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“Hemos sido corresponsables activos del deterioro del Estado”. Jordi Gracia o las ganas de pelea

 

Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es una máquina de producir reseñas breves y libros gordos. También es un manojo de nervios cuya energía podría iluminar medio barrio del Eixample barcelonés. Habla y escribe a cien kilómetros por hora, se excita fácilmente –las manos agitadas, la voz subida en un octavo y diez decibelios– y excita fácilmente a los demás. En sus libros y artículos rehúye la prosa plomiza del académico; siempre ha escrito con la soltura estilística del ensayista literario, dejando que sus gustos, disgustos e intuiciones se plasmen en temas y tropos abarcadores. Su trayectoria ha sido excepcional en todos los sentidos, tarea nada fácil en una cultura universitaria tan conservadora como la ibérica.

 

Catedrático de Filología Hispánica en la Universitat de Barcelona desde la inaudita edad de 40 –después de haber tardado diez años desde el doctorado en sacar la titularidad–, ha conservado un aire de enfant terrible, procaz y precoz. Le gusta verse como demoledor de clichés, rompedor de tabúes. Lleva dos décadas intentando redefinir la narrativa maestra de la historia intelectual española. En La resistencia silenciosa y sus libros sobre Dionisio Ridruejo presenta un argumento provocador. Afirma que los orígenes de la democracia española postfranquista hay que buscarlos no en la República ni en el exilio, sino en la propia España franquista: concretamente, en el precario cultivo del liberalismo de parte de intelectuales más o menos desencantados con el régimen. En 2011, junto con Domingo Ródenas propuso un nuevo relato de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, en un tocho de casi 1.200 páginas para una serie editada por José Carlos Mainer. En El intelectual melancólico despotricó contra colegas quejosos de ego sensible, incapaces de adaptarse a los tiempos que corren y tentados por el pesimismo cultural. Esta primavera ha publicado una biografía de Ortega y Gasset. Es colaborador frecuente de prensa (sobre todo El País) y ya hace varios años que se escapó del gueto filológico del suplemento literario para zambullirse, desde las páginas de opinión, en enconados debates políticos.

 

Jordi Gracia, para mí, es un enigma. Cuando coincidimos lo pasamos de lo más bien; por escrito nos llevamos a matar. En persona es un tío majo de ideas progres –o sea, normales–, espíritu abierto y mente flexible; leyéndolo me parece terco, un tanto tramposo, injusto con la izquierda y demasiado clemente con la derecha. Le puedo perdonar su amistad con Javier Cercas y Andrés Trapiello, pero no me explico su sintonía con la generación intelectual que le lleva 20 años: los Pradera, Juliá, Mainer, Savater. Para un inconformista da visos de estar muy cómodo en su entorno institucional, que no parece haberle tratado mal, aunque es posible que, por modestia, esconda lo canutas que las ha debido de pasar en un mundo universitario poco receptivo a lo diferente. También me consta que padece de un optimismo a prueba de bomba que debilita su capacidad de ver ciertos aspectos del presente español con ojo verdaderamente crítico. Lo que no quiere decir que no sea capaz de irritarse.

 

Cuando desde la marginalidad de mi remota atalaya estadounidense me he atrevido a cuestionar sus planteamientos –sobre Ortega, sobre el exilio republicano, o sobre el intelectual melancólico–, ha reaccionado con indignación y un punto de tristeza, alegando o bien que le juzgo desde esquemas tan rígidos como superables, o bien que le leo mal. Su rasgo más redentor, sin embargo, es su infinita disponibilidad para el diálogo –es decir, la pelea–, que no deja de ser una forma de generosidad. Generosidad tristemente rara, por cierto, entre su tribu de catedráticos españoles.

 

La idea de verter nuestras discrepancias en formato de entrevista nació de una de nuestras desavenencias electrónicas más recientes, a propósito de mi reseña de su Ortega. Lo que sigue es un intercambio epistolar mantenido a lo largo de un mes y medio, más o menos. Para expandir el número de voces y profundizar en el retrato se me ha ocurrido pedirle a un grupo de colegas contribuir un párrafo sobre Jordi y su obra. Porque una cosa está fuera de duda, estemos de acuerdo con él o no: evitarlo es imposible.

