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Hacer visible lo invisible

 

La envergadura de un árbol nos hace sospechar de la hondura y amplitud de sus raíces. Cuando contemplaba los inmensos magnolios de la Quinta das Lágrimas, en Coimbra, pensé en que acaso sus raíces se extendieran bajo tierras de Portugal y España, salvaran el trazo a lápiz de la frontera, una frontera que en tiempos mucho más oscuros fue de hierro, óxido, alambre de concertina. Como ahora mismo en demasiados lugares.

El árbol sube al cielo, las raíces entierran sus pies en el subsuelo, rodean los cimientos de los edificios que constituyen el laberinto urbano, los cementos, hierros, hormigones de los lugares donde vivimos, nos encontramos y perdemos, son un espacio para la política y el esparcimiento, los cláxones y los paseos.

Conocí a Esther Casares y a Sylvie Puillet en Fuera de Campo, el estudio de fotografía de Corina Arranz que durante algunos años ocupó el sótano de nuestra casa en el número 15 de la madrileña calle de Antonio Arias. Allí empezaron, con el aliento de Corina y el magisterio de Juan Barte, a convertir dos sueños fotográficos en dos pesquisas: hacer visible lo invisible. En el caso de Esther, La ciudad que ves. En el caso de Sylvie, 19/12.

Escribe Esther Casares: “Madrid, 15 de marzo de 2020. La puerta se cierra. A partir de ese momento se inicia un periodo de confinamiento domiciliario marcado por la incertidumbre, el miedo y el sonido de las ambulancias. Estamos en estado de alarma, encerrados por el Covid-19.

Este proyecto surge como una necesidad vital de volver a recorrer mi ciudad, de volver a caminar y palpar la calle una vez que la pandemia, que cambió nuestras vidas en estos últimos años, nos dio una tregua.

Durante un año y medio he buscado lugares que fotografiar, algunos ya me eran conocidos. Otros fueron un descubrimiento. Han sido muchos los kilómetros recorridos, muchas las horas de atención, de espera, y mucha paciencia.

Paciencia para dar con el lugar y la persona. Sí, la persona en singular, porque en este viaje he buscado líneas, espacios limpios, sin ruido, sin bullicio, que me permitieran respirar y que me transmitieran tranquilidad. Pero sin olvidar que no existe la ciudad sin las personas que la habitan. Personas anónimas, desconocidas, en las que no solemos reparar. Ellas son esa ciudad que apenas vemos.

Desde aquí quiero dar las gracias a esas personas que no fueron conscientes, en ningún momento, de que estaban siendo fotografiadas, y que se convirtieron en las auténticas protagonistas de este proyecto”.

 

Escribe Sylvie Puillet:

19 de diciembre

el diagnóstico cae

como una guillotina.

todo vuelve a empezar.

dos años día tras día

Mimi dejó de luchar…

el proyecto relata el camino que recorrí con mi madre, hacia la aceptación de su ausencia y de nuestra fugacidad.

es un viaje intimo en el espacio interior y sensorial de revivir la enfermedad de mi madre a través de la mía propia.

las sombras y luces convergen en un frágil equilibrio entre asunción y conocimiento, en la búsqueda del sentido de la vida donde sólo somos efímeros invitados.

el fotolibro

fruto de tres años de investigación, la obra se divide en dos partes.

la primera discurre entre las emociones de revivir la enfermedad de mi madre a través de la mía propia; fractales.

la segunda parte transcurre a lo largo del viaje hacia la aceptación de nuestra impermanencia y el encuentro de un cierto conocimiento.

en el fotolibro, las imágenes se acompasan con poesías breves de estilo haikus como máxima”.

*    *    *

A mí me gusta asombrarme. He sido un compañero de viaje. Me han dejado asomarme a este largo proceso que es ver, fotografiar, pensar, editar, descartar, volver a ver. Mirar. Un aprendizaje. En mi caso más con palabras, pero también con silencio. Lecturas que hemos ido haciendo algunas tardes en ese sótano donde de tarde en tarde estallaban los fractales, que es como Corina nombra lo que Jung consideraba sincronismos.

