Tres años después del catastrófico terremoto que azotara a un país que ya se encontraba de rodillas, la atención de los medios de comunicación se ha desviado a nuevos escándalos, a otras miserias, a inconclusas revoluciones o dimisiones celestiales que han vuelto a poner a Haití en el lugar que ha ocupado por ya más que un siglo: a la cabeza del olvido, o al menos del desinterés, como la más ilustre de las causas perdidas.
El caos que en la actualidad condiciona la vida de una inmensa proporción de la población haitiana tiene su origen directo en el sismo de enero de 2010 y en la ineficaz administración de los considerables recursos —alrededor de 3 billones de dólares— que se han puesto a disposición de docenas de organizaciones no gubernamentales con el propósito de llevar a cabo unas obras que más que de reconstrucción iban a ser de construcción de una infraestructura de antemano colapsada y que, tres años más tarde, sigue sin llegar a cumplir la más mínima de las expectativas.
El breve asomo de protagonismo que la tragedia de 2010 otorgara a Haití hizo que una serie de prejuicios y estereotipos reverdecieran en la conciencia colectiva, apuntando a todo tipo de quimeras y motivos fundamentales por los que al parecer la nación caribeña había estado destinada a la miseria y el fracaso desde su invención como país. De lado a lado surgieron voces recriminadoras, trasladando la culpa de un sufrimiento que ha sido tan sostenido como ignorado a factores lo suficientemente vagos, lejanos y esotéricos como para que pudiera ser expiado por casi todo el mundo: el vudú, una maldición divina (posiblemente producto del vudú), la lascivia de los haitianos, la codicia de Occidente, el neocapitalismo liberal, el imperialismo francés, los 150 millones de indemnización que la nueva república se vio obligada a pagar a su antiguo soberano a partir de 1825 (21 después de su independencia), Papa Doc (y su vudú), Baby Doc (y su codicia). En fin, cualquier cosa.
A partir de enero de 2010 hizo su aparición una caterva de eruditos, defensores de la causa haitiana, que buscaban convencer al mundo de la gravedad del asunto y de la virtud de su inclinación. El problema con muchas de estas iniciativas es que, sin importar cuántos sacos de piedras, tierra o cemento veamos cargar a Sean Penn, su imagen de la situación no deja de ser una formada reciente y teñida, necesariamente, por la mirada de un extraño. Afortunadamente, junto a los datos, cifras y estadísticas a nuestra disposición para hacernos una idea de lo ha sucedido en Haití, contamos también con relatos —unos recientes, otros menos— que nos ofrecen una perspectiva directa de lo que estas cifras han representado en el día a día de la población local.
Dos de estos trabajos han sido traducidos recientemente al castellano, sumándose al escueto canon de literatura haitiana disponible en español, en el que resalta la labor de traducción de la editorial Norma (Colombia) con la obra completa de Edwidge Danticat. En España, de Danticat se consigue solo su primera novela, Palabras, ojos, memoria (1996), publicada por Ediciones del Bronce (Planeta). Ahora, la encomiable Casa de las Américas (Cuba) ha optado por traducir el mas reciente trabajo, La memoria acorralada (2010), obra de una de las autoras más intrigantes de la actualidad, contemporánea de Danticat pero prácticamente desconocida fuera del círculo literario francófono (y caribeño): Evelyne Trouillot.
Al mismo tiempo, la editorial Acantilado ha tomado la iniciativa de presentar al público lector español el trabajo de otra figura fundamental en la historia moderna de Haití, Marie Vieux-Chauvet, cuyo tríptico Amor, ira y locura ha conseguido notoriedad desde los años sesenta del siglo pasado por una serie de motivos extra-literarios que acaso velan los méritos artísticos de la obra. Publicada por Gallimard en 1968, en plena dictadura duvalierista, el revuelo causado por su libro forzó a Vieux-Chauvet a permanecer en el exilio por el resto de su vida, mientras su familia trataba de adquirir y destruir todas las copias de la obra disponibles en Haití, en un principio, y hasta en París. De hecho, tan eficaces fueron en su labor de exterminio que el texto original de Amor, ira y locura se creyó extraviado hasta comienzos del siglo XXI, cuando una nueva edición de 2005 lo hizo resucitar de entre los muertos.
