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Mientras tantoHannah Arendt, aniversario: 1975-2025

Hannah Arendt, aniversario: 1975-2025


Nacida en 1906 en Linden, Hannah Arendt vivió su niñez y adolescencia en Königsberg, por entonces Prusia oriental. Aunque de familia judía, en su casa no se mencionaba la religión, formaba un entorno de judíos alemanes asimilados. Su padre, enfermo de sífilis desde antes de casarse, sufrió consecuencias que afectaron gravemente a su salud física y mental, y falleció cuando Hannah tenía seis años. Su madre volvería a casarse en 1920. Hay que señalar que nació dentro de una familia acomodada e ideológicamente socialista; aunque ella jamás se definió como tal, tampoco como conservadora, anarquista o liberal. Tras estudiar en Berlín llega a Marburgo donde inicia sus estudios universitarios en filosofía, teología protestante y filología griega, que luego continúa hasta 1928 en Heidelberg y Friburgo. Tuvo profesores prestigiosos, entre ellos Heidegger, Jaspers y Husserl. Arendt fue de niña y adolescente muy lectora, amante de la poesía y ella misma poeta de algún valor, y a lo largo de toda su vida fue fiel a su amor a la literatura. Sus primeros intereses como escritora estuvieron centrados en el amor (las formas del amor) en Agustín de Hipona, con cuya tesis de doctoró bajo la dirección de Jaspers. Muy inteligente, memoriosa y trabajadora, dotada de un carácter fuerte y dada a la polémica, despertó el interés de su profesor Martin Heidegger, en cuyas clases exponía muchas de sus ideas contenidas en Ser y tiempo (1927), una obra que impactó en el mundo filosófico alemán de manera convulsiva. La fascinación de Arendt por su maestro fue producto de la atracción por el genio, casado y con hijos, dieciocho años mayor que ella. Heidegger podía despertar y despertó rechazo en algunos, pero también auténtica fascinación. La historia de esta relación ha sido motivo de varios estudios hasta el presente, entre otras cosas porque se ha ido descubriendo la documentación pertinente poco a poco. Para Arendt debió de significar un nudo psicológica y filosóficamente muy complejo que informó de modo diverso el desarrollo de su vida intelectual y afectiva y que, con olvido y recuperaciones la afectó con no poca oscuridad toda su vida. El otro polo, más cercano a sus intereses políticos y humanísticos, y en lo emotivo tocado por un perfil paterno, tuvo por protagonista a Karl Jaspers, con quien mantuvo una gran amistad hasta el final de su vida. Tras la separación de Heidegger y la huida de Alemania a París en 1933, tardó muchos años en volver a verlo, aunque luego, y hasta la muerte del maestro, lo hizo en muchas ocasiones, buscando el diálogo con el filósofo al que consideraba un genio, tratando de encontrar una respuesta a la afiliación de Heidegger al partido nazi (1933) y reviviendo por momentos su joven enamoramiento. No creo que podamos encontrar ninguna respuesta clara a esta relación, pero sí un tejido afectivo complejo y una lucha por “comprender” que se confunde con el rostro proteico del siglo XX, cuyas facetas cambian de sentido según miremos una u otra.

El interés primero de Arendt fue por la filosofía pura, de hecho tenía durante su vida universitaria escaso interés por la política. Pero el ascenso del nazismo le hizo enfrentarse a dos cosas: que ella era judía porque otros lo decidían, y por lo tanto debía responder como tal, es decir: aceptando la legitimidad de serlo, y, de manera paralela, al descubrimiento de la historia como política. Nunca fue creyente (en realidad creía en una suerte de deísmo insensato, sin más), pero la historia de Jesús de Nazaret la conmovía, sobre todo por lo que supone en el orden simbólico de exaltación del nacimiento frente a la muerte. Del judaísmo pensaba que era una religión nacional, en la que ambas realidades van de la mano.

