huellas, como un acto realizado en voz alta; o emparentada con una familia léxica cuyo significado común es el de recoger cosas dispersas, letras esparcidas, con los ojos. Los ojos desplazan al oído: la lectura nos vuelve sordos. En las palabras de sabia lección del filólogo francés:

 

En acadio, amaru es ver, observar y también leer (que admite como régimen el nombre de la tablilla); sesu es llamar a alguien por su nombre, gritar, y también leer. En chino, también dos términos: tou, para leer con los ojos, y nien, para leer en voz alta. En griego, no hay verbo específico para el acto de leer; ana-gignosko no significa más que reconocer (reconocer los signos gráficos como significantes dentro del sistema). De forma simétrica, ‘leer’ y ‘escribir’ no existen como tales. Después de Homero, ‘leer’ significa hacerlo en voz alta en las asambleas judiciales y políticas. ‘Leer’ es complementario de ‘escuchar’.

 

Las cosas son distintas, sin embargo, en lo que se refiere al latín legere. No hay base común a todos estos términos: se produce un reajuste en el léxico de todas las lenguas. Legere significa primariamente recoger cosas dispersas, como en ossa legere. ‘Leer’ significa, pues, recoger signos escritos con la ayuda de los ojos. En gótico, en la traducción de los Evangelios, anagignosko o legere resulta de maneras diferentes:

 

 

En relación al canto o recitado: saggws boko, cantar el evangelio; siggwan, cantar, como el alemán singen. En relación a los ojos que recorren algo, un trazo dibujado: annakunan, transposición de anagignosko. El alemán lessen, no tiene nada que ver, significa reunir.

 

En eslavo, citati, leer como contar, calcular.

En viejo persa, pati-prs, interrogar, cuestionar el texto escrito (‘el texto es mudo’, se lee en el Filebo).
El inglés to read está aislado: remite a explicar, aclarar, interpretar


 

La lección de los orígenes: otra manera de “leer”, sea por la enunciación pública, sea por el lenguaje interior, algo parecido a lo que Steven Pinker, tiempo después, llamará el mentalés, esa suerte de dialecto o idiolecto propio de nuestra geografía interna, que nos ayuda, también, a escribir, como al dictado; leer, reunir e interpretar signos escritos como quien recoge huesos, ossa legere para, después de reunidos, re-montarlos y descodificarlos. Leer, una operación forense.

 

 

En el mismo crisol donde se fraguan los sueños

 

Desde hace 500.000 años hablamos, sólo desde hace 6.000 escribimos: un suspiro en términos históricos. La adquisición y uso de una lengua forma parte de la dotación genética de los humanos, como siempre sostuvo Chomsky en su polémica con Steven Pinker, y es gracias a esa predisposición heredada, a que venimos al mundo con esa especie de gramática universal (a cuya búsqueda y formulación ha dedicado el genial lingüista norteamericano toda su vida, en el minimalismo sintáctico a que ha dedicado sus últimos años) que un recién nacido trae, junto al pan, puede, de hecho, aprender cualquier lengua humana, en ese periodo inverosímil de seis meses, desde el año y medio aproximadamente, a condición, claro está, de que a su alrededor haya gente que la hable. Esa gramática universal es lo que hace, como explicaba Agustín García Calvo, que el niño quiera hablar una lengua perfecta, sin excepciones ni pedanterías: esas que les inculcan sus mayores.

 

Nuestro sabio filólogo, filósofo y poeta relacionaba siempre las teorías de Freud sobre el subconsciente y la represión con el habla humana. Particularmente en una de sus charlas, recogida más tarde, junta a otras, en forma de libro[11], nos enseñaba que hay tres momentos en la vida humana en que la vemos con una lengua: uno primero, en torno al año y medio de vida, en que de forma consciente encajamos nuestra gramática universal con la lengua que oímos a nuestro alrededor y la ponemos a punto. Después, reprimimos y olvidamos en esa región misteriosa del subconsciente, junto a los deseos insatisfechos y culpas, esas reglas y depósitos o redes léxicas aprendidas para que, como los movimientos de un baile, o del mismo andar, puedan ponerse en práctica de forma automática y fluida. Y es así como el niño, una vez que aprende a hablar, lo hace sin parar ni equivocarse.

