Vomitiva a la manera de The square, no «inquietante». Y políticamente funesta, pues Happy end (M. Haneke, 2017) es dogmática en su nihilismo, haciendo un uso sistemáticamente perverso de nuestras perversiones, hasta ahora parciales. Haneke se erige así en gestor de nuestra parálisis, por eso resulta adorable en círculos intelectuales. A la salida de la sala nos sentimos un poco mejor, pues hemos localizado el mal y además estamos fuera, ya que nos atrevemos a nombrarlo.
Todas las películas que recordamos de Él dibujan el confort del infierno, al menos para los que lo miramos en panorámica. Esto tiene que ver con lo que el situacionista Vaneigem afirmó hace años: el diablo es el más antiguo recuperador de creyentes. Haneke lleva años filmando con maestría nuestro supuesto apocalipsis a cámara lenta, donde solo algún esclavo de color, algún joven impulsivo, alguna niña, se libra de la infección general. No le tiembla la mano al hacer el diagnóstico, pues tiene claro el travelling y dónde poner la cámara, que sigue un guión pregrabado. Conoce a la perfección su oficio, pero con la tranquilidad impecable del forense que trabaja con cuerpos que han pasado el rigor mortis y la posterior putrefacción. Así pues, solo manipula momias sin olor. Todos ellos, también esa rubia niña llamada Eve, están tan enfundados en su automatismo amoral que casi no podríamos hacerles culpables de nada, como a los nazis que se amparaban en el determinismo inapelable de la ley alemana.
Happy end mima a la alta burguesía que asiste a sus películas, pues blanquea nuestro malestar al diseccionar a los culpables que, aun pareciéndose a nosotros, finalmente son otros. Aunque el espectador sea millonario, por el solo hecho de asistir a esta disección, gana indulgencias plenarias. Al fin y al cabo, aguantando hasta el final la minuciosa grabación del horror, en el visionado de nuestros pecados encontramos suficiente penitencia. Es el viejo beneficio de la confesión.
Como otros de su millonaria factoría, este trabajo de Haneke resulta política y moralmente abyecto. Es significativo que la izquierda, psicoanalítica o conductista, asista encantada a un espectáculo que ya lleva décadas haciendo su agosto. Tal vez es señal de que el progresismo se siente cómodo con un horizonte cerrado, sin salida, donde la miseria de una mejor gestión estatal, y su reparto de subvenciones, es lo único que se puede hacer para no empeorar un mundo de lisiados tecnológicamente equipados. Además, como los monstruos son casi siempre de la alta burguesía, malvada en Austria o en Francia, el común de las gentes nos sentimos absueltos de ese mal que infecta a las alturas. Somos terribles, de acuerdo, pero volvemos al trabajo de la indiferencia diaria un poco mejores, al fin y al cabo hemos denunciado su punta estadística, esa infección del alma que corroe a la desalmada gobernanza. El viejo recurso de una denuncia de clase sigue funcionando ahora como una denuncia moral. Y el exorcista de nuestra sociedad nos la regala, casi sin peaje, con la única condición de que, conservando unos privilegios que son los de Él, reconozcamos lo mal que está todo.
«Vocacionalmente gélida» es solo una forma piadosa de decirlo. Lo peor de Haneke no es que se repita en Happy end, cayendo en un manierismo más o menos predecible. Tampoco es que sea cruel, casi más divertido que sarcástico. Lo peor de Happy end, como Funny games o La cinta blanca, es todo el ingenio puesto al servicio de sacarle partido a una hipotética mutación de la especie. No es solo que se le vea cómodo en su última película, es que sencillamente ha montado un bar donde se sirve la sordidez en bandejas. Haneke sigue explotando con comercial frialdad la punta de iceberg de nuestro holocausto silencioso. Construye su chiringuito de invierto a expensas de un antropológico cambio climático que aún bascula, pero que gracias a él algún día se habrá cosificado.