Su exilio en París desde 1933 hasta 1940, fecha en la que huye vía España y Portugal a Estados Unidos, fue el terreno donde asentó sus futuras preocupaciones. Hay que señalar que cuando salió de Berlín ya había redactado su libro sobre Rahel Varnhagen, una mujer judía a caballo entre los siglos XVIII-XIX que le sirvió en cierto modo de espejo para indagar su propio nudo personal y social. A partir de aquí fue una exiliada con amigos que convertía en su hogar, y Alemania pasó a ser solo su lengua materna y el diálogo con algunos pensadores y literatos, vivos y muertos. Su camino no fue el de su maestro Heidegger, del que tanto se alimentó en cierto modo, porque lo consideraba el camino de la soledad del filósofo que supone el pensamiento en sí mismo, como acción, mientras que ella veía en ese movimiento una actividad; la acción, en cambio, la sitúa Arendt tras haber aceptado el camino de Jaspers, en la “osadía de lo público”. Pero esto no quiere decir que renunciara a pensar en el sentido estrictamente filosófico, por uno mismo, a diferencia del actuar determinado por la voluntad de hacer con los otros. Solo se actúa con los otros, pero se piensa solo. Esta soledad de la actividad de pensar no lo es en sentido cultural (sería imposible), tampoco antropológico (ningún individuo existe sin sociedad), y el lenguaje, instrumento privilegiado del pensamiento, es social: no hay lenguajes privados, como afirmó Wittgenstein. Lo que hay entre pensar estrictamente y la polis (o los otros) es el juicio, y este se determina por la voluntad, que siempre es libre, porque no puede haber una voluntad que no lo sea. Nada la determina salvo ella misma, como vio con cristalina expresión Duns Escoto. La paradoja de la voluntad/libertad es que su determinación es la persona misma, pero no sus apetitos o deseos sino la persona como libertad. Por mi parte, la veo como un axioma sin el cual lo que llamamos condición humana se desmoronaría, incluso en un pensamiento religioso.

La filosofía, sin olvidar sus orígenes, ha de ser filosofía práctica, concreta, y por lo tanto se aparta de Heidegger, para quien, según análisis de Arendt de El ser y el tiempo, lleva a cabo una ontología que “oculta un funcionamiento rígido en el que el Hombre aparece solamente como un conglomerado de maneras de Ser”. Esta actitud filosófica va en contra de la tradición de la libertad y el desvelo por la humanidad que ella situaba en algunos principios ilustrados de la revolución francesa, pero sobre todo en los padres del constitucionalismo americano y en el Kant de La crítica del juicio, que valoraba como el momento de su obra donde radica su pensamiento político. Este asunto le llevó a escribir Sobre la revolución (1963), donde distingue los dos tipos de revolución, el de América (1776) y el de Francia (1789). Como explica José Lasaga en su valiosa introducción a Arendt, ambas “fueron el reflejo de ciertos cambios de mentalidad que se habían producido a partir del Renacimiento, tales como la secularización de la esfera pública y la aparición de la novedad como expectativa intelectual originada por la destrucción que Descartes y Galileo operaron sobre la tradición filosófica y científica”. La revolución francesa fracasa al incardinar su movimiento fundador en una razón histórica; y la americana triunfa al inspirarse en la división de poderes de Montesquieu. Supieron dotar al poder político de un contrapoder no menos político y fundamental para evitar la desaparición de la democracia en un régimen autoritario.

Lo que se debate en Arendt es el verdadero conflicto del siglo XX, de ahí su importancia como filósofa, o mejor dicho: lo es por las preguntas y respuestas que dio a este conflicto, que incluye el rechazo crítico de la filosofía de la historia de Hegel, apoyada en el perverso principio de que todo lo que se inicia conlleva su negación. Arendt niega la verdad de esa negación como proceso de la realidad y de la filosofía, y así se incardina, en este sentido filosófico, en una tradición que tiene nombres como Albert Camus, Friedrich A. Hayek, Leo Strauss, Karl Popper, Raymond Arond, Kostas Papaioannou e Isaiah Berlin, por solo citar a un puñado de las mentes más lúcidas del siglo XX con ideas políticas diversas.

La inquietud principal de Arendt es la tensión entre filosofía y política, algo que tanto ella, como contemporáneos suyos como Leo Strauss o Popper, por solo mencionar a dos pensadores que tienen que ver con su mundo, situaron de modo originario en Sócrates. No es extraño que su primer gran esfuerzo intelectual fuera Los orígenes del totalitarismo (1951 en su primera versión), en el que contó con la colaboración de su marido, Heinrich Blücher, donde define su naturaleza en relación al terror institucionalizado en los campos de concentración. Arendt encontró un nuevo lenguaje y razonamientos para explicar algo que los conceptos del humanismo tradicional no tenía y por lo tanto se le escapaba. También había que enfrentar lo que Kant denominó “el mal radical”. ¿Existe? Se le reprochó exageraciones y afirmaciones no fundamentadas en ocasiones, sobre todo en relación a que la naturaleza del totalitarismo fuera totalmente moderna. También su falta de compasión con las víctimas, cuya pasividad ante el poder las hacía aparecer, en cierto modo, como colaboradoras. ¿Cómo exigir a alguien apresado en un campo de concentración que sea un héroe? Hay que tener en cuenta que la reflexión política de Arendt se apoya en una radical responsabilidad individual. Pero, aunque este tipo de exageraciones llamaron la atención y suscitaron polémicas, no es lo valioso de este libro que, por otro lado, se alinea con los libros de David Rousset, Robert Antelme, y los tempranos análisis de la ideología nazi de Levinas y Bataille.