 

¿Qué función cumple para ti escribir en El País, comparado con tus trabajos de investigación?

—Es otra vida, o casi. No sólo por la inmediatez de la escritura sino porque los procesos de maduración funcionan de otro modo: en 2004, cerca de mis 40 años, me propusieron escribir en el Babelia y acepté encantado. Al cabo de algún tiempo empecé a publicar en las páginas de opinión. Por entonces eran casi siempre artículos vinculados a lo que llamas trabajo de investigación: los debates sobre el pasado histórico, la guerra, la dictadura y la ofensiva neofranquista que entonces abrumaba las cadenas de radio, las librerías y la divulgación histórica (deformadora). Después el radio se ha ampliado hacia el comentario político y la interpretación cultural, muy particularmente tras la victoria del PP por mayoría absoluta y la nueva dirección que ha tomado desde Cataluña el nacionalismo. Ambas cosas estaban lejos de mis simpatías y ambas han sido regulares fuentes de excitación. No he dejado la crítica literaria, porque me gusta y porque es casi una función natural en mí (escribía sobre libros desde los veinte años, en privado, en casa, sin que nadie fuese a publicar nada de lo que escribía, por supuesto), pero es verdad que la discusión pública o el análisis de los problemas comunes es cada vez más acuciante y tentador en pleno cambio de ciclo histórico. El Estado construido en torno a 1978 y su Constitución tienen ya casi tantos años de duración como la misma dictadura franquista. 

 

Ese ensanchamiento de tu temática que describes, y que se aleja de tu campo de especialización, ¿también significa que adoptas un papel más cercano a lo que Santos Juliá en 2005, en su discurso en los Premios Ortega, describió como el “el intelectual tipo faro”? (Para Juliá, a ese intelectual tipo faro lo habría sustituido el “intelectual que… envía 750 palabras sobre un tema de su competencia a la redacción de un periódico”.) El filólogo que juzga un libro en un periódico lo hace desde su autoridad académica y porque le piden una reseña. El intelectual que en la sección de Opinión de El País se pronuncia sobre la cuestión catalana (afirmando, por ejemplo, que “Si alguien en el poder cree que es preferible mantener a Cataluña en España, y yo lo creo por muchas razones, necesita urgentemente una respuesta política”) ya no lo hace desde una autoridad académica (¿o sí?) y tampoco porque le piden nada, sino porque se siente impulsado a hacerlo (tu «fuente de excitación»). Pero también porque se siente autorizado a hacerlo. El acceso a la página de opinión El País te confiere una autoridad, un poder social, un privilegio diferente que los del profesor de literatura colaborador en un suplemento cultural. También supone una responsabilidad diferente que, a su vez, te hace más vulnerable en la medida en que te expone a una crítica o cuestionamiento diferente (“¿quién eres tú, filólogo, para pronunciarte sobre un tema político?”). ¿Cómo asumes esa responsabilidad, esa autoridad? ¿Te incomoda? ¿Qué es lo que justifica, para ti, tu propio papel como intelectual público?

