La pobreza irrumpe en la vida del observador acomodado como los terremotos: un catálogo de brotes inesperados que hieren el planeta de forma fugaz y que tras los minutos de espanto van siendo alimento de la amnesia colectiva, excepto para las víctimas supervivientes. No suele tener memoria la pobreza. Mejor dicho: no se suele hacer memoria para explicar la pobreza.
Algunos países son como la pobreza: fogonazos efímeros que surgen en los informativos de la noche mientras la muerte y la violencia ilumina su territorio. Al pasar la desgracia, la guerra o la caricatura de la crueldad vuelven a quedar dormitando en la sombra del olvido mediático. Haití es uno de los mejores ejemplos de esta enfermedad del milenio. Aunque estos días se saturará el universo de imágenes y frases que incluirán Haití en su gramática, en otras tantas jornadas el pequeño país del Caribe volverá a dormitar en el olvido. Su historia es la de la desgracia. La genética de su desgracia está en la historia.
En 1790 la entonces Saint Domingue era el orgullo de las finanzas francesas. Buena parte de la riqueza de la élite de ese país llegaba desde esta colonia diminuta donde 12.000 personas libres –entre blancos y mulatos- gestionaban el trabajo de 500.000 esclavos. Ningún lugar tan rentable. Las 13 colonias que entonces tenía Inglaterra en lo que hoy conocemos como Estados Unidos no generaban tantos ingresos a Londres como esta diminuta media isla (la otra mitad era española) a París.
Tanta riqueza como odio se acumulaba en estos 27.000 kilómetros cuadrados. Tanto odio como para que a la Revolución Haitiana le costara 13 años y 60.000 vidas expulsar a los franceses y proclamar la independencia y el fin del esclavismo. El 1 de enero de 1804 Haití se convirtió así en el segundo país independiente de América (después de Estados Unidos) y en el primero en que los esclavos se liberaron y tomaron el poder.
El triunfo negro se cobró en las calles los siglos de esclavitud y las crónicas de la época hablan de una matanza sin piedad en las que las víctimas tenían acento galo. Las pocas infraestructuras hechas para la élite quedaron reducidas a una anécdota.
Nada volvió a ser igual, nada pudo recomponerse o encontrar un rumbo. Bueno, quizá sí, durante los años (1807-1818) en que gobernó Alejandro Petion, un estoico líder de la lucha armada contra el ejército napoleónico que inspiró a poetas y revolucionarios de la América continental. Un monarca negro que financió las dos primeras misiones del libertador Simón Bolívar cuando nadie creía en el venezolano. Petion le entregó miles de armas, municiones, víveres, goletas y dinero en efectivo a cambio solamente de una cosa: la abolición de la esclavitud en cada territorio del que expulsara a los colonizadores. Bolívar cumplió en el papel -aunque la élite criolla suramericana tardó en hacerlo efectivo- y agradeció hasta el día de su muerte a Petion y a los haitianos.
“La historia de Haití es, sin duda, de una grandeza impresionante: como que está hecha con la sangre de un pueblo acostumbrado desde su nacimiento a luchar y morir por sus derechos”, escribía el cubano Nicolás Guillén que encontró inspiración en estos cimarrones como buscó allá refugio y ayuda el independentista José Martí.
A Francia y a los europeos no les pareció tan poético y el drama haitiano, a partir de este punto, tiene menos de casualidad o de ira natural (o divina) que de venganza política de los soberbios conquistadores. Si el miércoles pasado las autoridades francesas rasparon unos euros de las arcas públicas para apoyar a las víctimas del terremoto que hizo añicos la ya fantasmagórica Puerto Príncipe, en el siglo XIX y hasta mediados del XX no hizo sino sangrar al “hijo rebelde”. Incluso en el XVIII, la Revolución Francesa sintió como una amenaza eso de que los esclavos se tomaran en serio lo de “libertad, igualdad y fraternidad”.
El ensayista británico Peter Hallward lo explica de este modo: “La monarquía restaurada en Francia no restableció el comercio y las relaciones diplomáticas esenciales para la supervivencia del nuevo país hasta que éste acordó en 1825, una ‘Compensación’ a sus antiguos amos coloniales de unos 150 millones de francos por la pérdida de sus esclavos (cantidad aproximadamente igual al presupuesto anual de Francia de la época o a unos diez años de los ingresos totales de Haití). Haití tuvo que pedir prestados a los bancos privados franceses 24 millones de francos, con desorbitados tipos de interés, para comenzar a pagar. Aunque la exigencia francesa se rebajó finalmente de 150 a 90 millones de francos, a finales del siglo XIX los pagos a Francia consumían alrededor del 80% del presupuesto nacional; el último plazo se pagó en 1947”.
¿Es entonces la ruina haitiana fruto del destino o de la negligencia local? ¿O será, como escribe el crítico dominicano Carlos Francisco Elías, “un perfume de la historia digno de olvidar” para Francia?