Eichmann en Jerusalén (1963 para la primera versión) fue un reportaje y una reflexión que suscitó elogios no deseados y rechazos complejos. Lo que le interesaba era responder a la pregunta: ¿Existe un mal absoluto? ¿Era Eichmann un monstruo? No, era un individuo corriente, como tantos otros, alguien que se negó a pensar, y por lo tanto negó su libertad y su dignidad. Cumplió órdenes, afirmó Eichmann una y otra vez durante el juicio, las vigentes. Arendt no rebaja la importancia ni la responsabilidad del comportamiento de Eichmann, alto funcionario de las SS encargado de la deportación de judíos a campos de concentración, pero no lo comprende como una excepción sino que es la cifra vacía de una cuenta inacabable, cuya acción consistió en hacer de cada persona, nadie. Ese Nadie lo encarna Eichmann y muchos otros: su realidad es monstruosa en su banalidad porque nunca es la causa proporcional del horror desencadenado. El mal radical no existe, según ella: no hay un fondo insondable de oscuridad en ese mal extremo. “Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical”. Tras sus análisis surgió de nuevo una dura polémica desde Palestina a Nueva York, pero hay que decir que Arendt no dejó de dialogar con los críticos, muy valiosos en ocasiones, y de incorporar las reflexiones en el desarrollo de su libro.

Los últimos años de Arendt están dedicados a la exploración filosófica que tienen que ver, en alguna medida, con el lado opuesto, pero complementario de la vita activa que exploró en La condición humana, de aquello que escapa de la “esfera de la actividad» –como le dice en una carta a Heidegger de 1971. Dicha obra consideraría la facultad de pensar (en realidad, pensamiento, voluntad y juicio) e incluso le pregunta a su viejo maestro si puede dedicarle el libro. Lo curioso es que, en esta valiosa obra hay muchas críticas y reservas a Heidegger. El asunto está en Sócrates, de manera muy consciente en Agustín, y, de modo decisivo, en Kant y en Heidegger. ¿Cuál es la distinción entre el pensamiento y el saber, o, de modo más kantiano, entre pensar y conocer? No es una cuestión escolástica ni puramente formal: en su inquietud subyace la cuestión de la libertad de la voluntad y la dimensión concreta y particular del juicio (en la estética y en lo político), de hecho la obra se iba a completar, y sin duda de manera fuerte, con un apartado sobre el juicio y su significado, que supone dotar a la filosofía actual de un fundamento quebrado en el pensamiento crítico de la modernidad y que había estado enraizado (y enrarecido) en el idealismo desde Platón a Hegel. En términos biográficos –la vida de una filósofa– este libro es un intento de respuesta al gran desafío que supuso a lo largo de su vida el pensamiento y la vida política (o apolítica) de quien consideraba el gran pensador de su tiempo: Heidegger. Pero, siendo importante su aspecto dramático en lo biográfico, quizás aún no explorado con rigor intelectual y logro narrativo, es más decisivo su significado intelectual. Para comprender mejor la apuesta última e inacabada de Arendt es indispensable la recopilación de ensayos de esta misma etapa, publicados póstumamente bajo el título de Responsabilidad y juicio, de incardinación claramente ética.

Arendt vuelve a las intuiciones de juventud, pero con una larga y dolorosa experiencia vital e intelectual transformadora, que es, en términos generales, la de su siglo. Para Hegel y Marx pensar es actuar. Para Arendt, pensar es actividad, pero no acción. Se aleja de la fenomenología y su circularidad de “el sí” y la existencia, porque lo que le parece central es pensar la acción y la libertad. Se aleja de la retirada del mundo de Heidegger; no cree en culpabilidad inherente alguna en la condición humana (alejamiento del Ser) y devuelve la subjetividad y la capacidad de pensar a cualquiera (socratismo) y por lo tanto de inexcusable conciencia moral. De aquí esta apasionada indagación (histórica) y reflexión sobre el diálogo silencioso entre yo y yo mismo en una dialéctica donde, curiosamente, no hay yo, donde “no se es en absoluto lo que se es, en realidad.” ¿Por qué esta obsesión con la voluntad? No fue una preocupación de la filosofía griega, cuya concepción circular del tiempo (además del idealismo platónico y su universo de ideas fijas), la hacían impensable; pero sí lo fue de un mundo que exaltó el nacimiento y lo nuevo (frente al ser para la muerte de Heidegger), que supuso la ruptura con esa circularidad: el cristianismo. Siendo una teología, sin embargo se vio abocada a pensar la tensión entre determinismo y libertad, y halló en el querer una dimensión central e inexcusable de la condición humana. Pensando en Pablo, Arendt lo expresa de modo sintético y lúcido, en un tono me recuerda las páginas finales de El hombre rebelde, de su admirado amigo Albert Camus: “La experiencia de un imperativo exigiendo sumisión voluntaria condujo al descubrimiento de la Voluntad, y tal experiencia fue inseparable de la maravilla que representaba una libertad de la que ninguno de los antiguos pueblos –griegos, romanos, judíos- había sido consciente; a saber, que en el hombre hay una facultad en virtud de la cual, sin atender a la necesidad y a la obligación, puede decir “sí” o “no”, estar de acuerdo o desacuerdo con lo fácticamente dado, incluido su propio yo y su existencia y que esta facultad puede determinar qué es lo que él hará”. Es evidente cómo en esta meditación late su preocupación por la naturaleza del mal, o en términos de Nietzsche, de lo bueno y de lo malo y su relación con la conciencia. La voluntad no es la sirvienta de los apetitos o del deseo (ambos puntuales), no es el instrumento de la consecución de un impulso o una resolución del intelecto. Nada la funda sino ella misma en su acción. ¿No se confunde y funde con la libertad? No del todo, porque la libertad, según analiza, es una propiedad, la de mayor peso, de la voluntad, facultad bifronte que supone también su contrario sin desdecirse: el no-querer (el velle, nolle de Agustín). Esta distinción está de manera lúcida en el franciscano Duns Escoto, que Arendt valora extraordinariamente por haber pensado, con un rigor propio de un pensamiento crítico (sin dejar de ser piadoso) que iguala a Kant, su preferencia ontológica por lo contingente y no por lo necesario, por lo particular existente sobre lo universal, donde, creo, podemos leer a un crítico avant la histoire de Hegel.

