Cuando hablo de pintura –y lo hago en muy pocas ocasiones-, lo hago de Edward Hopper. Tengo una explicación muy sencilla para eso: la suya es la única obra pictórica que conozco a fondo. Ayer encontré en un blog –esas cosas que ocurren gracias a Internet- el primer artículo que escribí, de cuando aún era estudiante, acerca de la obra de Edward Hopper.
Tenía 22 años y tardé varios días en terminarlo. A esa edad, uno busca las palabras adecuadas para no desentonar. Supongo que no quería parecer una principiante y buscaba dar la imagen de persona adulta, formada y con opiniones propias. Sea como fuere, le tengo mucho cariño a mi primer acercamiento a Hopper. Sobre todo, porque desde entonces, los cuadros del pintor norteamericano han permanecido siempre conmigo. Su universo pasó a formar parte del mío y a veces, en algunas situaciones pienso: “Mira, esto Hopper lo hubiera podido pintar” o “Fíjate, una pareja a lo Hopper». O sea: una pareja ensimismada, encerrada en un mundo en el que aparentemente no hay posibilidad de comunicación.
Después de escribir aquel primer artículo, empecé a traducir un libro de poemas maravilloso, Edward Hopper, de Ernest Farrés, poeta y amigo, que hizo algo extraordinario: acercarse a la obra de Hopper mediante la poesía. Farrés escribió un libro de poemas basados en su obra, de manera que cada uno de sus poemas dialoga con un cuadro del pintor. Es un libro cautivador, por su belleza y por la precisión del lenguaje que utiliza Farrés. Perderse en la obra de un pintor como Hopper de la mano de la poesía no tiene precio. En esta segunda ocasión, como traductora, también tuve que buscar las palabras adecuadas, palabras del castellano que captaran los matices de todo lo que el poeta había dicho en catalán. Así que también yo, en esa búsqueda, creé mi propia versión. Creé –quiero pensar- otro Hopper. La naturaleza de la traducción es difícil. Es, al fin y al cabo, creación.
Después de todas estas historias puedo decir que Edward Hopper me interesa especialmente. Porque he pasado años pensando en él y porque a menudo me da la sensación de que sus cuadros me piensan a mí. Si Hopper viviera hoy, estoy segura de que pintaría lo mismo. Aunque tal vez los personajes tuvieran un iphone en la mano. O mirarían al infinito antes de cruzar un paso de cebra, con unos auriculares puestos.
No sé si en Nighthawks, la mujer de rojo, mi preferida en toda su obra, estaría mandando whatsaps mientras su acompañante, el que yo siempre pensé que era un amante potencial, estaría haciendo lo mismo.
Cariño, llegaré más tarde. Le diría el hombre a su mujer por chat. Una reunión pesada con unos canadienses.
La mujer de rojo escribiría a una amiga: No sé si me gusta. Está casado pero ¿por qué no?
El camarero habría visto cientos de escenas así y en su interior se reiría jurándose que aquello nunca le pasaría a él. Mientras iría preparando uno de esos gin tonics con frambuesas o cualquier fruta exótica que se han puesto ahora de moda.
He pasado horas observando ese cuadro, esa escena en el Phillie’s, y me sigue diciendo tantas cosas como la primera vez. Que uno muchas veces no sabe qué decir. Que la peor soledad es la de estar con alguien que te hace sentir solo. Que la incomunicación profunda está en la mirada, no en las palabras. Que la vida pasa veloz detrás de las barras de los bares. Detrás de todos los cristales en los que nos protegemos.