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Hablando con los fantasmas de la noche más cierta. Adiós a Maputo

 

Radio Mozambique

 

A Fernanda Angius

 

 

En los aeropuertos nos quedamos solos con nuestro destino. Vamos a ponernos en manos de la tecnología: la que hace volar inmensos pájaros de hierro a los que ya hemos dejado de prestar atención. Como a la noche. Como al sueño. Contemplo un cielo alto y ancho, con nubes que han viajado desde Goa, sobrevolado Madagascar, ignorado la epidemia de peste bubónica, salvado el Canal de Mozambique, y han venido a decorar mi última mañana de Maputo, tal vez a enredar los últimos estertores del sueño de Mia Couto, aunque no tengo la certeza de que la noche de ayer (en que tuve tantos sueños a la orilla de la Avenida de Eduardo Mondlane, no lejos de las voces escondidas de la Vila Algarve donde la policía secreta portuguesa hizo tanto daño, de los que duermen a la intemperie en las desastradas avenidas Vladiminr Lenine y Sékou Touré, de las acacias en ferviente flor) se la pasara tratando de hacer que las palabras volvieran a pasar por el ojo de la aguja de la imaginación. De Mia Couto, antes de regresar a casa, copio una frase extraída de la novela que terminé de leer anoche, Jesusalém, antes de entregar confiadamente el alma y el cuerpo al cenador del sueño, a veces un verdugo reparador: “uma boa história era um arma mais poderosa que fuzil ou navalha”. Es decir, una buena historia es un arma más poderosa que un fusil o una navaja. Ojalá.

 

 

Les vi alejarse desde el arco de los metales, que pretende detectar nuestros marcapasos, nuestras navajas suizas de supervivencia, nuestros fusiles dialécticos, nuestros papeles de contrabando, los recuerdos atesorados en los días de Maputo. Los vi con esa emoción que a menudo me cuesta conjugar. ¿Acaso no escribí hace dos o tres noches que no sentía nada por Mozambique, que mis devociones africanas no eran tal vez más que una ilusión sublimada, una querencia hecha de deseo de ser más, de vivir más, de recuperar algo que en el museo de Europa (como cree el poeta polaco Adam Zagajewski que estamos condenados a ser: “museo del mundo”, un lugar “donde cada vez se producirá menos, donde habrá cada vez menos fuerzas creadoras y más pietismo cara al futuro…”) hace años que perdimos? Tal vez. Pero lo cierto es que no esperaba que mi amigo José Luis Toledano, que es quien me ha hecho volver aquí, trajera en el asiento del copiloto a minha namorada de estes días moçambicanos. Fernanda Angius, “apocalíptica por la mañana, integrada por la noche”. Nos reímos en el café del aeropuerto, antes de deshacer los abrazos, recordando la extraña conferencia en el auditorio cargado de voces de otro tiempo de Radio Moçambique. Fernanda, una portuguesa que alentó el talento de escritores como Mia Couto (traía un presente que me llevo en el bolso de mano, junto a la Crónica da rua 513.2, de João Paulo Borges Coelho, a decir de la propia Fernanda “el mejor narrador vivo de Mozambique. Porque Mia Couto es más poeta que narrador”): Mia Couto. O desanoitecer da palabra, que escribió con Matteo Angius, su ex marido). Los atroces embates de la vida, una suma de desgracias que hubieran desarbolado a un acorazado de los de viento y vapor, no han mermado el entusiasmo de esta portuguesa transterrada en Maputo y que transpira amor a la palabra, un amor que practica a diario y que comparte, con una lucidez asombrosa pese a su edad, con todos los que con ella hacen lo que Jill Abramson, la primera directora del New York Times en 160 años, pide a sus periodistas: “Escuchar más, hablar menos”.

