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AcordeónHasta el último aliento. Puig Antich, un policía olvidado y una guerrilla...

Hasta el último aliento. Puig Antich, un policía olvidado y una guerrilla contracultural en Barcelona

Salvador Puig Antich (izqd.) y el subinspector Francisco Anguas

Un personaje de Truffaut

La muerte del subinspector Francisco Anguas no tuvo ninguna repercusión entre la ciudadanía, más allá del intercambio de disparos en el centro de Barcelona y de la detención del hombre que disparó el arma. La muerte de un policía, y más en plena dictadura, siempre se daba por descontada, un gaje del oficio. Incluso podía ser una muerte merecida. Solo en determinados círculos políticos de extrema izquierda, y especialmente libertarios, la detención de Puig Antich fue interpretada como un acto más de la represión del régimen al que había que responder. Hubo algunas manifestaciones, pocas, y algún intento de organizar una fuga: como que Puig Antich tomase un trago de lejía para provocar así que fuese trasladado al hospital Clínico, a lo que él mismo se negó. El resto de los grupos políticos ignoró su detención, pese a que entrase a formar parte de la larga lista de presos del franquismo, aun que de la élite revolucionaria. Como los de ETA. Pese a que los titulares de prensa hablaban de un “heroico” policía asesinado por unos “forajidos”.

Si se hubiese publicado la crónica que para el vespertino El Correo Catalán escribió el periodista Santiago Vilanova se habría añadido por lo menos el aspecto vivo y colorista de  un tiroteo en plena ciudad, con declaraciones de los testigos describiendo cómo fueron sacadas del lugar de los hechos dos personas heridas, incluso tres, las detonaciones –al parecer se oyeron hasta siete u ocho disparos–, cómo fueron trasladados al hospital, incluso cómo la policía buscaba testigos. Y los comentarios del vecindario sobre lo sucedido, con relatos muchas veces disparatados. Al final, la crónica no salió en la edición del día 26 y en su lugar hubo de publicarse, como todos los periódicos hicieron, una nota de la Jefatura Superior  de Policía.

Vale la pena leer ahora aquella crónica no publicada cuan- do todavía no se sabía que el detenido era Puig Antich, un miembro del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL):

Tiroteo entre tres hombres y policías en la calle Gerona.

La ambulancia trasladó a dos heridos, uno con una bala en la cabeza y el coche patrulla se llevó a un detenido.

Ayer a las seis y cuarto de la tarde ocurrió un violento (tachado) tiroteo entre funcionarios de la Brigada de Investigación Criminal y tres hombres a los que habían detenido tras seguirles la pista. El lugar de los hechos fue el portal del número 70 de la calle Gerona, esquina Consejo de Ciento, entre el bar Funicular y el colmado El Belén. A causa de la refriega, en la que los vecinos oyeron unos siete u ocho disparos en el transcurso de dos cortos espacios de tiempo, un hombre cayó gravemente herido de un balazo en la cabeza. Según los testigos  presenciales un segundo herido fue introducido en una furgoneta por agentes del 091 y un tercero introducido después de su detención en un coche patrulla. Se desconoce hasta el momento si entre los heridos figura algún policía.

¿Atracadores descubiertos?