—La voluntad de hacerlo: no se me ocurre otra justificación de esa actividad que la fortuna de que al periódico le pareciese bien que escribiese fuera de Babelia, y después la invitación a seguir haciéndolo, a iniciativa propia o de ellos (un poco como en Babelia). Autoridad es una palabra que se me antoja fuera de lugar, por demasiado excelsa y pomposa. Ni se me pasa por la cabeza, y mucho menos lo que llamas poder social: para mí el artículo de opinión funciona como extensión natural de la conversación con un amigo tras una comida o una llamada telefónica, o simplemente después de escuchar una tertulia política o leer los periódicos (fuente inagotable de exabruptos privados que a veces se convierten en exabruptos disfrazados de artículo). Pero también es verdad que buena parte de la filología que he hecho es muy poco filológica en el sentido más restrictivo de la expresión (que obviamente no es el mío). Ha girado muy a menudo, sobre todo en mis libros, en torno a debates intelectuales y políticos del siglo XX, hasta la actualidad, que han afectado al escritor, a su imaginación literaria y desde luego a la sociedad de la que ha formado parte (de ahí mi debilidad compulsiva por ensayistas y autobiógrafos, pero también por la mina de información que son periódicos y revistas). La participación en el debate político, o la impaciencia por decir lo que uno no ve dicho, es casi un modo de trasladar a la actualidad los mecanismos de análisis que he ensayado para otras épocas. Y si el periódico cree que vale la pena publicarlo, yo estoy encantado, aunque cualquier día, ya verás, empezarán a devolverme artículos y volveré a la infancia profesional de autor solipsista. Lo que es seguro es que el riesgo de estar expuesto a la crítica ajena y la posible vulnerabilidad no es parte de lo que me inquieta, como no lo hace la naturaleza más o menos crítica de los libros que he publicado sobre la posguerra cultural, sobre el exilio, sobre los fatalistas contemporáneos o sobre catalanes heterodoxos (y tú precisamente sabes bien algo de esto). La necesidad de contar a Ridruejo sin amputarle veinte años de vida adulta y sabia chocaba con un montón de prejuicios (para empezar el fatalismo de su hijo, estupefacto de que alguien estuviese dispuesto a contar íntegramente a su padre). En los artículos sucede lo mismo, o los entiendo de la misma forma: un pedazo de reflexión sobre la cosa pública con el intento de ofrecer perspectivas útiles, para mí y para los demás, sobre asuntos complejos y que no tienen un único diagnóstico o a menudo el diagnóstico único disfraza de simple lo complicado. Además, el blindaje que ofrece el hecho de ser funcionario es una razón de peso para perder el miedo a contrariar la corriente mayoritaria, o a matizarla, o expresar simplemente el propio criterio sobre asuntos que uno ha hecho lo posible por entender bien, por interés propio e interés común. Otra cosa es que algunos crean –pero no me parece que sea el caso de Santos Juliá– que cada uno debe hablar de lo que sabe en el sentido especializado de la expresión. La crítica de cine o de arte me gusta casi siempre, como la de libros a menudo, cuando procede de gente culta e inteligente, tenga la preparación que tenga. Diría en realidad que entre el especialista profesional y el tertuliano bocazas, omnisciente y sabelotodo, existe el espacio de la racionalidad argumental e informada, incluso de la sensibilidad madura y alerta, y ese no es espacio que deba colonizar únicamente el especialista en ciencias sociales, políticas o economía (o arte y literatura). Si la ideología está en todo, lo está también en la decisión misma de decidirse a opinar, a ser posible para matizar o combatir una opinión común y mayoritaria (lo que suele querer decir respaldada por el poder, esté donde esté ese poder: en la calle, en la oposición, en la universidad, en el gobierno). 

 

Va surgiendo con bastante claridad tu autoimagen. Si me permites parafrasear e interpretarte: Aceptas la realidad de que eres catedrático de un campo determinado en una universidad determinada, pero prefieres ver el trabajo que haces dentro del (amplio) margen de movimiento que te permite esa posición como un trabajo motivado por preocupaciones e intereses que trascienden tanto el marco disciplinario (la filología o la historia intelectual académicas) como el marco institucional (la universidad). Te interesa el pensamiento original (tuyo propio y de otros); te molesta la pereza intelectual de la que se nutren los prejuicios; no escribes para engrosar los estantes de una biblioteca universitaria sino para que te lean y para cambiar la visión de tus lectores; no te importa chocar, ofender, causar alguna polémica. Y sin embargo, cuando estallan las polémicas –conmigo, por ejemplo– ocurre a veces una cosa curiosa: tienes la impresión de que los que nos declaramos en desacuerdo contigo no te leemos bien. En las tres ocasiones en que me he atrevido a leerte críticamente de forma pública (a propósito de A la intemperie, El intelectual melancólico y de tu Ortega), te has quejado de que no “te reconozcas” en mi lectura. Y no es porque no soy español: me consta que te ocurre lo mismo con colegas compatriotas tuyos. ¿A qué atribuyes esos desencuentros y malentendidos? ¿Son atribuibles puramente a prejuicios y partidismos de parte de tus lectores (reacios a abandonar los prejuicios que tú te atreves a cuestionar), o puede haber algo en tu modo de concebir tus temas y en tu forma de escribir que contribuye al problema?

