Hambre

 

Acostumbro a comer dos días a la semana cerca del trabajo, seleccionando con cuidado el restaurante por el tamaño de la mesa y la disposición de la clientela, así como su estatus social o lo que quedó de él. No me gusta chirriar en ningún sitio, así que procuro mimetizarme en el ambiente, y como quiera que yo me siento a la una y cuarto, frecuento bares palilleros de pocas charlas, porque el pueblo humilde come en silencio y sabe, como yo sé, que todo está dicho desde los griegos. El silencio permite oír de lejos las voces del Telexornal, el ruido de la cuchara al caer sobre el plato cuando se acaba la sopa, que se interpreta en la barra como la campana de salida de la merluza, y los pasos rápidos de camareros de otro tiempo yendo y viniendo; esos camareros viejos que siempre me recuerdan a aquellos versos de Sabina sobre uno al que preguntaron si había estado enamorado y contestó: “Yo no, señor; yo siempre fui camarero”. En esos lugares no se come bien, o no todo lo bien que se puede comer por el mundo adelante, pero sí se come mucho y a uno no le interrumpen para preguntar si está todo al gusto, que a veces dan ganas de contestar: “Y a usted qué le importa”. Son sitios en los que cuando uno acaba de comer medio kilo de churrasco sale de repente de la cocina una anciana en mandil y zuecos para preguntar: “Filliño, ¿queres máis?”, y sin esperar respuesta trae un plato aún mayor porque no hay pecado más mortal para una abuela gallega que no dejar a un joven al borde de la embolia. Y yo no es que coma en grandes excesos, pero necesito tiempo para acabar de leer los periódicos. Estas cosas ya digo que las agradezco porque la hora de la comida es la hora más feliz de mi vida. La preparo con el orden militar con el que preparaba Camilo José Cela las siestas. Quiero decir que apago el móvil, dispongo el agua y el pan en posición de ataque, desabrocho el pantalón bajo la camisa y despliego los periódicos del día con la misma energía que Napoleón, trazando con una línea invisible las batallas diarias, apuntando en rojo las lecturas provechosas y descartando aquellas que anticipan mala digestión, y acabo sonriéndome como un bárbaro, casi pintándome la cara con salsa, mientras hago crujir con los dientes el currusco como si estuviese triturando ya los huesos del enemigo.

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