Aunque separados por más de cuatro décadas, estos dos trabajos comparten una serie de características que los vinculan intrínsecamente a la tradición caribeña y que, además, los identifican como ejemplares típicos de la cultura haitiana. Uno de los factores que consigue situarlos plenamente dentro de la narrativa caribeña es el papel trascendental que juega la familia dentro de la formulación del argumento novelístico. Presente en La memoria acorralada desde las primeras páginas, la interacción, muda e interiorizada, que una de las dos protagonistas mantiene con su madre —muerta recientemente, y sin embargo plenamente “viva” en la conciencia de su hija— constituye una de las múltiples líneas tangenciales que atraviesan el relato y condicionan su relación con el lector.
Situada en el París de finales del viejo milenio, La memoria acorralada narra a dos voces la tensión que surge en un geriátrico cuando María de los Ángeles, una enfermera de origen haitiano cuya vida ha transcurrido en el exilio entre Martinica y Francia, es designada como cuidadora de una paciente anónima, vegetativa pero influyente, quien pronto es dada a conocer como Simone Duvalier, la fiel esposa del dictador haitiano François Papa Doc Duvalier, artífice directo del exilio de la primera. Ambos personajes cuentan con una voz independiente que pone al lector en contacto con el mundo interior de cada una de ellas, transportándonos a un pasado que se vislumbra cada vez más complejo, pues las intimidades de quienes nos lo presentan son diametralmente opuestas, ofreciendo no tanto dos puntos de vista diferentes acerca de una realidad compartida, sino dos realidades incompatibles y paralelas que apenas comparten un mismo espacio físico (Haití, por lo tanto dividido) y unas causas comunes (las decisiones de Papa Doc).
La ambigüedad envuelve a la figura materna en La memoria acorralada, a medida que la enfermera doliente expresa los sentimientos encontrados que dan forma a sus recuerdos —recuerdos en los que la buena voluntad de sus padres y la inocencia de su infancia constituyen focos de candor en medio de un vendaval de melancolía orquestado por la pérdida de su hermano, la muerte de su padre, el exilio inicial y, finalmente, la ruptura con su madre, quien la enviara, por su bien, lo sabe, pero no por ello menos penosamente, a vivir con sus parientes en París—.
Esta ambigüedad, además, se ve proyectada en la figura de Simone Duvalier, primera dama de Haití, esposa del padre de la patria, Papa Doc, y por lo tanto ente matriarcal por antonomasia de la gran familia haitiana. El monólogo interno de la paciente oscila entre la fidelidad extrema (prácticamente ciega) hacia su esposo, y la actitud severa, disciplinaria, de quien genuinamente considera a la población en general una manada de infantes irresponsables, ignorantes, faltos de orientación.
El peso de la familia dentro de la identidad social haitiana constituye gran parte del argumento del primero de los relatos del tríptico de Marie Vieux-Chauvet Amor, ira y locura. La narradora y protagonista de Amor…, Claire, es una solterona de casi cuarenta años de edad, nacida con el cambio de siglo y administradora de facto de los escasos bienes restantes de los Clamont, una familia adinerada y de abolengo venida a menos tras la invasión estadounidense de Haití en 1915. Obnubilada por su frustración sexual, Claire vive en agonía la plenitud familiar de la mayor de sus dos hermanas menores —quien habita la misma casa con su esposo francés y su hijo recién nacido— y el insaciable despertar erótico de la menor de la familia, quien exhibe su afloramiento con una libertad que escandaliza (y también suscita intensa envidia) a Claire.
Sin embargo, tal vez la circunstancia que más marca y por ende define a la protagonista de Amor, ira y locura sea precisamente el rol que su padre ha atribuido a su primogénita desde su más tierna infancia, cuando comenzara a prepararla para convertirse en capataz de una propiedad, una tierra, una fortuna que ha debido quedar en manos de un hijo que nunca llegó. Claire, por lo tanto, recibe instrucción (severa, tanto física como psicológicamente) desde temprana edad para convertirse en lo que nunca podrá ser (un hombre poderoso), tanto por su condición física de mujer como porque el padre habría de perderlo (casi) todo antes de poder heredarlo a su hija.
