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Heidegger, una fotografía

 

Quizás sólo sea posible una fotografía de Heidegger, excluida una película que recogiera su argumento de forma completa. Pero esta situación plantea un incómodo dilema al lector: ¿con qué fotografía quedarse? Las hay diversas: el serio catedrático de universidad; el deslumbrante joven profesor que iluminaba posiciones políticas extremas, alimentando por igual a teólogos y revolucionarios; el seductor de deslumbradas estudiantes; el impostado nazi; el afectado personaje con corbata que jugaba a campesino; y envolviendo a todas, finalmente, el mítico filósofo. La vista simultánea de todas esas fotos produce una distorsión reflejada en la última instantánea, la que conjuga el carácter mítico con el de filósofo. Verdaderamente, ¿puede ser mítico un filósofo? En esa mezcla se encuentra quizás la anomalía que resulta ya inseparable del nombre Heidegger y que se resume en los siguientes términos: el personaje se ha antepuesto a su obra. De ahí justamente su éxito, que frecuentemente hace de su obra un ornamento más de su exótica figura, a veces grande y a veces ridícula. La aproximación a Heidegger se encuentra así contaminada de antemano por un éxito viciado, resultado de mezclar una extremada lucidez y un estilo intencionadamente ambiguo. Cuando el discurso filosófico sobre el ser, siguiendo la tradición de Aristóteles, Kant y Hegel, viene también acompañado por una grandilocuencia y una llamada afectiva a transformar la historia, el pensamiento se desliza inaparente pero ineludiblemente hacia la profecía. Tampoco se puede descartar que el constante tránsito de la gravedad de la pregunta filosófica fundamental a la aparatosa retórica en la que se mezcla el retorno a un ingenuo primitivismo con la llamada a un nuevo futuro, se encuentre ya inicialmente al servicio de una auto-redención que viniera a rescatar de su desgracia al filósofo caído para conducirlo a su aura heroica, que habría de justificarlo todo. Después de reconocer lo que ese tránsito tiene de farsa, a la buena recepción hoy le cabría como única tarea suspender ese deslizamiento hacia la profecía y denunciar la falsa ingenuidad. Tal vez así, y al margen de la fascinación del personaje, recordado muchas más veces por el papel representado en la comedia que por su obra, se podría reconocer que esa deriva a favor del viento reinante venía reclamada por un público que inconscientemente había asumido la irrelevancia de la reflexión enclaustrada todavía en la academia y enfrentada ya sin poder a las nuevas fuerzas pseudo-políticas de naturaleza intelectual o militar. Pero de ningún modo se trata sólo de que la catástrofe ligada a Heidegger proceda del público que reclamaba una figura eminente para la legitimación de su grito (que desaforadamente exigía a la par el dominio violento sobre lo extranjero, incluida su aniquilación, y la propia seguridad de su madriguera burguesa), sino de si el propio fracaso de la filosofía en su última aparición épica resulta atribuible a un personaje –ciertamente a uno que vino a constatar biográficamente su inevitabilidad– o a lo extemporáneo del discurso mismo. Porque ciertamente la pregunta por el sentido del ser planteada por Heidegger como inicio y núcleo de su filosofía no sonaba contemporánea, sino antigua y trasnochada. ¿Pero lo era?

       Con un golpe de efecto, en las cuatro primeras páginas de Ser y tiempo (1927) Heidegger recupera sumariamente el pasado de la pregunta desde Platón hasta Hegel y lo propone como el problema exclusivo y más actual de la filosofía, pero olvidado. De ese modo, se introduce él mismo en escena como evocador de la pregunta y continuador privilegiado. ¿Fue acaso ese eco que procedía del pasado el que catapultó a la fama una reflexión cargada de una dificultad casi inaccesible? ¿Se percibió en ese mismo eco, tintado de nostalgia romántica –el olvido del ser–, un esperado motivo de ruptura con la tradición moderna, definitivamente desencantada? ¿Percibió aquel lector contemporáneo de entreguerras en las figuras de la existencia y la muerte, planteadas filosóficamente en Ser y tiempo, otro remedo de salvación heroica que le alejaba de su malestar? En todo caso, Heidegger arrojó provocadoramente contra aquel lector contemporáneo la antigua cuestión en toda su extrañeza, recuperando su actualidad perdida al margen de la tradición moderna. Seguramente, la apelación al ser surgió ya inicialmente contra dos dogmas contemporáneos de la Ilustración: el carácter lógico-analítico de verdad científica, representado por la tradición liberal anglosajona, y la utopía marxista, representada por la tradición socialista. Heidegger se apartaba así por igual en ese primer tercio del siglo de Wittgenstein y Lukács. La pregunta por el ser, planteada con insistencia retórica al principio de su obra, resultó doblemente reaccionaria al revelar un sentido ajeno por igual a la ciencia y a la política. Definitivamente, la Ilustración moderna tenía que pasar por un examen previo, del que eventualmente podría salir suspendida: aclarar en qué consiste ser. Esta pregunta, acompañada de su sugestivo carácter, se volvió emblema de la filosofía en aquella actualidad. Pero, ¿qué constituía lo más específico de la misma, su carácter antimoderno?