Al localizar sutilmente la cota más alta de nuestro nazismo democrático, dándole una imagen y recreándose en ella, al autor de Happy end contribuye a su estandarización. Normaliza el silencio del solipsismo, lo hace tolerable y portátil, como el enfermo que por fin localiza su diagnóstico. De nuevo la elite ariodigital tiene otra justificación. Ha encontrado un lugar bajo el sol y un nombre que la marca. Como además eso ocurre sin salida, volvemos a casa un poco más sosegados. Somos horribles, sin remedio, pero al menos tenemos conciencia de ello.
No hay nadie sano en el horizonte salvo el mismo Haneke y los que le siguen, que al menos son conscientes de nuestro cáncer. Pero el diagnóstico es falso. No somos tan masivos, tan autómatas en este «no poder querer» a nadie. No estamos tan disculpados por esta mutación anímica que nos ha convertido en extraños. Hasta en Francia, país estratégico donde los haya, queda mucha gente que todavía tiene algo así como sentimientos y alma, al margen de cualquier estrategia. Aunque eso, que sí muestra Sorrentino, acabaría con el rentable apocalipsis de nuestro exorcista austríaco.
En la lógica de Happy end ni siquiera se entiende muy bien que algunos quieran suicidarse, como si les quedase un ápice de moralidad en el horror del que participan. Tampoco se entiende que alguien intente humanamente impedirlo, en medio de un automatismo funcional donde los mensajes pornos se alternan con los negocios o la liquidación de un hámster. Es incluso un defecto del guión que el ser pretendidamente más monstruoso, esa Eve Laurent que deja en pañales a la niña de El Exorcista (interpretada por una F. Harduin que tiene que resultar barata, pues apenas mueve los ojos), llegue a llorar y quiera matarse. Lo coherente sería, en este escenario de cartón-piedra, que actuase con la impasibilidad de los extraterrestres de Mars Attacks!
Solo el público de vanguardia, verdugo a la vez en este Holocausto civil, seguirá el mensaje de Haneke en su labor de drenaje. El resto estará demasiado ocupado con ver Mamma Mia 2 o manejar un taxi de sol a sol. Ya se dijo otra vez, sin mucho éxito: Haneke solo explota la sutil punta elitista del horror que vemos a diario en los informativos. Comparte con los periodistas la idea de que el mundo, fuera de nuestro cordón sanitario, es un infierno. El trabajador desesperado que destroza a su mujer e hijos a golpes tiene su correlato de altura en los padres empresarios que surfean su educado nihilismo, sin poder amar a nadie. ¿Moraleja? Hoy los ricos también lloran.
En fin. Haneke no puede ser consciente de esta última ironía, está demasiado ocupado para ello, pero sí hay un «happy end» en que todo acabe fatal, con esa mutante niña silenciosa filmando el momento en que su abuelo se ahoga. Ante este espanto sofisticado que nos inunda, volvemos a cierta Gracia laica donde los militantes de izquierda, los profesores de filosofía y los psicoanalistas somos un poco más conscientes de lo perversos que somos y de una posible última redención en el saber inquietante que se nos brinda.
En este mundo enfermo de conciencia, donde todos los personajes se blindan en la institución del Yo, todo consiste en volver a una conciencia más afinada, prolongando la estrategia que nos ha convertido en médicos a la vez que enfermos. El celebrado Boyero confiesa no lograr sacar de su cabeza a esa silenciosa Eve. Pero no es mérito del «inquietante y despiadado» director, según elogios que se repiten. Es mérito de nuestra molicie, encerramos como estamos en un interior global cuyo único mérito es enmierdar todas las salidas. Excepto las de gestión estatal y cultural, con su reparto de becas, para eso están las distintas alternativas de una superestructura europea que adora a este médico de nuestra mala conciencia.
¿Y mañana? Ánimo y a devorar, volviendo a la estrategia de matar a distancia. No nos quejamos en realidad de que exista un Haneke, pues tiene que haber de todo; solo de un culto de vanguardia que reparte indulgencias. A veces uno echa de menos algún lugar al que poder enviar de vacaciones a estos preclaros varones, tan críticos con el universo concentracionario que ellos mismos orquestan.