Manuel Viñals estudia quinto de bachillerato. El muchacho paseaba por Consejo de Ciento con su amigo Antonio Gener que estaba citado para hacer un test de aptitud en la empresa donde pretende entrar. Del colmado El Belén salían y entraban amas de casa. En el bar El Funicular un caballero acababa de asomarse a la calle tras haber tomado un carajillo. La madre del  senyor Lluís, que habita en el principal del número 70 de la Gerona, tocó pálida el timbre de su casa: “Fill, al portal hi ha uns homes que m’espanten”. Fue cuando empezaron a oírse los disparos. “Yo lo vi todo”, nos asegura un testigo presencial. “Dos o tres hombres que llevaban cogidos por la muñeca a otros dos entraron en el colmado. Una señora que se encontraba comprando me dijo que se habían identificado como policías, y que el propietario del comestible les había insistido que no los quería en la tienda por lo de la clientela. Que era de muy mal gusto. Otro hombre, supongo que también policía, tenía detenido a uno pequeño y jorobado al otro lado de la calle. Los policías, que vestían de paisano, salieron del colmado y se me tieron en el portal del número 70. Al poco salió uno que entró de nuevo en la tienda para telefonear. Cuando lo estaba haciendo se oyeron los primeros disparos. Salió a la calle, se metió en el portal y al poco otra vez ¡pam, pam, pam!, más tiros. Enton ces salió un joven que tenía intenciones de largarse pero tropezó con el bordillo y entre yo y dos señores consiguieron detenerlo. Del jorobado no puedo hablarle porque no lo vi más”. El testigo asegura que oyó decir entre los policías: “¡Ojo!, hay uno que lleva un arma”. Y que le pareció escuchar algo referente a que se trataba de unos atracadores.

¿Quieres ser testigo?

Manuel Viñals ha repetido lo que vio a la policía: “Que paseaba con mi compañero cuando vimos a un grupo de hombres que se introdujeron en el portal. Que de pronto oí tres disparos y un hombre que llevaba una camisa rosa cayó al suelo sangrando en la cabeza o el cuello. Segundos después se oyeron más, como siete u ocho. No sabría decirlo exactamente. Que salió entonces un joven de unos veintisiete años que fue detenido por varias personas. ‘Pobrecitos, cómo se pegan de tiros’, decía. Y negó que él hubiese disparado porque no llevaba arma. Esto es todo”.

Un policía le pregunta: “¿Quieres ser testigo?”. El chaval: “¿Y eso qué es?”. Un policía armada le insiste: “No te pasará nada”. El chaval: “Entonces, sí”.

Un puñal enorme

El vecino del principal fue el primero en llamar a la jefatura superior: “No pensaba que los agentes estaban tan cerca. Al ver asustada a mi madre me asomé por la escalera y sonaron los disparos. Un hombre ensangrentado estaba caído en el suelo. Tres personas más me pareció que estaban dando una paliza a un quinto, que llevaba un cuchillo enorme. Bueno, no sé si lo llevaba él o los otros o en realidad estaba en el suelo. Yo solo sé que vi un cuchillo así de grande y que me metí en casa. Cerré la puerta y llamé a la policía”.

La multitud se pregunta cosas en la vía pública. Las amas de casa hacen cola en el colmado para saber “qué pasó”, aunque sea para comprar un paquete de detergente. Un funcionario pasa llevando una pistola por el cañón y en la otra mano un cuchillo envuelto por el mango con un pañuelo blanco. Otro recoge balas y comprueba sus correspondientes impactos sobre la escalera el mármol. El caballero dice que pronto no podremos salir a la calle a tomar un carajillo. Es probable que ayer algunos vecinos no tuviesen necesidad de ver la tele. Así es la gran ciudad. El día menos pensado convierte al más tranquilo y pacífico hombre de la calle en un testigo de cargo.[1]

Finalmente, el tal Manuel Viñals no compareció como testigo, y sí lo hicieron el empleado del colmado Belén, Antonio Fortes, su propietario, Ricardo de la Ossa, y la portera de la finca del número 70 de la calle Gerona, Ana Sánchez Escalante.

Pero nadie, todavía, sabía nada de esos atracadores. Ni del MIL. Ni siquiera entre los presos políticos, atentos a las nuevas incorporaciones en la cárcel. Solo los abogados podían transmitir a los grupos de oposición la situación de sus defendidos y, a partir de ahí, que se iniciase alguna campaña de solidaridad. La movilización iba a depender de la importancia política del detenido y de la fuerza e implantación de  la organización a la que pertenecía. Al MIL no lo conocía nadie.

