1.
“La memoria es el funeral del deseo” escribe Francisco Solano en la pág 114 de Jugaban con serpientes (Minúscula, 2016). Un libro que, más que sobre la infidelidad, va sobre los precedentes y las figuraciones. O lo que es lo mismo: a) sobre cómo la infidelidad sucede porque hubo un necesario facilitador previo y b) sobre por qué una relación adúltera no es más que una fascinación y, en último término, un anacronismo.
El acierto de Jugaban con serpientes es el (falso) narrador testigo, cronista de una realidad que aun siéndole personal, se nos presenta de alguna forma como ajena. Y, de ahí, el pertinaz efecto de extrañamiento frente a los hechos y el tono de crónica del relato.
Claro que todo ello está punteado por los jugosos y sabios subrayados, presunciones, sospechas y suposiciones del narrador (que es, como pudiera esperarse, un escritor).
El motto de esta novela breve: tratar de discernir qué hay de verdad en la -supuesta- humillación aceptada del matrimonio que es la que -hipotéticamente- conduce a la deslealtad que aquí se narra, si pura animadversión a una vida borrosa o acaso nada más que una trivial justificación.
En bruto: ¿es la infidelidad fruto del capricho, la voluntad, la necesidad o la indolencia?
2.
En el fondo, Jugaban con serpientes es una tachadura. La del amante (el narrador) que al crear destruye. Y esto en dos sentidos: en el de tratar de difuminar la consistencia de un pacto –el matrimonio- y, por lo tanto, faltándole al respeto a un acuerdo de honor, pero también en el sentido de que la propia escritura de la historia sirve como “necrólogica del relator”.
Así, no es extraño que hacia el final de Jugaban con serpientes el narrador sienta que mantiene una deuda con el marido burlado (¿o liberado?); una deuda que, empero, no puede ser saldada.
Decía antes que se trata de una obra anacrónica, y no se vea esto como un demérito. Lo digo en el mismo sentido que le da Carlos Pardo, en el de “escapar a la condena de la actualidad”, de subvertir la linealidad. Pero también en un sentido moral. Poner en palabras un hecho vivido que se considera indecoroso provoca que se abran “pozos de luz a la vez que se ciegan sus accesos”. Así, no importa tanto la experiencia como la exhibición de la experiencia. O mejor dicho: ese tránsito de la clandestinidad a la presencia. De la reclusión a la intemperie.
Jugaban con serpientes es, para el narrador, una manera higiénica de aceptar su inoperancia, su incompatibilidad, su trastornada soledad: de tratar de liberar al espíritu de su infortunio.
Porque “olvidar es ceder a la disolución de las emociones”. Y la escritura, el lenguaje, crea realidad, pero también sirve para desestabilizarla y romperla y evitar su desgate. No para negarla, sino para convertirla en espectro. Para hacer de ella una marioneta graciosa. Y útil. Un recuerdo que ya solo pueda nutrirse de ficción.
3.
El detonante de Jugaban con serpientes es la casualidad. Un encuentro fortuito de dos seres en la presentación de un libro. Y ello deviene en un juego aparentemente trivial –y con un algo de abatida tristeza, – que se acaba prolongando en el tiempo. Hay menos de pasión o de fingida curiosidad (en esta relación adúltera que se nos narra en el libro de Solano) que de compensación –por los (sentidos o reales, tanto da) agravios de la realidad-.
Ella es una mujer “de belleza desconfiada a la que había que saber mirar”. El marido es “un fantasma” que busca acostumbrarla a su ausencia. Y el amante alguien que sufre una íntima desdicha, un hombre que se ha insertado “en la tradición del fracaso”.
La consecuente relación adúltera es real en el roce de los cuerpos, pero imaginaria en todo lo demás. Una relación no basada en la sinceridad, “sino en la turbulencia de la ignorancia”. Una relación “discontinua y dócilmente morbosa”. Y hay en ella más de acatamiento a la obediencia de la voluntad que de una insensatez derivada del enamoramiento, la lujuria o el placer. El narrador lo describe así: “más cerca de la negligencia que del arrebato”.
En resumen, un vínculo apenas nítido sobre el que la novela se ocupa de arrojar luz al tiempo que clausura su vulgaridad y abre para el narrador la hipotética posibilidad de que (ahora sí) se produzca la ansiada aparición de una mujer generosa que, de una vez por todas, le cierre los ojos y le sustraiga de su infausta soledad. Así, la propia novela se convierte a un mismo tiempo en un precedente (una experiencia a olvidar) y en una figuración (una llamada a un futuro mejor).