La búsqueda de la propia identidad es un hilo conductor común y reiterado dentro de la literatura que brota de la cuenca del Caribe en cualquiera de sus idiomas: castellano, inglés, francés, holandés y los creoles respectivos. Fiel a esta tradición, Claire se ve restringida por su estatus social, por el color de piel (más oscuro que el del resto de su familia), por su propia actitud desde tiempos remotos, y por lo tanto proyecta sus ambiciones más carnales en la figura de su hermana menor, Annette, promiscua y despreocupada, a quien intenta involucrar en una relación adúltera con Jean Luze, el esposo francés de su otra hermana, con el que sueña cada noche, tanto dormida como despierta.
Pero el ámbito personal es solo uno de los tantos aspectos temáticos de Amor, ira y locura. En gran medida, Amor es también un retrato de la situación política vigente en Haití en 1939, un tratado histórico que examina las causas directas de la represión que asfixiaban a una parte significativa de la población haitiana en aquel momento, una metáfora más explícita que sutil de los abusos y de la opresión que reinaban en Haití en la época en que la obra fue escrita, y además, junto con Ira y Locura, una cala psicológica en los efectos traumáticos que este tipo de gobierno puede causar en la identidad de sus súbditos.
La historia política de Haití en el siglo XX es una secuencia de horrores y desengaños que poco a poco conducen al desenlace inexorable de una represión generalizada. Vieux-Chauvet ofrece en su libro un franco análisis de las causas, más sociales que históricas, que llevaron a la pesadilla del ’39 (reflejada en la del ’68 y aún plenamente vigente en la realidad haitiana). Sin embargo, la mirada descarnada de la autora apunta deliberadamente en dirección propia —no solamente hacia de la clase dominante, sino de la sociedad haitiana en general— a la hora de asignar responsabilidad por las atrocidades cometidas (y por cometer).
Por ejemplo, el ejercicio histórico que Vieux-Chauvet lleva a cabo a través de su protagonista en Amor, quien busca en sus recuerdos familiares la explicación de sus actos y actitud, nos remite al caos de la década de 1910 en Haití, que en última instancia llevaría al control estadounidense de prácticamente todas las potestades del Estado. Según Claire, su padre, un xenófobo vociferante que temía que la llegada de los comerciantes sirios a Haití acabara con su prosperidad, se vio en la ruina debido “más bien a la idea fija que tenía de llegar a ser un día jefe de Estado”.
Comprometido con la causa golpista que en 1911 habría de colocar a Cincinnatus Leconte en la silla presidencial haitiana, el padre Clamont entró de lleno en la turbia política del país un año más tarde, después de que el Palacio Nacional volara por los aires en el atentado que le costó la vida a Leconte. Las elecciones subsiguientes decretaron como presidente no a Clamont, sino a Tancrede Auguste, pero su período al mando de la nación no llegaría a cumplir los 12 meses, pues en mayo de 1913 moriría en circunstancias sospechosas. “En menos de dos años, el país vio desfilar a otros cuatro jefes de Estado”, relata Claire, antes de que la fuerte crisis económica obligara al último de ellos, Vilburd Guillaume Sam, a pactar una serie de acuerdos poco beneficiosos con los Estados Unidos. “La anarquía, la miseria, la muerte, y las revoluciones incesantes […] agotaron los fondos nacionales”, se lee en el libro, a medida que las aspiraciones de Henri Clamont a la presidencia se hacían más palpables. Pero se le adelantó una nueva insurrección en contra de Sam, y la voluntad resoluta de los Estados Unidos de proteger sus intereses, inclusive a través de una invasión militar. La noticia del desembarco americano mató al viejo Clamont de un infarto y dejó a su familia prácticamente en la ruina.