       Si bajo su comprensión habitual el término ser aparece en toda su obviedad remitido a la esfera gramatical (lingüística) o a la puramente material de las cosas, Heidegger adelantó una respuesta extraña: el tiempo inherente a la categoría verbal no tiene sólo un carácter gramatical, sino real y efectivo. Por lo mismo, bajo el término ser no hay que sobreentender un significado lingüístico o un concepto, sino lo inherente a la misma cosa tal como aparece. Bajo esta premisa, la cuestión del ser rompió un sobreentendido de la filosofía moderna, que confinaba su significado a la lógica o a la dialéctica revolucionaria. Lejos de eso, el ser aparecía simplemente como lo anterior, sin reglas que garantizaran su presencia. Ese carácter indescifrable e intratable por cualquier método, lo remitía a una esfera inquietante, de la que pese a todo tenía que hacerse cargo la filosofía. Y Heidegger se hizo portavoz de su propio encargo, abriendo un camino que enfrentaba a la razón moderna con su propia inseguridad.

 

 

       Ochenta años después de aquella primera obra, ¿a qué lector le cabe decidir hoy sobre lo contemporáneo o extemporáneo de la pregunta por el ser, vuelta ya después de Heidegger una mera fórmula retórica identificada con su nombre?, ¿se puede atender sin más a la pregunta desde la obra del filósofo después del caso Heidegger? Finalmente, ¿se puede encontrar tras tantas pantallas quién lea al Heidegger desmitificado, que no debería ser ya ni el ilustrado ni el anti-ilustrado? 

       Más allá del personaje y su intento inicial, la propia obra de Heidegger traza en su pretensión la historia de un fracaso. Ya Ser y tiempo, de 1927, es la exposición de un programa no sólo incumplido sino incumplible. El proyecto no fracasó porque quedara inconcluso, sino que emergió ya intencionadamente como tal. En efecto, ¿podía esperar Heidegger una respuesta a la pregunta por el ser más allá de un adelanto provisional? Lo más decisivo de ese libro mayor, que destruía una Tradición a la que simultáneamente elevaba a su cumbre más alta, surge seguramente desde la perspectiva de hacer aparecer de forma expresa el fracaso de la cuestión del ser, pero siguiéndolo paso a paso. Algo así como si el técnico de fotografía nos mostrara a la luz el proceso del revelado químico de una imagen, que fatalmente nunca llegaremos a ver, precisamente porque se ha realizado a la luz. En la medida en que la cuestión del ser se puede exponer, deja de ser. Pues bien, tal vez Heidegger llevó a la forma de obra escrita, no ya la cuestión del ser, sino la de su dejar de ser, pero haciendo de esta exposición la cuestión misma de la filosofía. El lector que afronte hoy este aparente juego se encontrará expuesto a dificultades, la primera de todas relativa a esa aparente incongruencia, pues, ¿para qué el intento de exponer algo si justamente la exposición lo invalida? Otra dificultad para el lector residirá en reconocer si todo el trayecto de Heidegger resulta errático como consecuencia de ese problema inicial. ¿Cómo se puede explicar la intención y naturaleza de esa incongruencia? En todo caso, en ella se vislumbra lo más original y extraño de la obra de Heidegger. También lo más sospechoso, que lo persigue desde el comienzo.