 

Luego hay un tercer momento problemático, el de la escuela con su escritura en que el niño es obligado a recuperar en lo que puede esa gramática interiorizada en la región del olvido para hacerla de nuevo consciente y completarle con reglas y normas. Aquí se produce el conflicto que explica los atranques, titubeos y monotonías que caracterizan el habla culta de nuestro tiempo: que lo que necesita estar olvidado para que fluya intentamos manejarlo con la conciencia. Eso, ya lo sabemos, sale siempre mal: intente el lector, si no, andar o bailar calculando a la vez los movimientos de las piernas, o provocar el deseo sexual conscientemente o sonreír y llorar como un acto voluntario.

 

Con la escritura, no lo olvidemos, transferimos el sentido del oído al de la vista, nos trasladamos del reino del tiempo al del espacio: pero la distancia de ese salto es infinita, infranqueable si no es a cuenta de violentar la naturaleza de la lengua. En palabras de García Calvo: “La separación entre escritura y lenguaje es radical, pero eso no se contradice con sus profundas relaciones. Habíamos dicho que la escritura es la primera toma de consciencia de lenguaje y aún podemos agregar que hay en el aparato de la lengua una parte que ya casi no es lengua, gramática, sino que ya es prácticamente cultura. Es la parte que en el esquema queda abierta y que corresponde al vocabulario; allí llega la conciencia de cualquiera, aunque no sea gramático. La gente, cuando la obligan a hablar del lenguaje, ¿de qué se acuerda?: del vocabulario; quizá también del tono regional o del tono de la clase social; pero a tener conciencia de la sintaxis, de que los fonemas son veintitrés y tienen sus reglas, o de que hay una colección de cuantificadores, demostrativos, eso que es lo fundamental de la lengua, la gente no suele llegar”.

 

Ese quebranto que provocan los sistemas semiológicos que conocemos como “cultura”, esa violencia que ejercemos sobre lo que debería ser natural y espontáneo (“hablar sin faltas de ortografía”, “hablar fino”…) es lo que explica la fatigosa dificultad para contar historias, para explicar cualquier cosa y dar cuenta de la más mínima razón; es esa presión del consciente social la que llena nuestro discurso de anacolutos, retrocesos, redundancias y jadeos: recoger signos esparcidos en la hoja papel o en la pantalla, recomponer trabajosamente este pálido reflejo de la lengua perdida.

 

 

El narrador perdido

 

Como decía Christian Salmon, estamos en un mundo sin historias. Los Medios hablan de hechos que suceden en cualquier lugar del planeta mediante irrelevantes relatos informativos, más o menos bien hilvanados, pero llenos de explicaciones no pedidas, a pesar de que, como nos enseñó Walter Benjamin (en un ensayo memorable[12] sobre el que volveré más veces), la mejor historia es aquella que no se enturbia con explicaciones. La desaparición del relato oral es vieja y paulatina, pero general, sólo que ha sucedido a un ritmo más rápido en las ciudades y más lentamente en el medio rural; pero es un proceso sin retorno. La nueva oralidad terciaria, la tecnológica, genera su propia narrativa, pero en códigos híbridos (habla/escritura/imagen/criptograma) en los que la parte verbal queda reducida al microrrelato o al chiste. Sobre la reducción imposible de la narración oral al microrrelato hablaremos enseguida; pero una idea debe quedar clara desde ahora: forma parte de una tendencia universal hacia el resumen y la fragmentación: la empresa con problemas se fragmenta y se venden los trozos; se rompen las relaciones y se inician otras que, a veces se superponen en el tiempo. Se envían millones de micromensajes cercanos al bit de contenido como “voy a comer”, al que sigue otro que dice “he comido”. Se comparten estas mínimas verbalizaciones sobre actos mínimos a falta de otra cosa. En el tiempo roto y cansado que es el nuestro, el de los minijobs, no hay tiempo para contar historias ni para escucharlas. “El aburrimiento es ese ave que incuba el huevo de nuestra experiencia”, nos dice el pensador alemán.