La relativa estabilidad política propiciada por la ocupación militar daría pie a un período de progreso mesurado durante los años ’20 en Haití. Sin embargo, la caída del precio del café, el descontento popular ante la presencia del enemigo en tierra propia, el paso de un huracán devastador, la matanza de una veintena de protestantes en 1929, y la crisis económica mundial de ese mismo año hicieron que la estadía norteamericana se hiciera cada vez menos viable. En 1934 el ejército estadounidense abandonó las costas de Haití, un país que, tras casi 20 años de progreso, seguía sumido en la pobreza, con una deuda externa exorbitante, y una perspectivas de futuro francamente desoladoras.
Además, la presencia estadounidense en el país había buscado reemplazar el bagaje, ya no necesariamente cultural pero sí económico, que aún ligaba a la antigua colonia con Francia para reemplazarlo con ataduras e intereses mercantiles con la potencia internacional por excelencia en el hemisferio occidental: Estados Unidos. Este tránsito pasaba por la instauración de un sistema democrático, la reivindicación de las clases previamente oprimidas por la oligarquía francófila, la creación de un ejército nacional, la Garde, que salvaguardara la estabilidad de las instituciones públicas, y la administración del tesoro nacional por entes americanos.
Este es el contexto en el que se desenvuelve la acción de Amor, estas las circunstancias que conducen al enfrentamiento descarnado entre la población oprimida, los mulatos destituidos del poder, y las autoridades tiránicas amparadas por la impunidad que les brindaba el apoyo institucional estadounidense. La consecuencia de este cóctel de antagonismos es un ambiente de intimidación, violencia y represión que le sirve a Vieux-Chauvet como pivote perfecto para atisbar conclusiones evidentes y a la vez revolucionarias acerca de la realidad que afectaba a Haití 30 años más tarde, cuando ella escribía la obra.
En Amor, ira y locura, Vieux-Chauvet describe vívidamente episodios de abducciones, desapariciones, asesinatos, violaciones, sobornos, abusos de poder, imposiciones, amenazas, expropiaciones y hasta linchamientos que el lector vincula fácilmente con la dictadura de François Duvalier. Además, la autora explora las consecuencias psicológicas y fácticas de estas condiciones de vida en los hechos que sus protagonistas se ven obligados a llevar a cabo como respuesta a estímulos a la vez agobiantes y urgentes. De hecho, en Ira, la escritora ofrece toda una gama de reacciones intrínsecamente ligadas a los diferentes temperamentos de los miembros de la familia Normil, la cual ha sido desposeía de sus tierras por el gobierno municipal.
Vieux-Chauvet aprovecha su relato para profundizar no solamente en la historia sino de hecho en la complejidad de la sociedad haitiana: la familia asediada data el origen de su fortuna a los tiempos del presidente Salomon, cuyos nueve años al frente de la nación caribeña, entre 1879 y 1888, constituyeron un inusual período de continuidad —que no estabilidad— en la silla presidencial. El patriarca de la familia, “un campesino que había sabido imponerse en el mundo sectario de los burgueses negros y mulatos por su honestidad y tenacidad […] había ganado su posición con el sudor de su frente […] cuando todos se abrían un camino en el río revuelto de la política, […] fielmente apegado a su comercio. Durante la revalorización que, en 1887, había equiparado el gourde haitiano y el dólar americano, había podido amasar una pequeña fortuna”.
Pero como es de esperar, esta historia de ascenso social no viene exenta de controversia: un turbio episodio ancestral de disputa de la propiedad resuelto de la única manera posible, con una puñalada, ofrece la excusa perfecta a las autoridades para ejecutar una expropiación forzosa que no requiere siquiera un juicio. Estas son las circunstancias —extremas— que conducen al enfrentamiento entre segmentos de una misma sociedad que se encuentran, tal vez, en diferentes estados de evolución. Pues como el viejo Normil, el primero, había conseguido su prosperidad sobre la base base del trabajo y la dedicación, también el estrato social que en Ira se encuentra en una posición dominante debía su éxito a su afán de mejora. Así se lo hace entender el abogado intercesor a Louis Normil, jefe de la familia y segunda generación posterior al campesino originario, tras exponerle el caso a su cliente: “Yo le envidiaba y usted lo ignoraba”, dice el abogado, “he aquí quizá la razón secreta de mi éxito. También ustedes habrían hecho grandes esfuerzos si hubieran tenido a alguien a quien envidiar”.