       En nuestra propia fotografía –a su vez siempre en trance de velarse– el fracaso que hace aparecer Heidegger se plasma en dos estratos: la imposibilidad de una construcción teórica del mundo y la falacia de una reconstrucción histórica del tiempo. La exposición de este doble fracaso margina consecuentemente a las dos tradiciones herederas de la filosofía: la científico-natural, cuya certeza resulta cuestionada desde un punto más original, y la histórica, de corte hegeliano-marxista, cuyo sentido de la sucesión explicable desde un concepto posterior aparece como una mera construcción derivada (cuando no retórica). La cuestión del ser, localizada tradicionalmente en la naturaleza (la esfera del objeto) y la historia (la esfera del sujeto), queda más allá de cualquier doctrina. Objeto y sujeto aparecen sólo como máscaras de lo que no se puede mostrar. Con Heidegger se clausura esa imagen de verdad natural e histórica, pero en unos términos tan originales que peligrosamente casi llegan a reponer a la clausura y lo no-mostrable como sustitutos de la verdad, elevándolos así al máximo rango filosófico, pero cuando ya no queda nada por tratar. El reiterado anuncio de las ruinas de la filosofía, proclamado con insistencia por quienes ligaban su final a una transformación práctica y revolucionaria del mundo, se denuncia en Heidegger como ruina del propio anuncio, que pese a todo pretendía aparecer como principio y guía del ser.

 

 

       Si en la modernidad desde Descartes a Hegel, a través de un recorrido ya más destructivo que constructivo, ese principio contemporáneo estuvo llamado a ser de una u otra manera la conciencia o el yo, bajo cualquiera de sus formas (el individuo, la clase, la sociedad), la propuesta radical de Heidegger lo entierra en una nueva (anti)-figura filosófica extraña al sujeto: la existencia. Definitivamente, signifique lo que signifique tras tantos análisis –el sublime del propio Heidegger en Ser y tiempo y el de sus exégetas– esa figura se convierte en el sepulcro del yo. O más certeramente expresado: en la revelación de que la conciencia o el yo constituyen una cara más, sólo inicialmente privilegiada, del propio ser, cuya naturaleza resulta in-exponible. Se podría decir que un descubrimiento parecido fue el iniciado por Freud, e incluso por otros, como Husserl –el análisis de la intencionalidad– o incluso Saussure (para quien la lengua constituye sólo la cara explorable del inexplorable lenguaje) en ese incierto comienzo del siglo XX, pero no se entendería del todo la originalidad de Heidegger. Después de todo, Freud continuó considerando como principio a un yo, aunque estratificado y desestructurado, del que forma parte natural su realidad patológica –justamente debida a esa imposibilidad por aparecer estable en un estrato determinado–, mientras que Heidegger abandona la arquitectura del yo y reconoce, en su lugar, otro origen, que a su vez resulta in-exponible y hasta in-interpretable. En realidad, más que del yo o de un origen del mismo que queda atrás, se trata de la pura existencia: lo que desiste en la medida que quiere persistir. Se suspende en esa singularidad implícita de toda situación el problema de la relación y fijación de sujeto y objeto, igual que el éxito de cualquier construcción teórica acerca del mundo o de sí mismo, porque ya la mera fórmula sí mismo, tan cara a la representación del Idealismo de Hegel, se vuelve un simple fantasma. Este abandono del sí mismo  tras su reconocimiento fantasmal señala indefectiblemente una clausura, interpretable como senda trágica, pero cuando la tragedia ya se ha diluido en la novela del tiempo perdido. Si quizás todavía Proust, como de nuevo también Freud y otros, sobreentienden la narración como redención –y así incluso puede aparecer el tiempo recobrado o la curación–, Heidegger, ligando la situación del hombre contemporáneo a la de Prometeo o Edipo (pero todavía sin complejo), recobra el antiguo sentido de la tragedia en la que no cabe reconciliación. La cuestión es si no cae así en la farsa de toda repetición. Ciertamente la Trágik del hombre es que no hay identidad posible o, lo que es lo mismo, que en el aquí vulgar y cotidiano de la situación existencial se juega en cada momento todo lo que hay, pero no como resultado del enfrentamiento objetivo al dios o la necesidad, sino a la mera disparidad fragmentaria de la subjetividad. La elevación extemporánea del hombre (que sólo bajo la pura apariencia somos nosotros mismos) a un punto de consideración trágico y heroico desde su papel absoluta y asumidamente vulgar, acaba elevando a principio no ilustrado esa diluida subjetividad moderna que se infiltra así clandestina (y no ilustradamente) por todos los resquicios, buscando a su vez su instante de protagonismo y heroicidad. Aquí reside tal vez el equívoco de la Trágica si previamente no se ha reconocido que la tragedia no puede ser moderna, porque moderno sólo puede serlo el yo (y su ruptura y decaimiento). Antes que Heidegger lo vieron el propio Descartes, Shakespeare y hasta Cervantes, quienes además lo percibieron atormentado y fracasado, siempre más próximo a las pasiones o al acomodo que a la clarividencia de la luz, pero todavía en el conflicto entre la salvación y la perdición. De lo contemporáneo incluso se ha borrado ese conflicto moderno y su restablecimiento trágico-filosófico puede acabar, cuando no ya surgir, en el artificio. No se puede suplantar al trágico héroe griego (o en todo caso, cabe hacerlo como Joyce con Ulises). Sólo cabe escenificar la fórmula griega a la luz de sus ruinas: no es Edipo, sino el complejo de Edipo, el que diluye al trágico héroe en la farsa del protagonismo de cada cual.

