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Haití o el optimismo

Llevo varios días afligido por las terribles noticias que llegan de Haití. Evito las imágenes de televisión y procuro pasar de largo por las páginas de los periódicos; pero aun así, de refilón, algunos de los titulares del terremoto me salpican con su sangre. “¿Qué puedo hacer?”, me pregunto; y automáticamente me contesto: “¡nada!”. Me remuerde entonces la conciencia y, con frialdad, tumbado en el diván, razono que, en efecto, nada puedo hacer por los muertos de Haití, ni menos aun por el sufrimiento de los vivos, salvo mandar un donativo. Ciertamente la caridad -concluyo- es el único recurso que me queda para lavar cualquier sentimiento de culpa que pueda albergar.

 

Acabo de dejar escrita la frase “sentimiento de culpa”, pero en realidad yo no puedo sentirme culpable de nada. ¿O sí? Me pongo de pie y paseo intranquilo por el despacho. ¿Debe un ciudadano occidental, frisando los cincuenta, salir con su rocín y su adarga a desfacer los muchos entuertos que hay por el mundo? Decididamente no, a no ser que se tenga una buena dosis de locura quijotesca, además de una buena cuenta corriente en el banco. Por consiguiente, lo más aconsejable es seguir el consejo final de Candide, en el cuento de Voltaire, y conformarse con cultivar el jardín de casa.

 

Me vuelvo a sentar delante del ordenador y navego indolentemente por la red. Leo otros titulares, veo más fotografías. Los marines americanos están ya en Port-au-Prince. ¿Deberían también aplicarse el cuento volteriano y quedarse en sus cuarteles de Tejas, Florida o Wisconsin cultivando su jardín?

 

La respuesta se la dejo a los expertos en geopolítica y a los que denigran de la pax americana, y, en su lugar, lo que sí haré es plantear esta otra cuestión: ¿hay cabida para el altruismo en un mundo presidido por el azar y/o concebido por un dios caprichoso e indiferente? Sospecho que no y que lo normal en un mundo así es cumplir el lema de “sálvese quien pueda”.

 

Recapacito, avergonzado por mi conclusión. Este mundo, sin ser el mejor de los posibles, tampoco es tan caótico. Hay causas y efectos: buenas acciones que son recompensadas; malas que, de alguna manera o de otra, terminan por ser castigadas. El mal existe, pero es un mal menor dentro del maravilloso bien que es la vida…

 

¿Y qué es el mal, en todo caso? San Agustín decía que era una ausencia de bien. Otros prefieren verlo como una baba pegajosa sobre la superficie de un mundo bien hecho y todavía hay otros que reducen el mal al pecado o, en términos seculares, a fallos humanos. Así, la causa del cáncer sería el tabaco, una mala dieta o cosa de la genética, mientras que la destrucción de Haití respondería a la imprevisión de sus habitantes, si no a la práctica extendida del Vudú. Un importante columnista del New York Times no ha dudado en comparar el terremoto de San Francisco de 1989 con el actual, haciéndonos ver que siendo los dos muy parecidos en la escala de Richter, el primero apenas contó con dos mil muertos y el segundo ha tenido proporciones bíblicas. Conclusión: el terremoto no está en la falla, sino en el fallo. Pangloss, sin duda, estaría totalmente de acuerdo.

 

Miro el reloj. Son casi las tres. En poco tiempo jugará mi equipo los cuartos de final de copa. ¿Ganará, perderá? Todo dependerá del sacrificio y de la inspiración de sus jugadores, además de la suerte que tengan. Ay, la rueda de la fortuna. ¡Con razón los romanos amaban el circo y nosotros el movimiento zigzagueante de una pelota por un terreno de juego!

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