Por descontado que debe de contribuir mi propio modo de escribir y pensar. Pero eso deja intacto el problema. La mayoría de las reacciones que haya podido advertir ante mis libros no son de rechazo o de incomprensión, si me permites hablar así, sino lo contrario: la percepción de la voluntad de enfocar de otro modo, y quizá en otro tono, problemas intelectuales que en un determinado momento me han atrapado y han atrapado a otros. En los tres libros que mencionas concurre la misma intención de aportar un punto de vista dispar o crítico con respecto a visiones o tratamientos que me parecieron en su momento insuficientes o poco matizados. Es natural que de ahí surja la discrepancia de otros lectores, sobre todo de aquellos que sienten desautorizada o criticada una posición que precisamente me he propuesto combatir o revisar. Eso sucedió ya, por cierto, en la tesis doctoral, Estado y cultura, que no apareció publicada en España (sino en Francia y gracias a la generosidad de la Universidad de Toulouse) porque debí ser torpe en encontrar editor, sin duda, pero también porque contradecía los criterios asumidos como intocables por parte de la historiografía de izquierdas en España (y simplifico a lo bestia): yo defendía que había habido una forma de subsistencia estrangulada de la tradición liberal y moderna, laberíntica, disimulada y hasta integrada en el aparato franquista, y esa era posición bastante exótica cuando yo defendí la tesis en 1992. El problema que tú apuntas es sin embargo que en el ámbito privado, contigo sobre todo, por cierto, he podido expresar mi sorpresa ante un retrato de lo que he escrito que no coincide con lo que yo imaginaba haber escrito. Pero no es una situación en la que me encuentre a menudo, aunque sí lo es la disparidad o la discrepancia frontal, por ejemplo, con el equipo que dirige Manuel Aznar en la Autónoma de Barcelona a propósito del exilio o con algunos especialistas, y entre ellos Mari Paz Balibrea o, en menor medida, Fernando Larraz (y cito los nombres para no hablar a boleo). En uno de los seminarios de GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario) al que me invitaron a participar, la discusión fue altamente acalorada, en buena parte porque no había modo de asumir que A la intemperie promueve ensanchar las visiones del exilio, no suplantar la vigente; promueve encajar en el relato del exilio peripecias que no son lineales ni unívocas, actitudes que son contradictorias, e incluso promueve incorporar el factor tiempo en la evaluación del significado del exilio y el factor biográfico y personal como indicador de la vivencia de la expatriación. Propone hipótesis e ideas para explicar algo que fue más variado y cambiante de lo que tendemos a creer. El ensayo era ensayo porque proponía perspectivas que me parecían poco tratadas y aspiraban por tanto a ampliar el campo de acción, no a suplantarlo. Y de ahí que un día escribiese a Jordi Herralde para proponerle en tres folios lo que el ensayo quería decir. Es posible que pese a todo ese propósito no se reconozca como tal, aunque yo lo diga: quizá porque no lo digo bastante claro, quizá porque no se cree lo que digo. Alguno llegó a decir que publicar ese libro en Anagrama, que es una editorial de ensayo comercial, venía a anular los esfuerzos de la investigación menos visible y acabaría pareciendo que el exilio sólo era lo que yo contaba. Quizá, en el fondo, hemos de partir de los efectos que tiene una posición que he buscado: la escritura pública (en el sentido más respetable que pueda tener la expresión) porque me gusta escribir y porque prefiero hacerlo en condiciones más desatadas de las constricciones académicas; proyectar ideas y temas del ámbito de la especialidad hacia un lector no necesariamente especializado como parte de una consistencia democrática que es siempre insuficiente, por definición (en el problema catalán he actuado igual, y de ahí que propusiese una lectura alternativa de las letras catalanas en Burgesos imperfectes, muy alejada de la presunta hegemonía del independentismo desde Guifré el Pilós: esa era la tradición desprotegida que procuraba defender para el siglo XX). Esta práctica es común en el mundo anglosajón, y yo creo que en España empezamos a tenerla también, sobre todo entre historiadores, lo que a veces provoca resquemores o reticencias al considerarse mera divulgación aproximativa o poco profesional (casi siempre equivocadamente, claro). Pero, otra vez, todo viene de muy lejos. Hacia 1989 defendía en la Universidad de Barcelona lo que entonces se llamaba trabajo de investigación, que era una especie de tesina, la investigación previa a la tesis, y no me olvidaré (aunque ya casi lo tengo borrado) del gesto del catedrático del área blandiendo las 350 páginas de mi manuscrito en el aire y diciendo acusadoramente que lo que yo hacía era ensayismo, síntesis de la mayor de las culpas, cabía imaginar. E igual tiene razón, pero era el modo que yo encontré para dar curso a un tipo de trabajo discursivo y especulativo que a la vez fuese narrativo y abarcador de problemas diversos y a veces ingobernable o con demasiados cabos sueltos. Puede que ese tipo de ensayismo funcione sólo cuando cuenta con la complicidad de un lector al que no es necesario volverle a repetir a cada paso la posición o las posiciones de las que uno parte, y eso puede propiciar por tanto, y por fin acabo, malas interpretaciones o lecturas segmentadas que no tienen en cuenta lo dicho en otros sitios o lo defendido en otros libros, sin necesidad de volver a repetir una y otra vez cosas muy consabidas, muy generales y a la vez muy obvias, o que deberían serlo. O quizá es consecuencia sin más de la incontinencia verbal y el exceso de producción escrita…