 

 

Y sin embargo, más allá del error de la Trágica heideggeriana, desde el descubrimiento del yo vulgar de cada caso (falso héroe, además de peligroso) hasta su consecuente comprensión existencial a partir de la estructura del tiempo, se encuentra lo más alto de la filosofía de Heidegger, su logro y su éxito, que sin embargo nos devuelve al punto de partida, a la pregunta por el ser, pero en un horizonte (definitivamente el contemporáneo) en el que no existe vía, ni segura ni insegura, que se pueda transitar. Ciertamente, los caminos de Kant, como también anunció otro autor del tiempo de Heidegger, ya no son transitables: “¡Felices los tiempos para los cuales el cielo estrellado es el único mapa de los caminos transitables y que hay que recorrer, y la luz de las estrellas única claridad de los caminos!”. Heidegger, más allá de la bella y todavía romántica convocatoria de Lúkacs, reconoce que no hay camino filosófico que conduzca al umbral del ser, excepción hecha de que el propio umbral y el camino mismo se interpreten como el ser. Pero lo de camino se vuelve así una nueva figura que aúna a un tiempo el principio de busca con lo buscado. O lo que es lo mismo, que reconoce que no hay nada que buscar o que la certeza se identifica exclusivamente con el propio tránsito. Pero, ¿hacia dónde? Como único recurso (tal vez romántico, tal vez con vocación permanente de post-) resta apuntar a un camino de bosque cuyo adentrarse en la espesura y oscuridad de la selva vuelva a ilustrar de nuevo la disolución del camino como solidaria de la disolución del propio yo y de la propia búsqueda. Pero el restablecimiento lúcido de una figura cargada de metáfora –el camino– sin mostrar previamente su carácter de mero recurso literario descriptivo, vuelve a llenarla de exotismo a la par que a devaluarla en su interés filosófico. Y eso al margen de su éxito, pues pocas nociones en el argot de Heidegger han tenido más fortuna que la de caminos, reproducido en títulos, traducciones, trabajos, etc. Pero cuando en la modernidad el método –el camino– ha conducido a la destrucción de la propia selva y ha disipado toda oscuridad que no sea producida (anteriormente había que producir la luz), el recurso a la figura del camino corre el peligro de volverse un mero reclamo turístico, único horizonte donde todavía guarda un sentido (publicitario, desde luego) lo de caminos intransitables y desconocidos. Sólo como un eco del lejano y ya mítico pasado resuena la diosa que advertía al joven en el Poema de Parménides de las vías que podía tomar. Allí al menos –y por eso la tragedia era real y no subjetiva– cabía el error que te precipitaba al abismo. Aquí, el camino mismo, cualquiera, se ha vuelto el propio abismo, y además nada trágico. Y Heidegger continúa de todos modos haciendo filosofía en ese abismo –la filosofía del ser, la naturaleza inquietante de la cosa–, de la que ciertamente sabe que no cabe esperar ningún resultado que no sea transitar por ella. El hombre que marcha, de Giacometti, evoca la imagen más próxima a ese transitar sin origen ni final, pero igual que en la escultura, el hombre contemporáneo, lleno de complejos, parece hacerlo en la inmensidad del desierto urbano o el erial del museo, desde luego sin aventura ontológica. Tal vez ya siquiera sin aventura crítica ni política, a diferencia de la gran tradición ilustrada.