El fuego que ha convertido en cenizas mil veces a este país se prendió desde fuera (incluida la invasión y dominación de Estados Unidos de 1915 a 1934) y luego ha sido alimentado con creces desde dentro. Haití ha parido uno de los líderes más siniestros de la ya tenebrosa lista de caudillos caribeños. Si en la vecina República Dominicana Trujillo es el apellido de la bestia, en Haití su nombre completo es François Duvalier, más conocido como Papa Doc, un ser sacado de las peores novelas de terror, que basó su dictadura (1957-1971) en el vudú y en sus escuadrones de la muerte (los tontons macoutes) y que heredó su poder a su hijo Jean-Claude (Nené Doc) hasta que una insurrección en 1986 puso fin a la dinastía.
Desde ese momento, nada bueno en esta república que solo fue buena cuando su principal producto de exportación era la carne humana de los esclavos. Una nación que desde su independencia y el fin de los latifundios esclavistas no produce nada y que ya nada puede producir en su tierra estéril y deforestada (solo un 3% de cobertura boscosa, según la FAO); cuyos rebeldes no dejaron que se convirtiera en un prostíbulo andante como la Cuba de Batista, y a la que la pobreza y los conflictos políticos no le dejaron transformarse en un hotel todo incluido que excluya a los locales (como sucede en República Dominicana, su espejo y hogar de 300.000 haitianos semiesclavizados).
Es la historia repetida de las ex colonias europeas africanas en esta media isla africana y francófona atrapada en el Caribe hispanohablante. Y la historia, como es bien sabido, tiende a repetirse. Después de la dinastía de los Duvalier, llegó la dictadura de Jean Bertrand Aristide (1991-2004) y más tarde los Cascos Azules de la MINUSTAH (la misión de “estabilización” de la ONU), que acumulan un prontuario de denuncias propio de la Bosnia también olvidada. Una investigación de la BBC británica puso el dedo en una llaga incómoda por la violación de niños y niñas a cambio de comida por parte de los Cascos Azules. Están sin resolver las denuncias por la muerte de varios manifestantes en la frontera con Dominicana, en Lascahobas, y las organizaciones de derechos humanos se cansan de protestar contra la represión y el uso excesivo de fuerza en Cité Soleil, el barrio más grande y empobrecido de Puerto Príncipe.
¿Las soluciones? Tampoco son esperanzadoras. En octubre de 2009, el Banco Interamericano de Desarrollo citó a una cumbre de inversionistas en la capital haitiana e hizo presidirla al ex presidente estadounidense y enviado especial de la ONU, Bill Clinton. 500 empresarios, básicamente de Estados Unidos, acudieron a la cita interesados en las oportunidades del “sector textil”. A compañías como Levi Strauss o Gap les pareció buen negocio coser su ropa en un país cuyo salario mínimo diario es de 70 gourdes (unos 1.3 dólares) y donde el desempleo afecta a la mitad de sus 9 millones de habitantes. Clinton también tuvo una genial idea: apostar todas las fichas al turismo y la embajada de España se apuntó en seguida al juego ofreciendo su “experiencia acumulada” en el sector.
Estas recetas suenan a broma en el país más pobre de América Latina y El Caribe, con el 70% de la población bajo una línea de la pobreza (un dólar o 70 centavos de euro al día) que ya suena a un chiste de mal gusto. Ahora, con el azote del terremoto del pasado martes, no habrá estadísticas que describan el infierno. El seísmo se cebó en Puerto Príncipe, una ciudad saturada de gente (unos 2 millones de personas) que sobrevivía hacinada en barracones y chabolas. En el resto del país, cada desastre natural ha sido una maldición, según los responsables del Programa Mundial de Alimentos, “por la deforestación, la erosión y la ausencia de infraestructuras públicas».
A estas horas, cuando el polvo, la muerte y la destrucción han acampado en Puerto Príncipe y se va conociendo información sobre la huella del terremoto (que se ha sumado a huracanes, tormentas tropicales, hambrunas y Sida en el escuadrón de la venganza divina), no se puede hacer mucho más que luchar contra la desmemoria y contra las voces que depositan todo el peso del karma haitiano en los hombros de esta población de muertos vivientes.
Jacques Roumain, uno de los escritores y activistas más importantes de la primera mitad del siglo XX en la isla caribeña, en su novela Gobernadores del Rocío, se revelaba contra ese Dios vengativo al poner en voz de Manuel, el protagonista, estas palabras: “No es Dios el que abandona al hombre, es el hombre el que abandona a la tierra y recibe su castigo de ella”. La respuesta de su madre, Déliva, es, quizá, el origen de tanta desgracia: “No quiero oírte más. Tus palabras se parecen a la verdad y la verdad es tal vez un pecado”. La verdad, de existir, debe ser tan blanca como Dios, como casi siempre oculta que no hay desastres naturales, sino desidia humana, geopolítica internacional y huecos olvidados en este planeta. Haití es su síntesis.