Puig Antich debía adaptarse a la nueva vida carcelaria bajo un régimen especial. Se aplicaba el que correspondía a un acusado de asesinato, por lo que estaba aislado, solo en una celda, en la 334 de la quinta galería. Lo mismo ocurría con los más peligrosos, políticos o no, como Juan José Moreno Cuenca, “el Vaquilla”. El aislamiento era el único beneficio que tenía en una cárcel masificada –duplicaba el número oficial de novecientos internos–, en la que la mayoría de los reclusos debían compartir entre cuatro y hasta seis un reducido espacio. También paseaba solo, durante una hora, siguiendo el mismo artículo 12, sin posibilidad de ver a otros presos. Tenía un funcionario dedicado a él, que le vigilaba, acompañaba y, en su caso, fue testigo de sus últimos días, y con el que estableció una relación muy estrecha.[2] Más allá, incluso, de lo admisible y autorizado: se convirtió en una especie de portavoz de las supuestas opiniones de Puig Antich sobre el MIL y algunos de sus compañeros, que, pasados los años, aparecieron publicadas en las revistas político-sensacionalistas de la época.

El aspecto de Puig Antich era terrible: tenía unos hierros en la boca después de haber sido operado del disparo en la mandíbula y hablaba con dificultad y tenía un brazo vendado. Tampoco podía asearse correctamente ni peinarse. Así lo recuerda, de manera imborrable, Francesc Caminal: “Impresionaba y, sin embargo, parecía entero, incluso con algo de humor”. Pese al aislamiento, pudo ver a sus compañeros del MIL también presos: Oriol Solé, Pons Llobet y Xavier Garriga. A Santi Soler lo vio menos porque se pasó la mayor parte del tiempo que estuvo en la Modelo ingresado en la enfermería por sus habituales ataques de epilepsia. Tampoco hizo nada por saber algo de él. El desencuentro fue mutuo.

Puig Antich deberá volver al lugar del crimen. Fue un mal trago que cumplió ejemplarmente, como ejemplares fueron los cinco meses que estuvo en la Modelo: su conducta fue impecable. Tiene que reconstruir los hechos con todos los policías que participaron en el tiroteo que acabó con la vida de Francisco Anguas. Se realiza a las seis de la mañana, todavía de noche, y advertida la portera de que nadie saliese a esa hora de sus casas. También son conducidos hasta allí Santi Soler y Xavier Garriga. Todos, policías y detenidos, se situaron en el lugar que ocuparon el día 25 de septiembre. La recreación no entra en contradicción con lo ya declarado. El juez instructor certificó “que debido al tiempo transcurrido no se aprecian más señales que el hueco de una bala de 9 mm en la parte frontal inferior del tercer escalón, que parece ser corresponde al cuarto disparo efectuado por Salvador Puig Antich”. Fue un trámite realizado demasiado tarde porque cualquier prueba que pudiese favorecerle había desaparecido.

En esos momentos, Puig Antich tenía dos frentes abiertos: el judicial y la incertidumbre de cuál sería el final, y otro personal. Las únicas personas que le visitan son sus hermanas y Oriol Arau, que acudió casi cada día a la Modelo.[3] Son los únicos que están autorizados para hacerlo. Pese a su empatía, carácter abierto y divertido, Puig Antich no tenía muchos amigos, aunque los que le conocieron siempre resaltaban su atractivo. El periodista Ramon Barnils le pregunta a una chica, que no identifica, que conoció a Puig Antich: “¿Qué le gustaba a Salvador?”. Responde: “Sobre todo, las mujeres”.  Y añade el periodista: “Quien lo dice es una, una de las que le había gustado”.[4]

Hay otra descripción, digamos más cinematográfica, aunque de primera mano. Marcos Ordóñez coincidió en una ocasión con Puig Antich, con Salva, como le llamaban sus amigos, en una fiesta en la zona alta de Barcelona, a falta de recordar en casa de quién:

