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Hablar y callar

 

¿En cuántas lenguas puede morir un hombre? ¿En cuántas puede reír o llorar? En una, sólo en una. Y tal vez ni siquiera en la materna o natal, sino en el magma entrecortado de sentido que habla bajo todas las lenguas, ese registro de intuiciones, ecos y sonidos quebrados que configura el suelo de todo lenguaje. Es posible que sea la muerte, precisamente lo que asociamos con el silencio y un radical fondo sombrío, lo que nos hace hablar. Pero entonces cualquier ser mortal tiene un modo elemental de la palabra. Ahí residiría quizás el encanto potencial de toda criatura, sea caballo, roble o concha marina.

 

¿Por qué razón, de cara incluso a un compromiso público, es tan importante lo expresivo que seas, el tono y los gestos que emplees? También el día que tengas, tanto o más que lo bien que prepares el discurso o lo que sepas del tema. Cierto, saber y enseñar saber comunicar no son la misma cosa. Es posible que enseñar exija saber poco de un campo. O saber tanto que, incluso sin mucho orden, comunicas ya la pasión del conocimiento.

 

De cualquier modo es importante recordar que, en todos los momentos clave, el hombre ha de callar, o bien expresarse con un lenguaje tan primario que es común a todas las lenguas: la mirada, el tono, la cadencia, la caricia, la seducción, la sonrisa. La confidencia, el sueño, el llanto, la emoción, la revelación.

 

En última instancia, es posible que hablar no quiera decir nada. Es quizás nuestro modo de estar en la vida, así como las piedras tienen otro registro. El hecho de trabajar mientras se habla, de hablar incluso cantar mientras se trabaja, insiste también en el parentesco de lenguaje y vida. En ambos casos se trata de labrar una materia prima para darle forma. Mejor, para devolverle la forma que le pertenece. Sea en serio o en broma, hablar debe parecerse a callar, devolviendo al sentido un ser que ya se expresa antes y después de las palabras.

 

Hablar es algo que nos hace parecidos a las plantas raíces, tallo, hojas y a todos los seres terrenales. Si no es bueno que el hombre esté solo es debido al que el aislamiento nos resta indefinición, nos quita la soledad común que nos define. Precisamente porque tiene un silencioso universo dentro, el hombre ha de comunicarse. Las palabras son nuestra ramas. Con ellas florece nuestro peculiar e irremediable modo de ser. Por eso es importante no hablar de más, saber callar a tiempo. Llegado el caso, no dar más explicaciones y desaparecer. Hay ocasiones en que irse es la única forma de permanecer.

 

Es cierto que hablar abre una hornacina en el tiempo, una cueva solitaria y común en mitad del mediodía. Sin embargo, narcisismos aparte, expresarse puede corresponderse paradójicamente con la emoción infantil de esconderse, de desaparecer en el pálpito secreto de un momento del universo. Si sentimos que está pasando un minuto del mundo, a veces no podemos dar cuenta de ello más que volviéndonos ese mismo momento. Entonces el cosmos se expresa a través de un solo ser. De ahí esa sensación de estar viviendo a veces a un momento de verdad que sale de nosotros, al que solamente asistimos. Como quien asiste a un parto.

 

El don de la palabra, eso que puede hacer de una estancia el lugar más emocionante, seguro o aburrido del mundo dependiendo de quién y cómo hable, es el don de dejarse atravesar por el sentido inmanente de un momento. Hablar es hacerse impersonal, dejarse surcar por vectores preindividuales y así regresar a algo común y mudo que nos da origen. Si no pudiésemos oírnoshablar, diciendo algo que no sabíamos que sabíamos, si no nos abandonásemos a algo previo al Yo, hablar sea levemente o con propiedad sería imposible. Ni siquiera dormir u orinar sería posible si tomásemos continuamente en serio esta manía nuestra de la conciencia, de ser conscientes y duplicar cada paso que damos en la vida.

 

Paradójicamente, somos más auténticos cuando nos apeamos de la identidad que, como una trinchera, nos defiende día a día. De algún modo mientras hablamos conseguimos liberar la existencia, suspender nuestras trabazón habitual y reconciliarnos con lo que nos atraviesa. Es como si de pronto diésemos rienda suelta a la gloria, solitaria y común, por la cual somos de pronto más y menos que nosotros mismos. Y este don lo tiene cualquiera. No sólo ni sobre todo el orador profesional; también la mujer anónima que con una frase fulminante imparte una clase inolvidable de cinco segundos.

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