 

Allí estaba ella, junto a un público tan raro y atento como escueto, formado por cuatro miembros de la embajada de España, o Zé Luis, dos rusas que hablaban un portugués lindísimo, una doctora gallega, un informático asturiano, un humanitario uruguayo, un imberbe sacerdote de Tarrasa…, para escuchar al infeliz que iba a tratar de descifrar uno de los grandes desafíos de nuestra época de datos y perplejidad, sobreabundancia de información y pérdida de sentido. Internet y el balcón del periodismo. Acaso un pozo. Y nada menos que en la historiada sede de Radio Mozambique, un edificio de mármoles y artísticos hierros repujados, que realzan puertas acristaladas, en pasillos por los que resuenan las voces y las soflamas de Samora Machel y tantos otros soñadores empedernidos y también temibles, las pisadas y los murmullos, las conspiraciones y las complicidades de la historia de un país al que regreso siempre con una inversión de afecto, contenida, que luego, acaso, la realidad transfiere a otra cuenta que no llevo conmigo. Hablaba en medio de la tarde, solo en un escenario conservado como un relicario de ecos, y una batería sin baquetas que no me atreví a tocar. Quería creer una certeza extraña, porque la palestra (¡qué raro pronunciar una conferencia por radio, como un doctrinario de otra era!) estaba siendo grabada. Hablaba como si pensara en alguien concreto en Pemba, en Cabo Delgado, en Ilha de Moçambique, en Xai-Xai, en Inhambane, en Matutuine, nun escuro terceiro andar da Baixa de Maputo… Quería creer que Fernanda y los que con ella estaban acaso podían percibir mi denodada lucha con la oscuridad. Como si me pusiera en el lugar de una radio encendida en medio de la noche, sintonizada desde un barco en alta mar. La necesidad de que las palabras salven la distancia entre lo que es y lo que vemos, entre lo que sospechamos y lo que corre bajo nuestros pies.

 

 

Hablo como si me hubiera vuelto ciego y leyera los bajorrelieves de un manuscrito en Braille. Mientras que para el novelista Juan Manuel de Prada “internet es la muerte de nuestra vida, es la muerte de todo”, yo me resisto a convertir al soporte en fetiche. Aún así, recupero algunos de los certeros hallazgos de dos periodistas franceses, Laurent Beccaria y Patrick de Saint Exupéry, en su Manifiesto XXI. Otro periodismo es posible, que publicamos en esta página. Cuando, destemidos, se hacen la pregunta de si nos hemos equivocado al volcar todos nuestros afanes en el mundo digital, desdeñando el verdadero sentido del periodismo. Como cuando recuerdan que “Tiziano Terzani, leyenda del periodismo italiano, no quiso montar en un avión durante todo un año y sus reportajes de ese momento, publicados en 1993 por Stern, son los mejores que escribió. Jean-Claude Guillebaud, mientras hacía un viaje a Asia para Le Monde, decidió en un arrebato pasarse un día en ‘cien metros de acera’ en pleno corazón de Calcuta: treinta años más tarde, todos los que leyeron ese artículo todavía se acuerdan”. Pero sobre todo cuando convocan las palabras del filósofo Jacques Ellul: “no estamos amenazados por un exceso de información sino por un exceso de insignificancia. El periodismo que distrae y aturde, que admite todo y lo contrario de todo, es arrastrado por un engranaje paroxístico. Por otra parte, el periodismo que enriquece, que ayuda a reflexionar, que vincula el lector a los demás y al mundo, es útil”.