 

 

       Pero Heidegger persiste, el itinerario de la mente hacia Dios (ahora hacia el ser, ya sin mente ni Dios) no contiene hoja de ruta, y eso es precisamente lo que lo hace fundamental: sólo queda el puro trayecto, pero desposeído de orden y sucesión, un camino permanente, sin paradas – sin Ítaca a la que llegar, puro intermedio. ¿Y cómo reconocer y devolver en ese horizonte sin señales un sentido, que a mayores es el del ser? Hacerlo, atribuyéndole un contenido determinado, sería algo así como restituir el antiguo principio metafísico, fuese cual fuese su nombre –substancia, sujeto, voluntad–, pero no hacerlo sería detener la filosofía. En esa ambigüedad culminante se desarrolla el Heidegger que viene después de Ser y tiempo, obra que, por encima de su propio intento, y sobre todo leída casi un siglo después de su redacción, no comienza sino que concluye una tarea. Heidegger alcanzó allí un supremo descubrimiento: el trayecto sin itinerario, o lo que con otros términos se puede llamar la pura sincronía, el trayecto sincrónico (la temporalidad frente al tiempo). ¿Resulta eso posible, cuando el sentido normal identifica trayecto con desarrollo? Si el Idealismo alemán, al menos en una de sus versiones potentes, de la que también nace Heidegger, se puede caracterizar como la propuesta por identificar absolutamente la diacronía con la sincronía, la historia con la estructura, el tiempo con la lógica, en Heidegger se vislumbra el intento por romper la oposición o, más sutilmente, por trasladarla a uno de los lados –por descontado, al sincrónico-. Esto se traduce en su fórmula fenomenológica (que es la más trágica, sin que sea necesario apelar a ese título), que se puede transcribir así: hay historia, pero ésta no se encuentra detrás, como pasado que se pueda recobrar, ni delante, como proyecto que se pueda calcular. Ni siquiera en un presente absoluto, sino simplemente aquí, donde la noción misma de presente se disipa en cuanto quiere aparecer como tal, sepultada por esa historia que se encuentra inefablemente, y sin posibilidad de reconstrucción completa, en la operación de cada instante. Y no ya en nuestra operación subjetiva y vital, sino simplemente en el simple y puro acaecer del instante –tiempo–, imposible de ser localizado en una cadena sucesiva o significativa. Hay historia, así pues, pero no hay sucesión reconstruible conceptualmente. La filosofía de la historia es una falacia a la que no le cabe conocer ni anunciar acontecimiento alguno, precisamente porque el acontecimiento en cuanto tal –si no, ya no lo es– no se deja anunciar. El lenguaje, las imágenes, los sobreentendidos, las diversas localizaciones (reales o imaginarias), las situaciones en su conjunto y en su detalle, se resumen siempre en un indefinible universo anterior que no resulta organizable en ciencia alguna, sino que en todo caso acontece sin pauta, recomendación ni jerarquía, y dibuja en cada momento lo que hay, como si en ese mismo momento toda la historia se encontrara tras nosotros y decidiera. Naturalmente –eso lo ve bien Heidegger– esa totalidad se presenta sin contornos precisos, a veces tranquilizadora, a veces amenazadoramente, pero en ambos casos trasluciendo un horror más allá de cualquier reconstrucción geométrica. Esa totalidad, que no puede aparecer bajo una figura completa, es el pasado. Por eso mismo es también el presente, en el que simplemente ocurre, sin plan ni aviso previo que no sea aparente, lo que llamamos futuro. Y esta traza o puro significante –mezcla de lo que bajo el imperio de un orden entendemos como sucesión de pasado, presente y futuro, pero que nunca se presenta así– es el que hay que descubrir como fenómeno, pero sin apelar a una lógica, que siempre sería derivada. Si toda historia (de lo que sea, desde la del propio individuo a la del grupo o la sociedad) sólo resulta practicable fenomenológicamente –y eso significa siempre de modo fragmentario–, pues el aquí es irrepresentable, el análisis ha de suspenderse. En esta encrucijada –continuar por el lado del análisis, buscando uno más refinado que el de la ciencia (es decir, uno con propósito de saber y no meramente de operar) en el que acabaría diluyéndose la filosofía, o tomar opción por el de la filosofía– se puede situar retrospectivamente a un Heidegger que eligió la segunda alternativa, pero constituyéndola a su modo e introduciéndose así por la vía más incierta y hasta sospechosa: no filosofía de la historia, según una burda reconstrucción lógica que se hace siempre desde después, sino poética de la historia. Esta fórmula señala la renuncia de Heidegger al análisis para adentrarse por la vía de la descripción, que le lleva a una reinterpretación del mundo y, acaso, del tiempo. Toda la obra posterior a 1927 se puede incluir, con logros y mayores sombras, en esa poética que lo es a la vez de la historia y de la propia filosofía. La cuestión clave no reside en que Heidegger encuentre en la poesía la verdad que no le da la lógica (eso es trivial), sino que pretende una poética que constituya una reinterpretación de la propia lógica, es decir, del valor de la construcción del pensamiento, reconociendo su atadura a la visión de lo que hay. Para el intérprete, no obstante, se deben suscitar inmediatamente dos dudas: qué es lo que propiamente hay y quién lo ve. Esta duda viene a resucitar el viejo problema de la relación entre el objeto (lo que hay) y el sujeto (quien lo ve), pero ya a la luz de su disipación. De esa extraordinaria, pero seguramente también burda Poética, queda excluido el análisis para quedarse en una descripción cuyo resultado, paradójicamente, si se tomara sólo como uno propio del análisis, sería tal vez certero, pero que tomado como lo que es – resultado de un pensamiento que previamente ha renunciado a la construcción de un concepto y se ha abandonado a la imaginación – resulta, en el mejor de los casos, pintoresco, cuando no simplemente falso o profético.

