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Hacer la calle

 

No ha sido por la crisis, de la cual me río; porque nadie se ha puesto a pensar que un primermundista con un pasaporte casi exento de visados posee la gloria en su dicha, además de la clara ventaja, porque la merma que producen las subvenciones, las que han acarreado que esa multitud de calzados se vea secuestrada en la casa del banco sin trabajo, se ve imposibilitada, además, de coger un avión –a veces en primera clase, si juntan los puntos ganados por otros viajes– cuando en una patera descalzos y sin más agua que la que ofrece un cuentagotas debe sonarles, y soñarles, a extraño. Con lo poco que les queda de vida y no mueven el culo.

 

 

A mí lo de cobrar por no trabajar –el paro, mismamente– siempre me ha parecido mucho peor que lo de hacer caja con tu cuerpo. Lo digo por los progres que hacen campaña contra la venta de la carne, incluso cuando no hay proxeneta de por medio. Yo, a modo de estratagema literaria, me planteé, en una tarde de oporto a espuertas, un paseo por la negra flor; que en sí es, sin la frivolidad de un actor secundario amparado por un programa-basura que se televisa, pasearte en funciones prostitutas por las zonas más normales a la que se las llama calientes simplemente porque sus moradores lo están.

 

El esquinazo de Phnom Penh donde comulga todo vicioso, ya sea putero, alcohólico o drogadicto, es el que deja ver buena parte de la fachada del Pontoon desde la calle 51, que pasto de las llamas sigue sin sufrir el reordenamiento jurídico que se le presupone como valía a alguna de las miles de oenegés que prefieren, desde la vergüenza ajena, levantar puentes en las afueras sobre arroyuelos de aguas turbias, para pasarse por la zona comentada a vaciar acumulaciones testiculares, abrir orificios nasales o alicatar hígados.

 

Como sé de qué va el tema me vestí para la ocasión, cubriendo la osamenta de prendas delicadas, presuntamente sospechosas, donde dejé asomar el pezón izquierdo gracias a los diseñadores de hoy en día, tan poco cautelosos. No me puse falda para no confundir, ya que el ascenso al travestismo pende de un hilo si no elijes bien tu indumentaria así como si tomas prestado el desodorante de tu hermana.

 

La primera a la que lancé mis coordenadas dijo ser luxemburguesa; que a cómo está el kilo de habitantes de ese país de broma no deja de ser una nueva advertencia de que en Camboya cabemos todos: desde ex convictos a cooperantes de sí mismos, pasando por africanos vendedores de la cosa tan blanca como tan nostra, hasta esa magnífica miscelánea multirracial que aporta la ONU y su evidente alto número de contratados. Que fíjense cómo estará el desarrollo cognitivo del expatriado en Camboya que a los extranjeros que deciden jugarse su capital y montar una empresa los llaman “fachas”.

 

La luxemburguesa marchó. Y creo que se enteró de poco. Pero la siguiente, una rubia despampanante de al menos dieciocho años, tatuada hasta los dientes y sin más sujetador para sus pechos flanísticos que una camiseta de tirantes absolutamente holgada, se acercó ante mi requerimiento manual.

 

–Dime.

 

–¿No te gustaría pasar un buen rato?

 

–¿Qué tienes?

 

Bien. Para empezar no supe trasmitir qué tipo de oferta ofrecía. Porque aquella rubia que resultó ser una universitaria norteamericana, creyó ver en mí a uno de esos camellos que apostados en las esquinas ofrecen gato por liebre a precio buey de Kobe. Tras negar que yo me dedicara al trapicheo, le presenté mis credenciales.

 

–Oye, que lo que te quiero explicar es si te gustaría que me fuera a tu hotel.

 

–Somos seis. En dos literas de tres pisos. Va a ser un poco difícil.

 

–¿Y en mi casa?

 

–Pero si no te conozco.

 

–Si sólo serán cincuenta dólares. Te puedes quedar toda la noche.

 

Como debía venir fumada no giró bruscamente su rictus. Lo que sí comentó, con voz muy pausada, es que aún le quedaban décadas para pagar por follar. Tras marcharse, me replanteé este tipo de ataques centrándome en los de señoras que se acercan a los cuarenta y poseen evidentes desperfectos físicos. Aquellas que a las tres la madrugada salen del Pontoon tan desconsoladas como húmedas, deseando que alguien se les abalance, incluso a cambio de dinero.

 

–¿Y ya te vas?

 

–Sí.

 

–¿De dónde eres?

 

–De la República Checa.

 

–¿No te gustaría pasar un buen rato?

 

­–Eres un cerdo.

 

–Pero si tendrás que pagar. Así no habrá arrepentimientos más que monetarios, si acaso.