 

Benjamin lo había diagnosticado ya con claridad en 1936: “Es cada vez más raro encontrar a personas que sean capaces de contar algo bien. Es cada vez más frecuente que la propuesta de contar historias cause embarazo entre los presentes. Es como si nos hubieran arrancado la facultad que nos parecía inalienable, casi lo más seguro: la facultad concreta de intercambiar experiencias”. Benjamin dejaba caer al final, con la sencillez aparente de sus descubrimientos, la desaparición pareja a la de las historias: la muerte de las experiencias que contar. El tiempo plano, previsible y vacío se llena en la era del capital con actos igualmente planificados y hueros, sin verbalización posible. De ahí el hambre de experiencias (y de historias) del hombre contemporáneo; lo común de su deseo e invocación frecuentes en frases comunes como estas: “es que tienes muy poca experiencia de la vida, ya verás cuando hayas vivido más…”; “necesito salir de mi pueblo para conocer gente y tener experiencias”; “voy a hacer un viaje a ver si tengo experiencias nuevas…”; “¿qué me cuentas?”, “Poquitas cosas, mi vida es siempre tan igual…”.

 

Paul Valéry también relacionó las narraciones orales con las ideas del tiempo lento, la estratificación y la perfección propias del artesanado, el sentido de la paciencia: fue su principal aportación a la historia humana. “El hombre imitó hace tiempo esta paciencia. Miniaturas; marfiles profundamente tallados; piedras perfectamente pulimentadas y limpiamente grabadas; lacas y pinturas obtenidas mediante la superposición de una serie de capas finas y traslúcidas… Todas estas producciones de un esfuerzo tenaz y virtuoso están desapareciendo, y hoy ya ha pasado el tiempo en que el tiempo no contaba. El hombre hoy no cultiva aquello que nunca se deja abreviar”[13].

 

Ha pasado el tiempo en que el tiempo no contaba, en efecto; pero no su nostalgia. Aunque el más antiguo indicio de este proceso es el surgimiento de la novela, en los comienzos de la Edad Moderna, que ya nace directamente escrita y con historias que quieren dignificar la vida cotidiana como materia narrativa, en la resignación ante la desaparición irremediable de la épica y los héroes, sigue siendo cierto que los grandes referentes de la novela son las narraciones orales. Y eso es verdad tanto para Guerra y Paz de Tolstoi, como para Libertad de Jonathan Frazen.

 

Parece que el capitán Alonso de Contreras, ya anciano y sin blanca, pasó ocho meses a mesa y mantel en la casa de Lope de Vega, ya también entrado en años. Ortega y Gasset fantaseaba, en el estudio que dedicó a la autobiografía inverosímil de este soldado y aventurero español del XVII, con cuántas historias no le contaría el viejo miles gloriosus al escritor más enamorado de ellas de nuestra literatura, a solas los dos en la casa madrileña: “una vez la olla sobre lo blanco, fronteros en los sillones, tira de la lengua al bronco soldado, ya un poco triste y declinante, entreverada de hebras canas la indócil pelambre, que no se hace rogar para irle contando mil lances de amor y fortuna, en un crudo vocabulario de tasca, timba y lupanar”. Parece que debemos a Lope este libro de historias increíbles donde las palabras, mariposas mágicas de todo el Mediterráneo –castellano, italiano, francés, catalán, árabe y lenguas francas se mezclan en este libro imposible–, levantan el vuelo en rebeldía, pidiendo ser pronunciadas y leídas o gritadas en voz alta. Es la rebelión contra la mudez y el silencio, la nostalgia del habla que encontramos aquí y allí en el hondón del caudaloso y milenario río de la literatura.

 

 

Mariposas muertas

 

Un príncipe africano, recientemente alfabetizado, lloraba una vez ante la página de un libro que leía en voz alta. Cuando le preguntaron la razón de ese llanto, respondió que era por la tristeza que le provocaban las palabras impresas en el libro, como mariposas muertas. Y que, por ello, sentía la necesidad de leerlas de viva voz para devolverlas a la vida y al vuelo del aire y de los sonidos.