Lo recordaba muy bien porque comenzaron a poner discos  y más discos y, en lo más alto de la jarana, el que decía ser y llamarse Salvador Puig Antich trepó a un armario, y gritando “¡El salto del tigre!” se lanzó como un nadador, y cayó de pie (entonces), y siguió bailando el twist como si desenroscara el suelo, entre aplausos y risas, y de repente, cinco años después en el raro otoño de 73, resultaba que aquel loco feliz (al que solo podía imaginar en la barra de un club llevándose a todas las nenas de la calle) era un peligroso terrorista que le había pegado un tiro a Paquito Anguas, aquel chaval pelirrojo y timidísimo que tenía la mejor biblioteca de cine que yo hubiera visto hasta entonces…

Así lo cuenta en Una vuelta por el Rialto.[5]

Años después, cuando se empezó a rescatar la figura de Puig Antich, acorde con el revisionismo histórico del momento, y se estrenó la película Salvador[6] –cuyo realizador y guionista quisieron que Marcos Ordóñez les hablase de Francisco Anguas–, volvió a recordar aquellos días y a aquel chico que llegó en moto, de ojos negros y cazadora de cuero:

Parecía un loubard, el prota, de una peli de Truffaut. Sí, parecía francés. Un tipo condenadamente guapo. Uno de esos que hunden en la miseria a los granujientos. También llevaba tejanos. Desteñidos. Yo hubiera dado cualquier cosa por una cazadora y unos tejanos como aquellos. Y por la moto, si hubiera tenido los huevos de conducirla. El tal Salva entró y le bastó cruzar la sala para iluminarla. Se puso a bailar casi en seguida. Por suerte no había tías en la fiesta.[7]

Carta al padre (sin respuesta)

Joaquim Puig Quer carece de fuerzas y de valor para ir a ver  a su hijo a la cárcel Modelo. El 14 de octubre, Puig Antich le escribe una carta; se la entrega a su hermana Carme, con  la que tiene una complicidad especial. Son dos folios, escritos con buena caligrafía, en papel reglado, bien redactados. En castellano, como lo exige la normativa carcelaria. Parece que ha reflexionado sobre lo que quiere contarle. Sin preámbulo alguno, sin decir “querido padre”, ni “¿cómo estás?”, claramente dividida en dos partes numeradas, como si fuera un manifiesto, secamente:

Hay dos cuestiones sobre las que quiero expresarme con suma claridad.

1.Los hijos conocen a los padres más de lo que estos se suponen e imaginan. Y sé, sin mucho margen para el error, que aparte de sorprenderte de manera brutal, los acontecimientos del día 25 del pasado mes, te habrás preguntado muchas veces a ti mismo, si habrás hecho todo lo necesario para dar a tus hijos los mejores medios posibles para salir adelante en esta vida. Y supongo que has pasado días de intranquilidad a causa de esta cuestión.

No tengas en absoluto problemas de esta índole. Has hecho por mí y por todos tus hijos lo que tu conciencia te ha dictado como válido. No te reprocho, sino que te doy las gracias. Me has proporcionado una formación que me ha permitido afrontar responsabilidades y ser capaz de darles respuesta. Actualmente estoy enfrentado a unos hechos sumamente graves y las responsabilidades de esto las acepto enteramente y sé que no va a ser fácil. Pero soy yo y solo yo quien tiene que afrontarlas.

2.Ahora estoy bien. Físicamente me encuentro casi recuperado. De todas formas no tengo ganas de hablarte de mi vida en prisión, pero sí decirte que no tengo “conciencia mártir” y que no me gustan, en absoluto, los actos gratuitos. No sufras por mí y, aunque no será fácil, creo que yo solo puedo y debo enfrentar la situación. Además, las visitas de mis hermanas y los paquetes de comida son apoyos que en estos  momentos adquieren un gran valor.

Aunque políticamente nunca estaremos de acuerdo, deseo, desearía, tu apoyo moral como padre, como hombre que ha conocido temporadas borrascosas en su vida, pero que nunca ha renunciado a unos principios que cree justos.

