Ha muerto Alexander Haig, un importante político-militar estadounidense que jugó un destacado papel en la vida de Estados Unidos hace más de dos décadas, pero que entre nosotros ha pasado a la historia por haber proferido una frase considerada ignominiosa en un momento clave de nuestra transición.
Haig luchó como teniente en la guerra de Corea, donde participó con valentía en una par de operaciones por las que se hizo notar. Ascendido, formaría parte más tarde, como asesor, del equipo de Henry Kissinger, que lo apreciaba por su capacidad de trabajo, lealtad y determinación. En la Casa Blanca de la última época del presidente Nixon desempeñó un papel trascendental. La Administración se tambaleaba con el presidente de la Cámara de Representantes acusado de ser un alcohólico y, sobre todo, con la amenaza creciente de que el presidente Nixon fuera destituido por el escándalo Watergate. Las crecientes revelaciones de que el presidente había ordenado el espionaje en la sede del partido demócrata, las filtraciones en aumento de que Nixon había ordenado borrar diversas trascripciones en las que daba ordenes sobre el espionaje y otras chapucerías claramente anticonstitucionales no permitían al presidente, distraído, ejercer verdaderamente sus funciones. Haig fue, según Kissinger, un eficaz presidente en la sombra para que la nave del Estado no se resquebrajara.
Fuertemente recomendado por su mentor y por otros miembros del partido republicano, Reagan lo haría secretario de Estado al acceder a la presidencia. Cuando el presidente fue objeto de un grave atentado por un loco que quería llamar la atención de la actriz Jodie Foster, Haig cometió su primer desliz verbal: Corrió a la sala de prensa de la Casa Blanca y para tranquilizar a la opinión pública dijo que las cosas estaban bajo control porque él había tomado momentáneamente el mando. La Constitución de EE UU no concede al secretario de Estado la facultad de sustituir al presidente en caso de emergencia, hay otros cargos que ocuparían el cargo antes, y más de un miembro del equipo de Reagan empezó a ver en Haig un personaje honesto pero atolondrado y metepatas. La lucha soterrada entre él y los fontaneros de la Casa Blanca acabaría pasándole factura. Reagan lo destituía tras 17 meses en el cargo.
Haig pronunciaría otra frase el día del golpe de estado de Tejero por la que sería literalmente crucificado en nuestro país. Dio a entender que no podía por el momento comentar asuntos internos de España, y no condenó la algarada golpista. Haig explicaría más tarde que fue cogido por sorpresa por un periodista cuando se trasladaba de un despacho a otro del Departamento de Estado y sin tener el menor conocimiento de lo que acababa de ocurrir en España. En nuestro país no hubo atenuantes. Con el antiamericanismo que nos caracteriza no sólo se criticó la falta de reflejos y de sensibilidad del americano, algo que era patente, sino que bastantes dieron un paso más: Estados Unidos estaba detrás o al menos veía con simpatía el golpe. Conclusión, esta última bastante descabellada: Estados Unidos en esos momentos quería una España democrática y moderada, justamente lo que teníamos.
Caído, el americano no se mordió la lengua. Manifestó años más tarde que le sorprendió la ambición y la codicia de los políticos, y reveló algo que Nixon le había dicho: «Yo no me he llevado un dólar en todos estos años. He dejado que otros lo hagan por mí».