 

El deseo de escribir “en condiciones más desatadas de las constricciones académicas” y para un público no especializado, con el fin de contribuir de alguna forma a –o de ayudar a construir– una esfera pública democrática lo comprendo y lo comparto plenamente. Esto me lleva a varios temas dispares que me gustaría que habláramos, pero iremos uno por uno. Para empezar, tengo la impresión, que ya compartí alguna vez contigo, de que tu estilo ensayístico (discursivo y especulativo) te permite introducir tropos maestros (la obsesión con la lealtad a la República como un “virus”, por ejemplo) que reflejan un parti pris, que acaban sirviendo como caballo de Troya ideológico en cuanto sesgan tu visión global (funcionan como un filtro que afecta tu análisis de figuras y textos concretos) y te tientan a hacer atajos en la argumentación. Es probable que se trate de lo que tú llamas “cosas muy consabidas, muy generales y a la vez muy obvias, o que deberían serlo”, pero que para muchos, o algunos, no lo son tanto. Me parece que los desacuerdos más profundos que provocan tus textos (conmigo, con Fernando Larraz, con el GEXEL, con Germán Labrador) tocan a lo que tú planteas como simple sentido común. (Doy un ejemplo: la lectura extremadamente positiva de los últimos 50 años de historia española que hacéis Ródenas y tú en las primeras páginas de vuestro tomo en la Historia de Mainer.) Tocan, digo, a lo que para ti es sentido común, o sea que reflejan tu propia ideología en un sentido más básico. Ahora bien, a mí me enseñaron que lo que puede servir para cuestionar el sentido común –para realizar un Ideologiekritik– es la teoría. Ésta, en tus textos, suele tener una presencia más bien menor, no tanto comparado con tus colegas filólogos españoles pero sí con colegas que trabajan en instituciones anglosajonas (Balibrea, Labrador). Esa ausencia relativa de lo teórico en tu forma de trabajar y la importancia relativa de tu intuición o sentido común –que cabe leer en función de tu voluntad ensayística pero también en función de tu propio entrenamiento– ¿supone, en algún sentido, una vulnerabilidad?