 

 

       El cuadro de los zapatos de la campesina de Van Gogh no puede constituirse –para empezar, como se nos ha dicho ya, porque él mismo es una representación y no la realidad– en una descripción del mundo del trabajo y la biografía mistificada del esfuerzo campesino, casi a semejanza de cómo en el polo opuesto el arte socialista pretendía representar en clave realista y con registro heroico el trabajo fabril. El templo griego tampoco vale como ese privilegiado espacio intermedio entre la tierra y el cielo –los mortales y los inmortales–, porque él mismo se encuentra ya irremisiblemente identificado con la representación turística y es ajeno al presunto mundo del que procede. Más próximo a lo griego, si se puede decir así, se encuentra el chiringuito de souvenirs que se planta delante del tempo en ruinas que las mistificadas ruinas para alimento turístico. Aquello, por lo menos, no tiene pretensión de aparecer como verdad, y en su pretensión de aparecer como tal, las ruinas revelan su realidad (falsedad) de decorado. Pueden ser asunto de turistas, pero no del filósofo, como no sea para denunciarlas. En definitiva, en su pretensión de remitir la obra de arte a su origen, ciertamente Heidegger consigue arrancarla por un momento al dominio de la Estética moderna, que la ha convertido en un tipo de objeto determinado (el objeto bello) y mercantil, pero para retrotraerla a la imposible esfera de la poiésis griega, eludiendo así su verdad intrínseca, que no es la del artesano griego, sino la de una mercancía más en el circuito del mercado industrial y comercial. En otra de sus elecciones temáticas, la arquitectura,  el filósofo vuelve a pontificar sobre el habitar, denunciando la pérdida de su esencia. Resulta cuestionable el tono, siempre ambiguo, sobre todo cuando previamente no se había cuestionado la posibilidad de detener el bombardeo que arrasaba ciudades, y hasta se había potenciado esa posibilidad, siempre bajo la convicción de que la victoria no conllevaría las ruinas de lo propio, sino sólo de lo extraño, como un remedo falsificado de la lucha del griego contra el persa. ¿Qué verdad se esconde en denunciar filosóficamente las nuevas construcciones aceleradas de la postguerra como simples cobijos extraños a la esencia de habitar? Esa esencia –bien lo evidencia también Heidegger en su escrito– se había perdido, y no en un momento concreto de la historia ni tampoco como resultado exclusivo de una actuación específica, la de Hitler o Stalin, o la de todos los que fueron sus compañeros en la convicción y la destrucción, e incluso los adversarios de éstos (pues todos participaron de la catástrofe). Se había perdido desde el momento en que justamente se reparó en la cuestión de la esencia abstracta, por encima del simple ser de cada cosa, de cada casa. El habitar –y eso es lo más verdadero de lo que dice litúrgicamente Heidegger por debajo de su bella historia sobre la figura de la casa y el puente– resulta imposible y no habrá futuro que lo rescate, igual que ningún futuro devolverá a los salvajes que conocemos por la etnografía su tierra y su cielo, sus aguas y sus dioses, tampoco sus crímenes. Eso lo sabe Heidegger tan bien como el etnólogo y el etnógrafo, pero esconde míticamente lo perdido en la bella figura filosófica de la pérdida de la filosofía, de la que hace tema. Heidegger nos vuelve así a confundir con la identificación entre lo perdido y la pérdida misma. A ésta última, llenándola de sentido y evocación positivos, la utiliza como contenido estructural de su Poética. Pero al recuperar con esta retórica de la esencia –de la obra de arte, del habitar, de la pérdida– un nuevo lugar para la filosofía (el lugar de la pérdida), enmascara de nuevo la irrebasable distancia entre la víctima y el que reflexiona a distancia, instalado también de modo seguro y clarividente en el Hotel abismo –en el caso de Heidegger, cabaña-.