El trágico desenlace de Ira se va vislumbrando claramente desde sus inicios, pero no es tanto la inexorabilidad de esta tragedia sino los diversos caminos que llevan a ella —desde la estricta moralidad del abuelo, pasando por la sumisión del padre (y su hija), hasta llegar a la iracunda ceguera del hijo y la impavidez de la madre— lo que interesa a Vieux-Chauvet. Porque el reflejo de las víctimas en sus verdugos y viceversa es reiterado y deliberadamente problemático, no tan solo en Ira, sino en todo el tríptico.
Así pues, cuestionamientos morales que agobian a Rose, la hija de Louis Normil, y que son plenamente relevantes en la sociedad actual —no solamente en Haití— como “¿Con qué derecho poseemos bienes? ¿Con qué derecho somos unos privilegiados, mientras otros chapotean en la miseria?”, chocan con momentos de conciencia colectiva como el que golpea a Paul, hermano de Rose, al notar: “Incubamos en nuestro interior la cólera sagrada de Dios […] Nos parecemos todos. Fabricados con el mismo molde”, o de hecho, el comentario que el señor Trudor hace en Amor: “Sólo algunos de ustedes vivían en la opulencia […] Me responderá que nada ha cambiado o que la situación no ha hecho sino empeorar; pero solamente se han invertido los papeles”.
Pareciera entonces que para la autora la sociedad haitiana estuviera condenada sin importar lo que hiciera: condenada porque durante demasiado tiempo había permanecido impávida ante la opresión de otros; condenada porque “Aceptar el crimen, incluso sin participar en él es en sí mismo algo delictivo”; condenada porque de cualquier manera ya era demasiado tarde para detener la ola de animosidad y resquemor, la ira y la sed de venganza que por años se había gestado en el seno de gran parte de la población haitiana; pero sobre todo condenada porque “la única respuesta posible al odio es el odio”, y odio había sido precisamente lo que Vieux-Chauvet había presenciado en sus últimos años en la isla.
Pero si Amor, ira y locura ofrece una perspectiva un tanto pesimista y un análisis de las causas que llevaron al desarrollo de un sistema opresivo, autoritario y perverso, La memoria acorralada nos ofrece una mirada hacia el futuro, 30 años después del momento en el que Vieux-Chauvet escribe y distanciado además de la realidad haitiana por el exilio. El trabajo de Trouillot es por lo tanto el retrato de un país, no como espacio físico sino como un estado mental. En La memoria acorralada, Haití se construye alrededor de los eventos que han dado forma a la conciencia de las dos protagonistas. En este sentido, el mismo odio que domina la obra de Vieux-Chauvet se ve reflejado en el “tono a la vez beligerante, triste y digno” con el que la enfermera recuerda el terror al que se vio sometida, no ella, sino su madre.
Sin embargo, a medida que la narradora va enumerando las calamidades que durante la dictadura de Duvalier fueron acentuando el sufrimiento de los ciudadanos —el intento fallido de golpe de estado de 1958, la huelga de estudiantes del ’60, el intento de secuestro de los hijos de Duvalier en el ’63, su perpetuación en el poder con el decreto de presidencia vitalicia en el ’64, la rebelión de campesinos del ’69—, Trouillot también ofrece la perspectiva del tirano a través de los recuerdos de su esposa, para quien las acciones de Papa Doc siempre fueron justificables.
Simone relata cómo “en un año, el Difunto contó seis intentos de golpe de Estado y asesinato”. Al contrario que Henri Clamont, la ambición de Duvalier no consistía simplemente en instalase en “la silla presidencial, aunque fuera por pocos días”, sino más bien en permanecer en el poder para siempre. A tal fin, él comprendió que “tenía que apoyarse en la gente de la masa, devolverles la confianza con la forma de un fusil, de una pistola o de algunos fajos de dólares, y garantizar así su lealtad”. Visto desde el punto de vista —idealizador, sin duda— de su esposa, las estrategias empleadas por Duvalier para garantizar el apoyo de las masas, la clase media y el ejército en diferentes momentos adquieren un tinte de genialidad, amparando todo tipo de crueldad, traición, demagogia y autoritarismo bajo el lema El fin justifica los medios”.