Desde luego que sí, pero es una vulnerabilidad escogida porque nace de una decisión en frío, si cabe tomar alguna decisión en frío en mi caso: podía optar por una exploración minuciosa y absorbente de espacios literarios relativamente acotados o aceptar la incertidumbre asociada a interpretaciones más vastas, aproximativas y abarcadoras. He hecho las dos cosas, claro está: el librito sobre Jarnés, mi edición de Arde el mar, de Gimferrer, el extensísimo prólogo a Escrito en España, de Ridruejo, o la mismas biografías de Ridruejo y Ortega (por no hablar de remotos trabajos sobre el Viaje del Parnaso, de Cervantes, o la poesía de Francisco de la Torre) son, en escalas distintas, trabajos monográficos que exigían, en mi enfoque, una familiaridad suficiente sobre lo que sucedía en sus entornos intelectuales y políticos. Y ese entorno, o ese ensayo de interpretación de fenómenos más generales, ha sido la otra parte de mi trabajo: abordar las formas plurales de resistencia ética e intelectual bajo la barbarie franquista, releer la experiencia del exilio con nuevas modulaciones, etcétera. Es en este lado donde las cosas se complican, porque la multitud de obras y autores que conviene leer para hacerlo –en formatos incontrolables: de las memorias y los diarios a las cartas, los artículos y la obra como tal–, a menudo queda reducida a un juicio de cuatro líneas o a un párrafo y medio, donde uno procura sintetizar lo más útil para mantener las conexiones y las líneas de tensión de su relato. ¿Cabe ahí el riesgo de una inexacta formulación o una insuficiente síntesis de un autor o una obra o un período? Por descontado que sí, pero ese es el método resignado que asume a menudo la historia cultural e intelectual que más me gusta, cuando aspira a ser algo más que el análisis de un tema en un espacio muy acotado, aceptando incluso el riesgo de que la formulación verbal o el estilo más o menos personal se presten a equivocidades. Como todo ensayo, el académico reclama también a menudo una forma de la complicidad de lectura. Por ese lado, además, la teoría ha hecho mucho daño e incluso ha servido para blindar trabajos muy pobres con una teoría muy ostentosa: ha avalado o autorizado múltiples investigaciones y papers a partir de un fundamento documental e histórico muy escaso o abiertamente deficiente, de donde nacen deducciones o hipótesis o explicaciones palmariamente insolventes (aunque se ajusten a la teoría predeterminada). Eso ha propiciado disparates o lecturas sectarias, muy escoradas o arrastradas por el designio de la teoría antes que por la documentación manejada. Esto es ideología también, por descontado: interpretar corrientes, sentimientos o ideas no desde la funcionalidad de una teoría sino desde la solvencia informativa y multidisciplinar de lo que se estudia. De ese tipo de carencias no es nada frecuente oír hablar en otras áreas del hispanismo. Y eso no tiene nada que ver con que sea a la vez muy justo deplorar la tenacidad con que el positivismo historiográfico más raso sigue aplastando tantos trabajos del hispanismo en España, sin lograr ir más allá de la glosa del texto o el apunte mascullado sobre obviedades. Pero tú mismo has puesto dos ejemplos que son útiles para tasar el riesgo de este tipo de ensayo. Mencionas algo que no reconozco como central en mi visión del exilio sino como un instrumento clave para estudiarlo en diacronía y con múltiples sujetos de estudio. Lo llamas (será que lo hago yo también, claro) el virus de la obsesiva lealtad a la República. Lo mantengo como ingrediente insustituible de la experiencia del exilio; no creo higiénico ni saludable callar ese factor porque formó parte de la vivencia de los exiliados: unos lo tuvieron muy activado y otros menos activado. Pero por supuesto (u obviamente, perdón) una cosa es la vivencia sentimental de esta atadura, donde todo juicio moral o político está fuera de lugar, y otra cosa es el análisis entomológico o cultural de esa vivencia y sus efectos en la vida del exilio, en la vida de la resistencia (y en la percepción más o menos emotiva de quienes estudiamos historias trágicas por definición). Lo que no está fuera de lugar es evaluar hasta dónde esta atadura emocional fue cambiante y dinámica, hasta dónde bloqueó psíquica o emocionalmente la posibilidad de percibir que el mundo cambiaba y la España bajo el franquismo también, y hasta dónde esa incapacidad fue un obstáculo para restituir una parte de la autoestima o de la propia conciencia del oficio. ¿Qué hay de aberrante en explorar ese elemento, sea vírico o no lo sea? ¿Dónde está la deslealtad con la República y sus exiliados en verificar que en efecto para unos fue paralizante ese síndrome y para los otros fue transitorio o incluso inexistente (al estilo de José Gaos o Francisco Ayala)? Si lo llamo virus será porque no hubo manera de desactivarlo y para muchos fue depresivo y frustrante, no sólo en 1939 sino también en 1959, aunque es