       El punto más litigioso de la Poética de Heidegger se encuentra aquí, en la verdad o falta de ella que expresan sus descripciones del sentido, sus oposiciones, que son a la vez las que diluyen lo más amargo de la filosofía: que ninguna de las figuras que resulten de una descripción puede ser verdadera, precisamente porque lo son de una descripción que se sobreentiende por encima de cualquier condición y de cualquier mirada.

       ¿Miró Heidegger? Tal vez vio lúcidamente, hasta el deslumbramiento, pero de nuevo se hace preciso preguntar si miró. Vio que una oposición entre la tierra sobre la que se asienta todo y el cielo por encima constituye lo más relevante de la estructura de una cosa –por encima de su mera identificación con sus límites físicos– pero no identificó esa visión como una mera estructura conceptual, porque eso hubiera significado seguir reconociendo algo así como un papel a la subjetividad teórica, por dañada que estuviera. No percibió así que el reconocimiento de esa estructura, independientemente de que fuera un resultado constructivo de la reflexión, diluía más efectivamente la propia estructura del sujeto (al desentrañar lo opaco del objeto o la cosa en una trama de relaciones) que su propia evasión del sujeto bajo la convicción de ver algo constituyente de lo real –la relación tierra/cielo– sin tener en cuenta la mirada que, de todos modos, siempre ha elegido ya previamente lo que hay que ver. Pues, ¿cómo se pueden reconocer con independencia los constituyentes verdaderos de lo real si éstos no proceden de la mirada o el concepto? En su mayor logro filosófico-poético, Heidegger sobreentiende un ver y elude la inevitable intención de la mirada, como si esa intención contaminara ya la visión del ser. Desde su propio pensamiento, sin embargo, desde aquel lejano Ser y tiempo, sabía que la mirada ya interpretaba todo, antes incluso de que algo apareciera ante los ojos y pudiera ser visto. En ese sentido vuelve a traicionar un presupuesto de su obra, que ningún resultado que proceda de una descripción deja de serlo de una elección.

       En un momento determinado de la obra de Heidegger se produjo seguramente una huida (tal vez desde su mismo comienzo) que se llenó de clarividencia heredada y de sombras adquiridas por el camino. En lugar de mantenerse en el amargo discurso de lo negativo, que constituye la mejor versión de la filosofía después de Kant y Hegel, pretendió, a veces tímida y a veces grandilocuentemente, imponer un discurso lleno de contenido positivo, y falso por eso mismo. Muchos de sus mejores resultados ulteriores habrían ganado relevancia filosófica de no sobreentenderse una ontología implícita, que –bien debería saberlo él– por ser implícita, no podía ser verdadera. Porque la verdadera ontología, y eso procede paradójicamente también de su obra y cosecha, es la que se pone delante para desmontarse a sí misma, reconociendo precisamente los límites de toda fenomenología: que todo lo que se ve no es lo que hay –las cosas mismas– sino algo inmediatamente falso, pero que tiene que revelar su falsedad. Y esa tarea –ingrata – es tal vez la que le quede a la filosofía, despojada de discursos construidos sobre esto y aquello –sobre el mundo o el yo– para mantenerse en la meticulosa y analítica destrucción de lo dado (lo visto) a partir de una mirada segadora que sabe de antemano que ninguna visión, salvo la producida en el reiterado trabajo de desmontaje, vale. Que no hay ontología positiva es en realidad un resultado de la mejor lectura de Heidegger, como lo es el reconocimiento de que la poesía tiene una validez trascendental (como condición de posibilidad de decir), pero no trascendente (como discurso válido sobre algo). Otro resultado es el reconocimiento de que lo que se da en llamar historia no es un desarrollo reconstruible lógicamente, sino un corte que se nos ofrece completamente a nosotros, los herederos, en toda su concreción y crudeza, a fin de descifrarlo en su sincronía, pero no en su imposible desarrollo. Éste es también el lúcido Heidegger que sin embargo se hace trizas a sí mismo cuando reconoce, aunque sea lejanamente, aunque sólo sea evocadoramente, que cabe algo así como otro comienzo. Habría que preguntarse: ¿a partir de qué? Porque si se parte de algo, según su propia descripción fenomenológica, ya no puede haber otro comienzo. Comienzo sería tal vez detenerse en lo irremediable, lo que hay, y mirarlo –fijar un límite al tiempo entre un comienzo y un final, al que podemos llamar historia– tratando de reconocer tal vez no qué es el ser, sino qué ha pasado, en lugar de anticipar proféticamente futuros que presumiblemente también serán catástrofes, precisamente por anticiparlos. En lugar de esa consecución futura, más decisiva resulta aquella interrupción del tiempo pergeñada en su obra cumbre bajo el término existencia, donde el tiempo es el tránsito obligado a cada paso, pero no el tránsito obligado a otra época.