Desde un punto de vista de la historia de las ideas, las especulaciones se dividieron entre deterministas (teología del libre arbitrio; casuística científica luego) y creacionistas, en el sentido de surgimiento de lo nuevo. Para alguien tan preocupada por la responsabilidad política, comprender con que la libertad es insoslayable de la condición humana (“cuyo órgano espiritual es la Voluntad”) es una tarea urgente. Ni siquiera Kant llegó a separar la voluntad del pensamiento y la incardinó en la razón práctica (la moral), algo que provocó algunos extravíos en la modernidad. Su voluntad no es la libertad de elegir ni es su propia causa, es para Kant, la delegada de la razón, “su órgano ejecutivo en todos los asuntos de la conducta”, de ahí que en todas sus reflexiones al respecto Arendt señale el error de Kant de haber apoyado la moral en la razón práctica y no en la Crítica del juicio (con todo lo que tiene de estético). Sin embargo, en el idealismo alemán, Schelling sostuvo que “no hay otro ser alguno que querer” y la filosofía aspira a encontrar “esta suprema expresión”. ¿Una falacia metafísica? No, porque aparece personificada. A continuación, Nietzsche pensó que la voluntad no surgió para obtener poder, porque el poder es su propia fuente.

Duns Escoto, sobre quien Heidegger hizo su tesis de habilitación, es el interlocutor de Arendt, más que su maestro, contra cuya filosofía del Ser, en este tramo final de su obra, realiza una crítica decisiva, pero nunca polémica. De Escoto dice Arendt: solo él “estaba dispuesto a pagar el precio de la contingencia por el don de la libertad –capacidad intelectual que tenemos de iniciar lo nuevo, algo que sabemos que igual podría no ser”. Nuestra pensadora lo dice de manera memorable: “Todo lo que es real en el universo y en la naturaleza fue una vez una improbabilidad ‘infinita’”. Es un pensamiento que podría asumir Karl Popper, al igual que Arendt podría haber asumido la apasionada y rigurosa reflexión del pensador austríaco sobre la libertad y la condición humana, o la lógica de la física y de lo viviente como lo abierto frente a la circularidad estática o el determinismo radical, insostenible con la inherente creatividad humana y con la responsabilidad individual. Sin embargo, ambos se desconocieron, o al menos, nunca dialogaron explícitamente.

Lo que nos hace humanos no es tanto la necesidad como la voluntad, sin por ello ignorar que lo nuevo se hace, así sea temporalmente, pasado, o dicho en términos de Popper: todo a priori ha sido una hipótesis, y como tal no puede ser nunca definitiva; no ha sido previo a la evolución y la historia y, por lo tanto, forma parte de nuestro ser siempre lanzado a la prueba y el error. El pasado, según Arendt, no es el terreno de la voluntad, solo el futuro, que es, por definición, indefinido. La voluntad supone la aceptación individual de nuestra capacidad de pensar, de que podemos querer o no-querer y en ambos movimientos afirman nuestra responsabilidad y nuestra pertenencia al mundo de las apariencias, no al Espíritu Absoluto o del Ser, sino al tiempo del error y del acierto, es decir, de la ciudad, de la historia, ese frágil tejido de todos.

 

 

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