verdad que ya en muy pocos siguió actuando igual en 1969 porque el sueño de una lealtad restitutiva de la República era, a esas alturas, más una fantasía agónica que nada medianamente verosímil. Además, lo fundamental sigo creyendo que es integrar en el relato de los exilios la pluralidad simultánea de vivencias y actitudes, sin estigmatizar ninguna de ellas, ante una experiencia traumática que fue primero la derrota y después el exilio (incluidos aquellos que aún no se han quitado la mala prensa de encima: sea un estupendo escritor como Joan Puig i Ferreter en Cataluña sea un apestado como Julián Gorkin en el resto). Pretender que la lealtad a la República y a su restitución después de treinytantos años de franquismo fue un signo de virtud o una actitud ejemplar, como si todo siguiese igual que treinta años atrás, me parece justamente un parti pris inflexible que además incapacita para entender otras conductas y otras experiencias, desasidas de ese sentimiento, y donde no había traidores ni desleales, o eran tan nobles, tan honradas y tan ejemplares como las de los más leales a la República: unos se adaptaron y otros no lo hicieron, o lo hicieron menos, y tanto una como otra actitud, incluso las más contradictorias, merecen ser conocidas y evaluadas (como el regreso dócil de Sender, como el regreso fugaz de Max Aub, como el regreso melancólico pero activo de Zambrano, como el regreso batallón de Joan Oliver). El tema bien merece un examen sin vetos y sobre todo sin miedo a que a veces la infidelidad al pasado político sea requisito para una actuación leal con el presente y no con un mundo destruido o inexistente ya. ¿No fue en su conjunto la evolución de la cultura y la sociedad española desde finales de la década de los sesenta “extremadamente positiva”? ¿Fue moderadamente positiva, básicamente positiva, irregularmente positiva, intermitentemente positiva, templadamente positiva? A mí me parece que el balance es tan obviamente positivo como defendemos Domingo y yo, aunque las condiciones hoy son ya óptimas para emborronar el cuadro, para empezar a mancharlo, o para colgarle pronto los pecados posibles, pero no, claro, aquellos que nacen de una lectura retrospectivamente estimulada por el presente, o armada con las convicciones y las necesidades de 2014. Lo mejor que le puede pasar a la transición es que despierte el instinto crítico de los nuevos lectores y estudiosos de hoy, pero el único modo de usar productivamente ese instinto nace del reconocimiento real, material y empírico de lo hecho y lo dejado de hacer entonces, no sobre el ideal actual de una sociedad democrática regenerada, moderna, digital, horizontal, etcétera (aquel país intentaba sacarse de encima una pedagogía de la autoridad incompatible con la ética de la razón crítica). Con este asunto está empezando a suceder lo mismo que sucedió hace veinte años con la guerra y el franquismo: dado que no hay duda ya sobre la lectura de la guerra y el franquismo, decidimos empezar a ver lo que pasó desde 1939 algo más de cerca para no aceptar sopars de duro (lo digo en catalán), o sea, pamplinas, y entender que ni el régimen fue uno y monolíticamente igual a sí mismo durante 40 años ni la resistencia intachable sin desmayo en el mismo plazo (ni tampoco su literatura, ni tampoco la literatura del exilio). Ese me parece el deber y el compromiso de una cultura democrática: deshacer equívocos interesados y desandar caminos teóricamente ya andados. Con la última etapa, este último medio siglo, creímos Domingo y yo que había que operar igual: el salto cualitativo y cuantitativo (de todos los indicadores culturales, sociales, académicos, políticos, éticos) ha sido abrumador, para españoles y para no españoles, pero nada de eso impide a la vez –y no es reciente, además– oponer reservas y cuestiones, matices y reticencias a una etapa que aún no estaba contada, por cierto, de una forma articulada y abarcadora, tal como nos propusimos Domingo y yo, muy en particular al poner el punto de inflexión en torno a mediados de la década de los sesenta. Si se niega ese consenso básico y elemental, el análisis de las quiebras, de las insuficiencias, de las cobardías intelectuales o de los mimetismos literarios y culturales (que los hubo, sin duda), adquiere una sobredimensión que deforma, me parece, la perspectiva completa sobre lo que se hizo, lo que se pudo hacer, y lo que hubiese sido deseable que hiciesen. El consenso no es el mundo ideal e incluso es abiertamente antipático, pero negar los acuerdos mínimos por empeño de exigencia retrospectiva y justiciera me inspira menos confianza todavía. Y ahí la teoría, por lo demás, no es mal auxilio, sobre todo si no se trata de una teoría excluyente sino del intento de construir con lo más convincente de las teorías en marcha una teoría practicable, no autista ni tabicada por intangibles obligaciones que a menudo actúan como autojustificaciones disfrazadas de ley teórica.