       Heidegger llena toda esa ambigüedad que lo hace a un tiempo frágil y poderoso, clarividente –precisamente cuando reconoce las sombras que constituyen lo que se ve– y oscuro –cuando le devuelve a las sombras la categoría de principio de la filosofía-. En esa permanente auto-desfiguración se juega la obra de Heidegger, sobre todo en su nivel retórico. 

       Así, la cuestión Heidegger no pasa ya, eso es seguro, por condenar ni justificar al personaje por su error nazi. Heidegger no fue marxista ni un pensador de izquierda. Seguramente fue emocionalmente anti-demócrata. Pero reprochar eso como falta histórica o defecto personal sólo conduce a encubrir las cosas, que son mucho más desagradables de lo que cualquier aspecto biográfico pueda importar. Si hubiera que relacionar al personaje con su obra, invirtiendo el actual desequilibrio a favor del personaje, ciertamente no habría que olvidar su reaccionarismo radical ni su filiación, pero tampoco que el reaccionario profundo que buscó de modo muchas veces folclórico su refugio rural en la tierra natal, pensó y describió filosóficamente como ningún otro la ausencia de lugar, el desamparo y la intemperie total de los que ninguna patria puede salvarnos. Tampoco habría que olvidar cómo el reaccionario fue también responsable de demoler la tradición reconociendo su interna falsedad y sugiriendo que sólo a partir de ese reconocimiento sería posible pensar y decir en el futuro una palabra, aunque de entrada haya que renunciar a que esa palabra anuncie algo nuevo. Heidegger no fue un poeta, tampoco un político. Sin embargo, la ejercitada mezcla imperfecta de política, poesía y filosofía creó un personaje anómalo, culminación de una tradición falsificada, contra la que de todos modos se revolvió, descubriendo en la luz de su verdad el potencial para conducir al error. El nazi Heidegger que no pudo ser marxista, desmontó esa misma noción de verdad, aunque paradójicamente él mismo elevara de nuevo a verdad pseudo-poética la catástrofe que le tocó vivir y hasta protagonizar. 

       Pese a todo, de su lectura podría surgir un lector –porque antes de la lectura no hay lector posible– que aprendiera a reconocer la brutalidad que hay sin elevarla estéticamente como él a una realidad heroica que diera sentido a la vida y a la historia. Para ese lector de Heidegger, el sentido del épos tendría que encontrarse más bien en el silencio de la interpretación de casi todas (no todas) las páginas de Ser y tiempo y un puñado más de escritos. Allí, más allá del personaje y de una obra indisociable en su momento del personaje, se encuentra el lugar de un posible lector cuya ideología (es decir, cuya mentira) no le impida de antemano leer su obra como sospechosa de esconder un peligro y le permita, de ese modo, descubrir un error.

       Entretanto, más decisiva resulta la cuestión de saber si ese intérprete-lector tiene todavía un lugar o si la posibilidad de su figura ya se ha borrado definitivamente. También Heidegger sigue siendo lúcido para dirimir esa cuestión. Quizás no sea ya la cuestión del lector, sino si ya contemporáneamente ha pasado el tiempo mismo de la lectura de las obras filosóficas. En parte y a la vista de eso, como señal de un final, también se escribió con seguridad Ser y tiempo.

 


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