Los viajes son una parte esencial de nuestra humanidad porque hemos recorrido la tierra desde los orígenes. Recordemos que, por ejemplo, «sal de tu tierra» fue el mandato divino a Abrahán o que las peregrinaciones son una enriquecedora clave de bóveda espiritual de numerosas religiones. Pero algo cambió con la irrupción de la modernidad, ya que desde entonces comenzamos a viajar por placer, buscando alternativas de ocio que rompieran con la cotidianidad. Somos turistas y, queramos o no, esto conforma un rasgo único de la condición contemporánea. Tanto es así, que algunos científicos sociales, entre la moda académica y la descarnada ironía, han intentado definir al homo turisticus.
En la actualidad compramos experiencias y las gastamos, aunque pocas veces las logremos vivir. Son los peligros de una industria de masas que muchos presentan como una oscura proveedora de trivialidad y falseamiento. No pienso ejemplificar en este caso la retórica apocalíptica, aunque la obvia realidad remita al pesimismo. Más cuando se descubre a cada paso que los souvenirs, calcados en la gran mayoría de las zonas del mundo, se han convertido en el particular sacramento del homo turisticus junto a las fotografías, convertidas en un fidedigno trofeo de caza vacacional. Ambos elementos en demasiadas ocasiones no son más que el escaparate banal e inútil del viaje. Y esto sucede más allá del turismo de sol y playa o de los complejos hoteleros del todo incluido.
Nadie se quiere reconocer en esta descripción, pero la mayoría hemos caído seguramente en la trampa. Habitualmente hacemos una distinción entre el viajero, que disfruta de lo auténtico, y el turista, que se sumerge en lo más falsario del negocio. Es una diferenciación irreal que los aristócratas británicos construyeron en el pasado para diferenciar a los travellers genuinos de los simples turistas. Y no camina por las ciudades con importantes reclamos histórico-culturales o por los lugares vírgenes del mundo, que aún son respetados como resguardo de lo genuino, y siente que se encamina inexplicablemente hacia el anodino territorio del vacío. Y es que estos rincones también se han convertido en masificados parques temáticos fríos y desdibujados. El mejor ejemplo, y para mí el más hiriente, lo ofrecen las calles de Santiago de Compostela en el entorno de la catedral. Tras un largo peregrinar de días al caminante se le ofrece un paisaje penoso que arruina el tradicional carácter de las rúas compostelanas, donde las tiendas de souvernirs, ofreciendo sin cesar los mismos productos, opacan sin gusto la belleza del tradicional ambiente creado por las campanas. Por desgracia, resulta difícil sustraerse a este ambiente.
Somos turistas, no es un pecado y tampoco debemos renunciar a ello. Por esa misma razón, la industria del turismo, atenta al reclamo de sus clientes, aspira a ofrecer cada temporada un amplio catálogo de vivencias radicales. No lo olvidemos. Nuestra forma de viajar, en definitiva de ser turistas, es expresión y representación de nuestra manera de estar en el mundo. Por tanto, debemos hacernos más conscientes de que viajamos para conocer y reconocernos en el otro. El viaje siempre debería convertirse en un encuentro con lo que no comprendemos y no una devastadora reproducción de lo mismo: es una cuestión vital y ética. Así que dejemos de señalar a los dispositivos turísticos y reflexionemos sobre nuestra propia experiencia personal. En el fondo, quizá el problema primordial sea interior.
(Este artículo fue publicado en la desaparecida Ambos Mundos en enero de 2012).