Y es que, en la conciencia de Simone Duvalier, Papa Doc se perfila como un ser pragmático, iluminado y generoso cuya ambición era, no embriagarse con el poder que ella misma reconoce como adictivo, sino construir piedra a piedra y paso a paso un futuro más digno para la nación y “evitarle al pueblo el dolor y la humillación de ver a sus dirigentes convertirse en pasto de la prensa internacional, siempre presta a enlodar al país”. En el proceso, Duvalier reconoció la necesidad de “luchar para arrancar y salvaguardar los derechos de la clase media: derecho a la educación; derecho a hacer valer su inteligencia; derecho de plantar con orgullo los pies en un país donde por demasiado tiempo el color de la piel de un individuo era lo único que determinaba su futuro”. Aprovechándose de que “muchos hombres y mujeres creían en las propuestas del Difunto: para una sociedad más justa; tantos individuos capaces y disponibles rechazados por las administraciones precedentes; enfermeras, contadores, diplomáticos, médicos, abogados, también militares, desperdiciados porque no respondían al principal criterio de selección de ciertas administraciones”, Duvalier forjó una amplia base de apoyo popular que más de una vez hubo de legitimar su condición de líder. Pero “Hay que hacer gala de poder y rigidez de cara a un pueblo ignorante, a rapaces que solo esperan una ocasión para tomar el mando, que no retroceden ante nada”, y ni siquiera “El agradecimiento […] puede servir de pretexto a la debilidad”, porque “Solo la severidad permite a la revolución permanecer tan largo tiempo en el poder”.
Y es que, en los ojos de Simone Duvalier, su marido había “ofrecido el sacrificio de su vida por su país. Había que comprender las causas profundas del estado de lamentable deterioro en el que había hallado el país, para poder apreciar cuántos esfuerzos había hecho para ponerle remedio, como cuando, agarrado e incitado por la muchedumbre, aceptó endosar la presidencia vitalicia. ¡Qué pesada carga! ¡Sobre todo, qué valentía”. Por supuesto que “Para salvaguardar los logros de la revolución, había que actuar de manera a veces brutal”, y precisamente esa mano dura había sido la que los detractores de la causa duvalierista habían explotado egoísta y desatinadamente para atacar al régimen. Pero, al fin y al cabo, ser revolucionario, como lo era por sobre todas las cosas François Duvalier, era “no vacilar ante los sacrificios; pagar el precio que haga falta. En realidad, ella se preguntaba si la revolución no exigía el mismo nivel de abnegación y de sacrificio que la maternidad”.
Es decir, que según el otro polo narrativo de La memoria acorralada, el oficialista, Papa Doc Duvalier, líder supremo y patriarca de la nación haitiana se desdobla también en su rol de pionero y adopta la figura maternal que juega un rol tan importante en el desarrollo de la identidad caribeña y, al mismo tiempo, en la temática de la literatura de la región. François Duvalier, doctor al servicio del pueblo en medio de la epidemia de cólera que lo había llevado a la fama, defensor de los derechos de los negros en un país intensamente dividido por las tonalidades del mestizaje, presidente de Haití, portador de un nuevo amanecer, patriarca de la nación, deidad en vida, loa vudú, jefe vitalicio, mano dura del poder, todopoderoso, se convierte también en la madre de la revolución y se incorpora a la ambigüedad que discutíamos anteriormente.