 

Como dice mi querida y admirada Leila Guerriero, “el periodismo narrativo es la certeza de creer que no da igual contar la historia de cualquier manera”. Lo dice y lo hace, y no hay más que asomarse a su Plano americano, a sus Frutos salvajes, o a su primer gran hallazgo, pura devoción por la realidad, siempre inagotable, Los suicidas del fin del mundo, un libro, claro, porque es donde caben algunos reportajes que trabajan sobre todo sobre el tiempo. El tiempo de los otros, para ganarse su confianza, y llegar a saber algo, y nuestro propio tiempo, el que entregamos a cambio a los otros, para saber también algo, no solo de ellos, sino de nosotros mismos. Cuando nos caza la melancolía caemos en la tentación de sospechar que todo esfuerzo resulta vano, de que no hay nada que hacer, como aquellas noches de invierno en Sarajevo, escuchando el cañoneo y leyendo a Ivo Andric. Entonces llega por extraños vericuetos el fotógrafo estadounidense Shelby Lee Adams, que ha dedicado buena parte de su vida a fotografiar la vida de los menos favorecidos que viven a la sombra de los Apalaches, y por eso conoce a sus habitantes, a fuerza de escuchar, compartir, fotografiar. Es a través de sus imágenes como Shelby Lee Adams busca “mayor amor y tolerancia hacia los más débiles”. A él le gusta repetir algo que a mí me gustaría poder seguir diciendo mucho más tarde, cuando me coma los dedos el cansancio: “No me rindo nunca”. ¿De eso se trata? Probablemente.

 

Pero también del “no da lo mismo”, del negarse a aceptar la voz que quiere que la realidad encaje en la miopía, en el cálculo político, en el fin de la historia que decreta por tanto el fin de las historias. De esa negativa acaso surja una suerte de ciudadanía en medio de esta noche contemporánea. Hablo de los lectores, consciente también de que tal vez sea el conocimiento la mejor manera de aproximarse a la justicia. No me gusta ponerle adjetivos al periodismo, ni vestir ninguna camiseta, y mucho menos la de mi equipo (que no tengo), y menos que ninguna la de la militancia, de ahí que ni siquiera acabe de enamorarme la calificación de periodismo narrativo, que parece querer hacerse un lugar al lado de la literatura, que es una cama tan caliente como peligrosa en medio de la noche de Maputo y de cualquier noche. Porque hay limites que no pueden ser cruzados jamás. Licencias poéticas que un periodista no se puede permitir para embellecer su relato de los hechos. Nuestro pacto sagrado con el lector. Lo cual no quita para que su prosa sea niquelada (hablábamos del tiempo necesario para contar y contar de la mejor manera posible) y aspire a que sea leída mañana por la noche y dentro de una semana, y tal vez dentro de un año, de una década, de un siglo, si seguimos estando aquí, los lectores, nuestros herederos. Como ocurre con Hiroshima, de John Hersey, o con Elogiemos ahora a hombres famosos, de Walker Evans y James Agee.

 

 

Pero ya me están reclamando en la sala de embarque. Voy a confiar en el progreso de la tecnología. A dejar que Qatar Airways salve misteriosamente, con la ayuda del queroseno, la distancia entre Maputo y Johanesburgo, entre Johanesburgo y Doha, entre Doha y Madrid. Me quedé viendo cómo Fernanda y José Luis cruzaban la explanada ante el aeropuerto renovado de Maputo, y sentí cómo una extraña pena me pinzaba los ojos. Como si hubiera recuperado mi alma mozambiqueña, mis devociones africanas, a las que me temo que voy a querer volver siempre. Me guste o no. Como si no tuviera más remedio. Como si no quisiera tenerlo. Acaso porque confío de forma irracional en un raro destino, como el del periodismo, que nos devuelve la mirada a lo que no prestamos atención. El sociólogo César Rendueles, que acaba de publicar un inteligente análisis de nuestra época y del impacto de internet en nuestras vidas, Sociofobia, le recordaba a J. S. De Montfort lo que Santi Alba Rico contaba en un libro: “Una vez le preguntó a una niña ‘¿para qué sirven los niños?’ y ella dio la respuesta más inteligente posible: ‘Para cuidarlos’”. Tal vez sea ese uno de los sentidos posibles de nuestro mundo. Y también para eso sirve el periodismo, las palabras. Boa noite. Fernanda!

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