Tal vez veas estas palabras faltas de sentimiento. Y no es así. Tenemos demasiadas cosas en común para no calibrar el significado exacto de estas palabras. Quiero tener la cabeza clara, ahora más que nunca, y no me gustan ni las grandes lamentaciones ni las explosiones de sentimientos. Quiero que comprendas el significado de esta carta y sé que, aunque dolorosamente, intentarás comprender a tu hijo.

Siempre tuyo.

A continuación, la firma con su rúbrica habitual, la misma que aparece en tantos documentos del proceso. Nombre y apellido.[8]

La carta llega al padre, la lee. No hace ningún comentario. Pasaron los días, pero no contestó al hijo, no se atrevió. Había algo físico que se lo impedía. Así lo recuerda Carme: “Yo le dije que tenía que escribirle a Salvador, pero él no decía nada. Un día se puso delante del papel y empezó a escribir, pero lo dejaba, rompía la hoja, y volvía a empezar de nuevo y volvía a dejarlo. Así varias veces. No puedo hacerlo, me dijo. Y ahí quedó todo”.

Cuando las hermanas, Inma, Montse y Carme, volvieron a ver a Puig Antich en la cárcel, le explicaron que su padre  no podía escribir, que se quedaba paralizado, que nada más redactar unas líneas, lo dejaba. Salvador les dice que lo entiende. Lo disculpa. Ahí lo dejó, pero el desencuentro seguía sin resolverse. Él no lo sabía, pero no le quedaba mucho  tiempo. “Ellos nunca tuvieron buena relación; de hecho, nunca tuvieron relación alguna, tampoco con nosotras; solo con  Merçona, la más pequeña. Era un amor especial”, dice Carme. En otra carta del mes de noviembre de Puig Antich a su hermana Carme –sin especificar el día, como muchas de las  escritas en la Modelo, pero firmada solo como Salvador–, le confiesa que a ella la “descubrió” tarde y, sobre todo, “fuera del marco familiar (esto es lo importante)”. Más adelante, añade: “Respecto a papá, no hay nada que decir. Son demasiados años y demasiados desengaños”. En ninguna de sus cartas escritas desde la cárcel hay una referencia política, ni siquiera si sentía temor por su futuro, ni por supuesto una denuncia por estar preso.

Se inicia un proceso judicial implacable con visitas de abogados y militares para testificar, ratificar, volver a firmar declaraciones y completar así un sumario que ya había dejado preparado la jurisdicción ordinaria. El 21 de noviembre el juez instructor, el teniente coronel Nemesio Álvarez, anuncia que el sumario se ha concluido tras haberse realizado todas las pruebas conducentes “para la comprobación del delito y sus circunstancias”.

El 28 de noviembre es una fecha importante: el fiscal militar comunica a Puig Antich que en sus conclusiones provisionales pide dos penas de muerte. Lo hace en el locutorio de la Modelo. Está solo. En el escrito se exponen las causas ya sabidas en seis puntos: el atraco de Fabra y Puig que ocasionó la ceguera de un empleado, Melquíades Flores, y la muerte del subinspector Francisco Anguas. Dice en el apartado quinto: “Procede imponer al procesado Salvador Puig Antich, dos penas de MUERTE”.

Puig Antich se hunde: oye por primera vez decir “pena de muerte”. Está escrito en unas mayúsculas rotundas.

Retrocedamos dos meses. A las once de la noche del 28 de septiembre, tres días después del asesinato de Francisco Anguas y de la detención de Puig Antich, la policía entra en un piso franco situado en el paseo de Nuestra Señora del Coll, número 86, sótano 3.º 1.ª. Hace esquina con la Bajada de Sant Marià, de ahí la profundidad de la vivienda, lo que no quiere decir que fuese inexpugnable, al contrario. Era una ratonera, aunque nunca se produjo la irrupción del grupo anti-MIL con los habituales inquilinos en su interior: Rouillan, Torres y Puig Antich. Fue este quien confesó dónde vivía en el primer interrogatorio realizado todavía en el hospital Clínico. Entraron sin necesidad de forzar la puerta: con las llaves que llevaba encima el día de la detención.