 

La literatura sufre de esa misma incurable nostalgia melancólica: muchísimos textos lo muestran. Marcel Proust, por ejemplo, dedicó una parte considerable de su En busca del tiempo perdido a rescatar de su memoria las huellas sinestésicas que los nombres de las ciudades habían dejado en el poso de sus recuerdos, como en las inolvidables páginas en que recrea el proyecto de su viaje a Venecia o en esta evocación de los nombres de las estaciones que precedían a la playa de Balbec:

 

El trenecito se detenía constantemente en alguna de las estaciones que precedían a Balbec-playa y cuyos nombres mismos (Incarville, Marcouville, Douville, Pont-á-Couleuvre, Arambouville, Saint-Mars-le Vieux, Hermonville, Maineville) me parecían extraños, mientras que leídos en un libro habrían tenido cierta relación con los nombres de ciertas localidades vecinas de Combray. Pero para los oídos de un músico dos motivos, materialmente compuestos de las mismas notas, si difieren en el color de la armonía y la orquestación, pueden no presentar ninguna semejanza. De igual forma, nada me hacía pensar menos que aquellos tristes nombres hechos de arena, espacio demasiado aireado y vacío y sal, por encima de los cuales la palabra ville se escapaba como vuelo en al vuelo en aquellos otros nombres de Roussainville o Martinville que –por habérselos oído pronunciar tan a menudo por mi tía-abuela en la mesa, en la sala– habían adquirido cierto encanto melancólico, en el que tal vez se hubieran mezclado extractos de sabor a mermelada, del olor a fuego de leña y del papel de un libro de Bergotte, del color de la arenisca de la casa de enfrente y que aún hoy, cuando remontan como una burbuja gaseosa del fondo de mi memoria, conservan su virtud específica a través de las capas superpuestas de medios diferentes que han debido franquear antes de alcanzar la superficie.[14]

 

En La marcha Radetzky, Joseph Roth, recreaba el habla nasal del jefe de Distrito en esta minuciosa, casi angustiosa descripción de los tonos y sonidos de su voz, con la ayuda de evocaciones musicales (campanas, instrumentos de viento) y la contemplación pasmada del rostro del personaje en el inaudito esfuerzo articulatorio:

 

Hablaba el alemán nasal de los altos funcionarios y de la nobleza austriaca. Su acento recordaba en algo guitarras lejanas en la noche, las últimas suaves vibraciones de las campanas que cesan de tañer; era una lengua dulce y precisa, tierna y malévola a la vez. Hacía juego con la cara delgada y huesuda del barón, con su nariz estrecha y arqueada, donde parecían hallarse aquellas consonantes sonoras, un poco nostálgicas. Cuando el jefe de distrito hablaba, su nariz y su boca, más que partes de la cara, parecían ser instrumentos de viento. Nada se movía en su rostro a excepción de los labios.[15]

 

Nabokov, en el conocido y explosivo arranque de Lolita, describe el viaje de la lengua desde el paladar a los dientes en una sinestesia que nos lleva del nombre que acaba como un chasquido de la lengua a la evocación del beso y el deseo arrebujados en la más primaria evocación de la palabra: su nacimiento y despliegue desde el hondón del diafragma al amoroso despiece sonoro de las sílabas:

 

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.[16]

 

Y es así que en todas estas citas, y en tantas más que podríamos traer aquí, se pueden rastrear las huellas escritas de ese momento mágico en que las palabras, las imágenes y los sonidos se aúnan para provocar un solo y secreto escalofrío…

 

 

 

 

