La mortecina luz de la bombilla de 40 vatios de la posguerra dejó paso a focos más potentes y, con la riqueza, llegó al derroche de iluminar la noche de Madrid como Las Vegas.
El cambio climático obliga a contener el despilfarro energético y pronto aparecieron las bombillas de bajo consumo, junto con la próxima eliminación por ley de las viejas bombillas de Edison, de filamento de tungsteno incandescente.
Pero hay que decir cosas pertinentes que, en general, no se saben. A pesar de su ineficiencia energética (dispersan más calor que luz), las bombillas convencionales son inofensivas per se: lo importante es el uso que les demos.
Horas de iluminación innecesaria generan costes y emisiones proporcionales al tiempo de mal uso. Usar bien los puntos de luz es algo que se puede educar. Hágase la luz…de la educación.
La luz que emite una bombilla convencional es mucho más natural que la de sus jóvenes hermanas de bajo consumo. Una bombilla convencional emite en todo la región visible del espectro electromagnético, como el sol, y por eso los colores son naturales bajo esa luz.
Por el contrario, la luz de una bombilla de bajo consumo, en realidad un pequeño fluorescente, es casi monocromática, por lo tanto falsea los colores. Otro tanto le sucede a las luces de vapor de sodio de las autopistas o a los modernos LED, revolucionarios por su bajo consumo, pero nefastos por su incapacidad de ofrecer colores naturales bajo su luz.
La mayor parte del tiempo, en hogares y oficinas, debemos pasarlo bajo iluminación que abarque todo el espectro, como la luz natural o la que proporcionan las bombillas y halógenos incandescentes, especialmente los niños, que deben educar su sentido de la vista en los colores naturales.
Las bombillas de bajo consumo cuando se eliminan generan, además, un residuo tóxico, por lo que hay que depositarlas en los llamados Puntos Limpios de nuestros municipios.