La enfermera del centro médico no puede evitar recordar a su madre al cuidar a Simone Duvalier, quien se ve a sí misma como Maman Simone, la madre —acaso algo austera pero madre al fin— de una revolución cuya verdadera madre, vemos finalmente, había sido su marido: Papa Doc y Maman Simone transfigurados en un ente único e indivisible, asexuado, transcendente, partícipe y responsable de las glorias de la patria así como también de la pena de la enfermera, y de tantos otros millones de haitianos. Maman y Papa Duvalier se convierten en la novela de Trouillot en la madre que toma decisiones difíciles por el bien de sus hijos a pesar de las penas que ellas puedan causarles a corto plazo; Maman y Papa Duvalier se convierten en la novela de Trouillot en un ente similar a Claire en Amor —soltera, estéril y sofisticada—, quien pretende vivir su vida a través de la de Annette, su hermana menor, deliciosamente promiscua, en quien busca realizar las fantasías que ella misma no se atrevió a soñar; Maman y Papa Duvalier en la novela de Trouillot se convierten en un seno familiar opresivo, manipulador y asfixiante que encuentra paralelos en figuras previas en la convulsa historia de Haití y que se proyecta hacia el futuro, no solamente en el germen de nuevos Mesías como Jean-Bertrand Aristide o inclusive René Preval, sino sobre todo en los efectos psicológicos que este afán de salvación ha provocado en la psique colectiva haitiana dentro y fuera de la isla.
Vieux-Chauvet, escribiendo en el ’68, ve en la “herencia colonial” del odio que ha llevado a los haitianos a cortarse el cuello “mutuamente desde la Independencia” y en la “estupidez de las clasificaciones sociales basadas en la riqueza y el color de piel” el destino fatídico de una sociedad condenada a la miseria. Pero Trouillot, 40 años más tarde, concibe una salida más alentadora: el sufrimiento y el dolor que su madre —literal y figurada— ha causado a María de los Ángeles la lleva a contemplar la violencia como recurso de redención. Este, por supuesto, ha sido el camino que durante 200 años ha llevado a la sociedad haitiana a la precaria situación en la que se encuentra en el siglo XXI. Pero aún sin contemplar todos las consecuencias de sus instintos matricidas, la enfermera consigue en lo más profundo de su conciencia un instinto redentor que la llena de fortaleza y le permite buscar la manera de encauzar nuevamente el naufragio de su vida.
Tal vez esa sea la esperanza de una escritora que ha permanecido la mayor parte de su vida en Haití, a pesar de las oportunidades que ha tenido de partir y la cruda realidad a la que se ha enfrentado en los casi 60 años de su vida; o tal vez ese sea el estado de conciencia que ha detectado recientemente en Puerto Príncipe, capital de lo que lamentablemente se ha convertido en el país de las organizaciones no gubernamentales. Haití, Estado prácticamente fallido, carente de infraestructura, con instituciones excesivamente frágiles y un ecosistema completamente trastocado por la voracidad humana se enfrenta a problemas fundamentales: enfermedades como el cólera, hambrunas infranqueables, escasez habitacional y por ende altos índices de indigencia… Al mismo tiempo, la sociedad haitiana tiene la responsabilidad de enfrentarse a su pasado con el juicio por abusos contra derechos humanos al que Jean-Claude Duvalier está siendo sometido. De cierta manera, estas dos circunstancias no están desligadas: quizás, en el fondo, esta sea la ocasión que Haití necesita para liberarse de sus propios demonios y así poder dar los primeros pasos hacia la creación de un Estado fiable y ecuánime que pueda salvaguardar los derechos de toda la población. De ser así, el terremoto de 2010, con sus cientos de miles de muertos y millones de víctimas, pasaría de ser la mayor tragedia en la historia del país a convertirse en el catalizador del cambio más importante en la sociedad haitiana desde la rebelión de 1791. Solo queda esperar.
Montague Kobbe es un mercenario de las letras. Nacido en Caracas, en un país que ya no existe, ha pasado una década trashumante durante la cual ha dejado su incipiente huella en Londres, Múnich y Anguilla. Mantiene una columna literaria en el diario Daily Herald de Sint Maarten y ha colaborado para numerosos medios escritos en el Caribe, América Latina, Reino Unido y España. En FronteraD ha publicado Jamaica, desarmando el mito y Apuntes de un desengañado del camino de Santiago. En FronteraD y junto a Adolfo Calero escribe el blog Cueros y tacos