Me llamó un editor para pedirme un relato. Hasta aquí todo pintaba bien, incluso podría tratarse del inicio de un relato de Enrique Vila-Matas. Sin embargo, el editor me hizo una pequeña puntualización con respecto al tipo de relato que quería. Necesitaba algo con «un poquito de morbo».
—¿Morbo?
—Laura, ya sabes, un poco de sexo, no sé. Tú verás.
—¿Sexo?
—Sí, pero ojo: no quiero una violación ni de malos tratos o traumas, que nos conocemos. Me refiero a una historia normal y corriente pero con un poquito… no sé, de algo más…¿me entiendes?
A estas alturas habrá quedado claro que no se trata de un relato de Vila- Matas, ¿no?
En primer lugar, maticemos esto del sexo y los traumas:
Cuando la cantante Adele sacó ‘Hello’, su último hit cortador de venas que ganaba incluso a ‘Someone like you’, un amigo me escribió un whatsapp para decirme: “A veces pienso que las canciones de Adele tienen tres estados anímicos: 1.Triste 2.Muy triste, 3.Historias de Laura Ferrero”. Quiero decir que sí, en efecto, lo que escribo nunca suele ser como para echarse unas risas.
Me planteé decirle que no al editor, pero luego pensé que quizás podría intentarlo. Pensé en David Foster Wallace y en su libro Hablemos de langostas, en el que incluye uno de los artículos más divertidos que he leído jamás sobre la industria del porno. Me dije que yo podría hacer algo parecido pero en relato. Me olvidaba, claro, de mis antecedentes.
Mi educación sentimental no fue Gustave Flaubert sino Danielle Steel. A los doce leía cualquier cosa que había en casa y claro, en esa época, una quiere saber más sobre temas en los que no se ahonda en el colegio. Uno quiere leer libros de adultos. Ser mayor. Y por lo que recuerdo, debían de parecerme más formativos los libros de Danielle Steel que los de Dostoievski. Mal por mí, lo sé.
Años atrás todos habíamos visto la película de El club de los poetas muertos y claro, quedaba muy bien aquello de decir que leías a Keats a oscuras, pero no colaba. Nosotras hacíamos lo mismo con la buena de Danielle. Lo hacíamos a escondidas, de vuelta a casa de la discoteca de tarde, con el inalámbrico –y sus interferencias– en la habitación, susurrando.
—¿Rocío, tienes El Rancho a mano? Sí, página 235. ¿Y tienes Deseos concedidos? Página 30. Sí, sí, la escena empieza pronto. Corto y cambio.
Entonces venían los descubrimientos. Leías cosas extrañas como que él «la poseyó» o que ella tocaba el cielo “arqueándose de placer”, y tú te imaginabas a un gato maullando, pero no acababas de relacionar todo aquello con lo que habías estudiado en clase de ciencias naturales. Sin embargo, te parecía lo más salvaje que ibas a leer jamás. Ríete de la trilogía de Cincuenta sombras de Grey.
Hubo confusiones derivadas de leer a Danielle Steel. En una clase de inglés, cuando apareció el verbo «to own» (poseer) y la profesora preguntó a los alumnos la traducción yo quise ir de lista diciendo que era un sinónimo de “hacer el amor”. Aplausos. Y gracias a dios que no mencioné nada de tocar el cielo o arquear la espalda de placer.
Qué le vamos a hacer. Doce añitos.
Aquellos fueron mis inicios con la literatura y el sexo y he de decir que la cosa no mejoró demasiado. El otro día leí que en el Reino Unido daban un premio a la peor escena de sexo en ficción y aquello me alivió porque había unos cuantos que optaban al galardón. El año que viene estaré ahí, lo sé.
En fin, que yo pensaba que esto de las presiones editoriales venía porque te imponían unas fechas de entrega apretadas, no porque te pidieran morbo. Pero a lo que íbamos: que qué ocurrió con la dichosa escena… Pues que no la hice. Le escribí al editor diciéndole que Lydia Davis no había escrito en su vida ninguna escena de sexo y que no le había ido mal. Pensaba que él me respondería –como es obvio– que yo no soy Lydia Davis. Pero no, me contestó un email muy breve en el que solo me decía:
Al menos no pongas tanta tragedia, ¿vale?