Lo he dicho muchas veces: no hay espectáculo urbano comparable al viaje que uno hace por el metro de Nueva York en cualquiera de sus muchas líneas. El subway neoyorquino es el barco de Caronte, un descenso a los infiernos, la vuelta al mundo en menos de una hora. El espectáculo está abierto las veinticuatro horas del día, aunque es recomendable hacerlo a media mañana o cuando ya ha pasado la hora punta, porque si se hace muy de mañana o entre las seis y las ocho de la tarde, es muy posible que el bosque humano nos impida ver la singularidad de la gente tal como se conduce en ese hábitat subterráneo, de igual manera que difícilmente se observará a un pájaro raro -o de rara belleza- cuando hay ruido o trajín en el entorno.
Durante años he acariciado el proyecto de fotografiar el heterogéneo exotismo de los rostros o filmar, con cámara oculta, las conversaciones deshilachadas que se escuchan en medio del traqueteo del tren, sin llevarlo nunca a cabo, en parte por falta de recursos, pero sobre todo porque siempre me ha dado no sé qué sacar la cámara y ponerme a hacer fotografías sin permiso. Algunas tengo hechas, aquí y allá, a lo largo de los años, sin ninguna continuidad, aunque ahora, con el smartphone, casi invisible entre las manos, creo que me será más fácil reunir una buena colección.
Ayer de regreso a casa, ya casi de anochecida, se sentó delante de mí un anciano en el vagón donde viajaba. Lo tenía de perfil. Estaba encorvado, con las manos entrelazadas, un Nosferatu, ya casi muerto, que desprendía infinita tristeza, infinita resignación. Saqué mi iPod y con mucha cautela le hice una fotografía.
Poco después, sin que yo me percatara, desapareció y se sentaron en el mismo lugar dos jóvenes hispanas, apenas salidas de la adolescencia, la cuales hablaban de dimes y diretes en un español atropellado. No me atreví a fotografiarlas, aunque bien que me hubiera gustado porque una de ellas era muy bonita y la otra tenía un perfil incaico de lo más original en medio de una cara regordeta y bonachona.
Cuando llegaba al punto de destino, antes de la última estación, quise despedirme con una foto panorámica del vagón. Las dos chicas ya se habían ido también y en su lugar había muchos pasajeros que habían transbordado del expreso al tren local en el que yo viajaba. Un joven negro, a mi lado, dormía con su iPod entre las manos y de pie, junto a una de las puertas, había un judío ortodoxo muy hundido en sus pensamientos. Ya en casa hice algún retoque en el Photoshop y pensé que, si alguna vez me decidía a realizar el proyecto, lo llamaría Here Comes Everybody.