 

Casi me alcanza en la mejilla izquierda con el bolso, que sonó como un latigazo. Fuerza tenía la checa. Pero traumas, muchos más. Por eso se fue a casa sin catar y con cincuenta dólares de más, que al día siguiente debió gastar en algún depresivo banquete para tapar dramas que luego quieren arrojarse al limbo de la desmemoria sobre una bicicleta estática sudando a mares mientras el poder de absorción del chándal te dice basta. A mí siempre me han preocupado aquellas personas que arremeten contra su físico hasta el punto de doblarlo en kilos, y que luego se maltratan en un gimnasio generando una fase de altibajos físicos y psíquicos parecidos a los que ejercen sobre sí mismos los que se alteran con la cocaína y luego para detener la arritmia se pulen media piedra de costo en catorce minutos. Si sus corazones hablaran, rogarían clemencia.

 

La cosa se estaba poniendo fea, porque se acercaba el amanecer y mis contrincantes, entre señoritas y travestis, se ponían las botas sin necesidad de prepararse alguna charla previa. Las había que directamente agarraban de la mano al primer caucásico que salía del Pontoon y sin media palabra se marchaban a lomos de unos tuk-tuk convertidos en ambulancias sexuales. Pero aunque irme de vacío hubiera sido lo esperado conseguí armarme de valor para al undécimo intento, salirme con la mía, que en este caso era mejicana. Debió ser por la ventaja idiomática, me dije.

 

–¿Y cobras por sexo? Esto es increíble.

 

–¿Increíble por qué? Mira a nuestro alrededor: son, al menos cincuenta. Y antes éramos más de trescientas personas intentando vender nuestros cuerpos. ¿De qué te sorprendes?

 

–No, si no digo nada. Pero la crisis en España es más grande de lo que imaginaba.

 

–Muchacha: yo no vine a Camboya por la crisis. A mí país lo dejé hace casi una década. Que lo de cobrar por sexo no es mi trabajo, ya que una empresa austríaca me contrató para realizar un estudio de mercado. Yo no tengo nada que ver con esto. Lo que te planteo es lo más parecido a una encuesta telefónica que por obligaciones de contrato deberá realizarse sobre un camastro. Al menos ahorraremos en llamadas.

 

–¿Te estás quedando conmigo?

 

–Prueba a ver.

 

Dijo que aceptó por la curiosidad, pero a la media hora le estaba chupando los pies. Previa ducha, claro está. Porque mi querida Jessica, que así dijo llamarse la mejicana de Chihuahua, no quería más que ese tipo de excentricidades que me suelen dejar cariacontecido. De hacerse la ofendida por tener que pagar por sexo a humillarme de maneras tan insolentes. Y se lo dije bien claro: “Sal a la calle y muestra a todo el mundo que a ti la penetración ni fu ni fa; que lo que realmente te pone es que te chupen los pies”. Me guanteó la cara. Y tuve que poner la otra mejilla. Y todo por cincuenta dólares que luego me suelo gastar en la primera taberna sino con mis contrincantes de acera.

 

–La razón de que estés aquí es porque yo trabajo en una ONG que saca a las mujeres de la calle.

 

–¿Qué me quieres decir?

 

–Que buscamos en zonas calientes e intentamos que esas chicas, muchas veces obligadas por sus jefes, encuentren una vida mejor.

 

–Mira, hace años en Barcelona me hice amiga de una mujer a la que le gustaba la cocaína. De hecho le gustaba tanto que sólo la recuerdo esnifando y diciendo tonterías. Pero un día, en una extraño momento íntimo, seguramente sobre la tapa de un váter, me comentó que era la directora en no sé cuál pueblo del extrarradio del centro de tratamiento con metadona. Me reí, creo. Y me hice preguntas. Parecidas a las que ahora me hago contigo, que vas sacando a chicas de sus trabajos sexuales supuestamente forzados y luego vas y pagas para que te chupen los pies.

 

–Mira español, yo pago por lo que me da la gana. Y no me compares tu situación con la de ellas.

 

–Mira mejicana.

 

–Me llamo Jessica.

 

–Y yo Aspersor.

 

–¿Aspersor? Que nombre tan irrespetuoso.

 

–La vulgaridad es otra forma de irrespetuosidad. Y Jessica no es que tampoco sea un nombre a tener muy en cuenta.

 

–Oye, ni me penetres. Vete de aquí. Y te pago los cincuenta.

 

–Y deberías pagarme más.

 

–¿Por?

 

–Porque te deben abonar una millonada y porque chupar pies, cuando el poso de la maldad que proyectas cae por su propio peso hasta los mismos, es una aberración que no tiene precio.

 

–Eres un maleducado. Que te jodan, español.

 

–Aspersor, que me llamo Aspersor.

 

El portazo fue morrocotudo. Y la bajada por las escaleras de su edificio históricas, porque me detuve en cada escalón, cual adolescente ibérico tras cualquier feria veraniega del pueblo que ustedes prefieran, estampando las suelas de mis zapatos contra las paredes ya de por sí ennegrecidas. Luego oriné dentro de su buzón, en uno de esos ataques que no pasarán a la historia por indemostrables y escasamente creíbles, pero que a mí me dejaron un sabor de boca mucho mejor que el haberle chupado unos pies que al menos no le olían a leche fermentada. Y una moraleja: si suelen generar enemigos no anuncien su nombre y apellidos en los buzones. Jessica Corchado sí lo hizo.

 

 

Joaquín Campos, 17/11/13, Phnom Penh

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