El operativo lo dirigía el mismísimo comisario jefe de la Brigada de Investigación Social, Julián Gil Mesa, junto a cinco funcionarios, entre ellos Bocigas y Algar, ambos presentes en el tiroteo que acabó con la vida de su compañero Anguas Barragán. Entran en el piso “con todo género de precauciones, ante la sospecha de que pudieran encontrarse en el mismo los dos franceses conocidos por los nombres de Sebas y “Cri-cri”. Una sospecha fundada en la confesión de Puig Antich a la pregunta de cómo y con quiénes había llegado a la cita de la calle Gerona, número 70. Rouillan y Torres huyeron esa misma tarde y llegaron a Toulouse a las cuatro de la madrugada del día 26.

En el interior de la vivienda la policía halló ciento treinta y seis cartuchos de dinamita fabricada en Francia y detonantes eléctricos, pero más valioso que este hallazgo fueron dieciséis ejemplares del primer número de la revista CIA, además de ciento quince del número 2. Sabemos que en el primero se detallaban todos los atracos del MIL y la intencionalidad política de estos. Ahora, por fin, iba a ser considerado un grupo subversivo, político, dejarían de ser unos “forajidos”.  Un grupo subversivo, pero extraño: no se acaban de entender aquellos dibujos, propios de un tebeo. Eso tendría también sus consecuencias.

El capitán auditor, Carlos Rey, lo tuvo muy en cuenta. Fue la prueba clave que armó la acusación y que para los que conocen el procedimiento del Código de Justicia Militar en 1973 fue determinante para la solicitud de la pena de muerte de Puig Antich. Precisamente un texto de una frivolidad cómica, un juego underground, una “parida”, como ellos lo llegaron a calificar, permitió dar un giro al proceso. Aquel panfleto lleno de cómics obscenos y una cronología de todas las “expropiaciones”, definió el principio y el final del MIL.

Los procesados, cada uno por delitos de mayor a menor grado, van perfilando sus defensas. Marian, a la que el fiscal solicita cinco años de cárcel, pide cambiar de abogado: Federico de Valenciano y Tejerina en lugar de Modesto García Fernández.[9] Se produce un hecho insólito o, por lo menos, algo que muestra que la confianza entre dos de los procesados  no era plena. El juez militar instructor, Nemesio Álvarez, está convencido de que Marian participó en los hechos de los que se le acusa inducida por su novio, pero que Pons Llobet y Puig Antich son plenamente responsables de los delitos por los que se les imputa.

Estos últimos participan, el 19 de noviembre en un careo: Pons Llobet dice que él no participó en el atraco de Fabra y Puig, en contra de lo que dice Puig Antich. Ambos se reafirman en la misma opinión. El juez hace “constar su impresión de que la posición de Puig Antich ofrece visos de mayor objetividad y firmeza”. Ese mismo día, también en la cárcel Modelo, Pons Llobet es sometido a una rueda de reconocimiento. Vestido con traje, como el día del atraco de Fabra y Puig, es situado en una fila junto a otras seis personas de parecido aspecto y vestimenta. Los cuatro testigos que participaron por separado en la rueda, todos ellos empleados de la sucursal del Banco Hispano Americano, coincidieron en  identificar a Pons Llobet, pese a haberse afeitado la barba, como uno de los participantes en aquel atraco.