Los trabajos sincronizados, pero disímiles; distintos, pero complementarios, de estas dos amigas, que son miradas que comparten desde una amistad estrecha entre ambas, que la intimidad del estudio vio asombrarse, dudar, compartir, se puede ver y casi palpar en dos libros que hablan de un sutil y denodado esfuerzo de permanencia. Porque los libros nos hablan de uno a uno, en un silencio poblado de recuerdos, reminiscencias, expectativas. Y en estas fotos que durante un día de febrero y dos de marzo estarán a disposición de la mirada junto a un parque como el de La Fuente del Berro, que también forma parte de mi experiencia de Madrid, con sus secuoyas y magnolios que tanto saben de lo invisible, por lo que dicen con su envergadura, por lo que callan con sus secretas raíces que les alimentan y nos sustentan.

Según Eduardo Momeñe el de la fotografía es un lenguaje muy elemental, que él, en un giro irónico y certero, equipara al de los sioux y los apaches: señales de humo, nubes expresivas. Un lenguaje que a su juicio no sirve tanto para contar historias como para hacer fotografías. Para constatar que estamos aquí, que nos hemos asomado al mundo, que hemos querido pronunciar una mirada y fijarla en el espacio y en el tiempo que ahora aquí se comparte: para que lo atesoremos sobre todo en la memoria, que es donde se deposita el lugar de la experiencia, y quien quiera en los fotolibros que dan cuenta de un viaje que es entrega y despojamiento, concreción de un tiempo fugaz para todos, pero que Sylvie Puillet y Esther Casares, con las que nos hemos ido amistando a fuerza de ver y de callar, a fuerza de hablar y de escucharnos, de atender la respiración de la ciudad actual y de las pérdidas, han puesto en nuestras manos (es decir, en nuestros ojos): donde trazamos nuestro dibujo para que algún ángel ocioso lea nuestra caligrafía desde un alféizar con vistas y sea una larga frase que tenga sentido (Esther); o las sombras adquieran contraste, el vuelo de un pájaro, la silueta que se pierde contra un mar cuyo sonido escuchamos alejándose como lo que creíamos que sabíamos de nuestros padres y también de nosotros mismos (Sylvie).

Escribe Antonio Escohotado en Confesiones de un opiófilo, su Diario póstumo (1992-2020): “Bendigo haber nacido donde nací, y el tiempo en el que nací. Si hubiese ocurido algunas décadas antes habría sido horrible, y algunas después no sé”. Podría decir lo mismo. Y creo que Sylvie y Esther podrían suscribir estas palabras. Somos afortunados.

No hemos agotado, ni mucho menos, la propuesta filosófica de Antoine de Saint-Exupéry en ese libro tan mal entendido por tantos, El Principito, de hacer visible lo invisible, o, en sus propias palabras: “lo esencial es invisible a los ojos”. Es lo que de alguna manera Esther Casares y Sylvie Puillet han intentado en estos dos caminos silenciosos que suponen escribir con luz sin estridencias, Sylvie quizás “hacia dentro”, Esther quizás “hacia fuera”. Pero pidiendo en voz baja, pero con firmeza: “párate y mira”. Si no tomas conciencia tu vida será apenas un trazo en el agua. Puede que al final en realidad nuestras vidas no sean más que eso. Trazos en el agua, o como mucho dibujos en una pizarra de arena que la marea borrará cuando suba y vuelva a bajar, la noria azul del tiempo que nos mira. Pero a pesar de todo hemos de hacer lo que es preciso para que nuestra vida tenga sentido. No hacer daño, escuchar, compartir nuestra mirada sobre lo visible y lo invisible, la copa y las raíces, nuestras manos y lo que sentimos al acariciar la superficie de las cosas, lo más profundo, la piel. Esta exposición conjunta en la que confluyen dos ríos en un mismo delta son dos formas de estar con uno mismo y dos formas de estar a solas en compañía, fotográficamente, que es una manera silenciosa y a veces muy elocuente (como ocurre aquí) de decir. Gracias.

 

fugacidad y La ciudad que ves estará visible tres días, entre el 29 y el 2 de marzo, en el número 9 de la calle Iturbe de Madrid.

 

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