Manuel Jiménez Friaza es profesor y escritor. Ha sido columnista en el diario La Opinión de Málaga durante ocho años y una selección de esos artículos fue publicada por Bohodón Ediciones en 2012 con el título Deslindes y descubiertas. Ha publicado también el libro de ensayos Quince asaltos, que prologó Agustín García Calvo en 1983 y un breve poemario, Hada, Hurí, Esfinge que, en recuerdo de Ángel Caffarena, editó con la Imprenta Montes de Málaga en 2007. En la actualidad da clases de Lengua y Literatura en el instituto de Aracena. Desde hace poco más de un año, mantiene el blog Claros en el bosque, una mirada sobre el mundo que tiene la intención declarada de revelar y rebelarse. En FronteraD ha publicado ¿Qué hacer con la educación? En Twitter: @mjfriaza

 

 

 

Notas


 

[1]    Freixa, Carles, De Homero a Jobs (pasando por Gutenberg), La Vanguardia (edición digital) ,19 de noviembre 2013.

 

[2]    “En 1916 un indio moría de tuberculosis en el hospital de la Escuela de Medicina de la Universidad de California, en San Francisco. Le llamaban Ishi (nombre que en su lengua significa hombre) y lo habían encontrado en 1911, muerto de hambre, frío y agotamiento. No hablaba ni una palabra de inglés ni de castellano, ni ninguna de las lenguas indígenas conocidas. Tras pasar unos días en la cárcel (oficialmente para protegerle de los blancos), el Departamento de Asuntos Indios aceptó que el Museo de Antropología se hiciera cargo de él: sus últimos años los pasó en el museo, como una pieza viva extraordinariamente valiosa. Antes de morir tuvo ocasión de transmitir su vigorosa cultura oral, que T. Kroeber convirtió en la que llegaría a ser la biografía más popular de los indios americanos: Ishi in two worlds.

 

[3]    En 1955 P. P. Pasolini publicaba Ragazzi di vita, una crónica de la vida de los muchachos subproletarios. Adaptando elementos de la novela picaresca y del cine neorrealista, logra crear un documento vívido tanto más perturbador por presentarse en forma narrativa: personajes, ambientes, usos, costumbres, lenguaje, reviven con la fuerza de lo real. Son precisamente los adolescentes, crecidos en este nuevo ambiente y que desconocen los pueblos de origen de sus padres, los que en su convivencia cotidiana crean colectivamente las formas culturales que reflejan los inicios de la cultura de masas. Las subculturas juveniles de los sesenta narrarán el paso de la cultura escrita a la cultura visual”

 

[4]    Gómez Mompart, Josep Lluís, La oralidad en la era digital, La Vanguardia (edición digital), 19 de noviembre 2013.

 

[5]    J. Ong, Walter, Orality and Literacy, Londres, Taylor & Francis e-Library, 2005

 

[6]    Thomas, Rosalind, Literacy and Orality in Ancient Greece, Cambridge Univ. Press, 1992.

 

[7]    Itard, Jean, Victor de l’Aveyron, Madrid, Alianza Editorial, 1995.

 

[8]    Como curiosidad, la búsqueda de este lema en el buscador Google arroja 625.000 resultados

 

[9]    Benveniste, Émile, Dernières leçons. Collège de France, 1968 et 1969, París, Ed. Seuil / Gallimard, 2012.

 

[10]   Para esta cita y las que siguen: op. cit., 17 de marzo, 1969, Leçon 14: ‘Lécriture en tant quopération et dans ses dénominations’, pp. 121-137. La traducción al español es mía.

 

[11]   García Calvo, Agustín, Acerca de la escritura (conferencia incluida en el libro de Mónica Gorenberg, de título homónimo, editado en las Librerías Universitarias de Zaragoza en 1991).

 

[12]   Benjamin, W., O. C., Libro II, Vol. 2, El Narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolas Leskov (pp. 41-68)
(Publicado originalmente en Orient und Occident, nº 3, 1936).

 

[13]   Cita de Benjamin, op. cit.

 

[14]   Proust, M., En busca del tiempo perdido II, A la sombra de las muchachas en flor, Barcelona, Ed. Círculo de Lectores, 2009

 

[15]   Roth, J., La marcha Radetzky, Barcelona, Ed. EDHASA, 2011.

 

[16]   Nabokov, V., Lolita, Barcelona, Ed. Anagrama, 1995.

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