Sin embargo, cuando en la vista del consejo de guerra el fiscal le preguntó a Puig Antich quiénes habían participado  en el atraco de Fabra y Puig, este respondió que Jordi Solé, Jean-Marc Rouillan y él mismo; él podría haber negado su propia participación desde el principio porque permaneció en el coche y nadie le vio: solo María Angustias Mateos, Marga, Quesita, según su declaración. ¿Y Pons Llobet no participó? No, no participó. Preguntado por qué declaró ante el Juzgado  número 21 y ante el fiscal que sí participó, respondió que “lo declaró ante la insistencia de la policía”.

La maquinaria judicial sigue su marcha, cumplimentando aspectos que ahora, también antes, son ridículos, como la solicitud por parte del juez militar instructor al hospital Clínico de los gastos de la operación y estancia de Puig Antich: doce mil pesetas por un total de ocho días ingresado. El juez también quiso saber si Puig Antich tenía licencia para portar  el arma con la que disparó a Francisco Anguas. También se hace constar que falta la partida de nacimiento de Pons Llobet, que debe estar para el plenario…

Oriol Arau solicita que el doctor Juan Obiols, que años después sería el psiquiatra personal de Salvador Dalí, haga un reconocimiento para evaluar la salud mental de Puig Antich. Por ganar tiempo. Por si pudiese abrirse otra vía de defensa. Solicitud denegada: designan a un comandante y a un capitán médico, especialistas en psiquiatría.

El 27 de noviembre, Puig Antich es trasladado al hospital militar para dicho reconocimiento. Allí le espera el comandante Carlos Ruiz Ogara y el capitán Manuel Ruiz, ambos         psiquiatras. Redactan un informe en el que cuentan con la colaboración del propio Puig Antich. En el primer punto dice:

Del estudio de los antecedentes del reconocido, se deduce que no ha presentado enfermedades psíquicas ni neurológicas de interés, salvo el corto episodio de insomnio y nerviosidad del que fue tratado por la Dra. Pérez Simón, recuperando el sueño y su actividad sin más trascendencia.

En el segundo punto, destacan la inteligencia del paciente:

Explorado psíquicamente, resulta estar lúcido, orientado, con buena memoria, sin síntomas de enfermedad psíquica, y con buen razonamiento. La exploración neurológica, es normal. El Test de Raven, da 54 puntos, lo que significa una capacidad intelectual buena, superior al término medio. El Test Rorschach, da también una buena capacidad intelectual, con buena percepción formal de la realidad y sin signos de enfermedad mental.

En definitiva, concluyen que «no presenta síntomas de trastornos psíquicos que afecten a su imputabilidad».

La jurisdicción militar es rápida. A cualquier petición, la respuesta es inmediata.

Notas:

[1] Crónica original, escrita a máquina y con correcciones para ser editada, guardada en el CRAI-Universitat de Barcelona. Fondo Personal Salvador Puig Antich. Archivo del Pabellón de la República.

[2] Se trata del funcionario de prisiones, procedentes del Puerto de Santa María, Jesús Iturre. Tenía veintitrés años cuando se le asignó la custodia de Puig Antich.

[3] Entrevista a Oriol Arau, “No li vaig trencar l’esperança”, por Xavier Vinader, Arreu, núm. 19, febrero de 1977.

[4] Reportaje de Ramon Barnils, ‘Una vida per la vida’, Arreu, num. 19, febrero de 1977.

[5] Ordóñez, Marcos, Una vuelta por el Rialto, Anagrama, Barcelona, 1994, pág. 155.

[6] Salvador, película dirigida por Manuel Huerga, 2006.

[7] Ordóñez, Marcos, ‘El otro muerto’, El País, 1 de octubre de 2006.

[8] Correspondencia depositada en el Fondo Personal Puig Antich. Archivo del Pabellón de la República. Universidad de Barcelona.

[9] Federico de Valenciano y Tejerina fue el abogado defensor de uno de los secuestradores, en marzo de 1981, del jugador del F. C. Barcelona Enrique Castro, “Quini”.

Estos fragmentos pertenecen al libro del mismo título que recibió el Premio Comillas de de Historia, Biografía y Memoria en 2024 y que ha publicado Tusquets Editores.

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