 

Estamos poniendo muchas cosas sobre la mesa (mesa que, si éste fuera un diálogo en vivo y no en diferido, estaría llena de copas y botellas vacías). Quiero comentar sobre tres. Primero, con respecto a la lealtad como un factor importante para comprender al exilio, no puedo estar más de acuerdo. Mi objeción no era que la identificaras como tal sino que tu propio marco tropológico (lealtad = virus, síndrome, patología) lleva ya implícita la idea de que fue un factor primordialmente negativo (negativo para la salud individual de los exiliados, pero también para la calidad y relevancia de sus obras y la calidad y relevancia de la cultura española concebida como “un solo cauce”). Es decir: por más que digas que “lo fundamental… es integrar en el relato de los exilios la pluralidad simultánea de vivencias y actitudes, sin estigmatizar ninguna de ellas”, tú sí que estigmatizas la actitud que asocias con la idea de la lealtad férrea a la causa republicana (o comunista o socialista o anarquista), comparándola negativamente con otra actitud que caracterizas como más sana y más realista, y que sería la de la adaptación más ágil y flexible a una evolución histórica en la cual (según tú) el franquismo era una realidad inevitable y la República un pasado muy pasado que ya nunca iba a volver. Para mí, allí está tu posición ideológica (y quizás tu temperamento): tanto en tu caracterización de los exiliados “leales” frente a los “flexibles” (perdona la simplificación, la palabra no es tuya), como en tu rechazo (invocando una especie de realismo que tú mismo crees representar frente a los idealismos de algunos colegas tuyos, por ejemplo en el GEXEL) de la idea de que un compromiso con la causa republicana pudiera ser otra cosa que nostalgia, virus, parálisis o dogmatismo. Yo no estoy tan seguro como lo estás tú de que los intelectuales que insistían en seguir leales a la República no reconocieran que el mundo había cambiado, o que los que, por el contrario, buscaron formas de acomodo con el franquismo tenían una comprensión más certera de los procesos históricos que vivían. Segundo, con respecto a las lecturas críticas de la transición me parece un poco curioso (de nuevo) el tropo que invocas: “emborronar el cuadro … mancharlo”. ¿Desde cuándo cabe hablar de una crítica como una mancha? Tu tropo, para mí, sugiere que hay una mala fe, una voluntad calumniosa, en los que dedican a cuestionar la narrativa triunfal de la transición defendida por los responsables de ella. La revisión de la transición, dices también, nace “de una lectura retrospectivamente estimulada por el presente”. Pues claro. Pero siendo honestos, ¿no se puede decir exactamente lo mismo de tus propias lecturas de la cultura del interior en los años franquistas? No lo digo para invalidar tu trabajo, sino todo lo contrario: ¿en qué consiste nuestro trabajo sino en interpretar el pasado en función de las preocupaciones del presente? Tercero: comparto hasta cierto punto tu escepticismo hacia un determinado tipo de lecturas teóricas de fenómenos literarios. Tus comentarios al respecto los leo como una crítica a una práctica que ha tenido más auge entre los que trabajamos sobre fenómenos ibéricos desde fuera de la península. Ahora, ¿te importaría reflexionar un poco más sobre la relación entre la filología o historia literaria practicada en las universidades españolas, por un lado, y los estudios ibéricos o hispánicos practicados en otros lugares, sobre todo el Reino Unido y Estados Unidos? Me interesa tu punto de vista porque me consta que ves problemas y virtudes en los dos campos (si cabe hablar de campos). Para provocarte un poco, comparto contigo mi pasmo ante algunos aspectos fundamentales de la Historia de la Literatura Española de José-Carlos Mainer, que se presentó precisamente como lo mejor (lo más original e innovador) de lo que ofrece el campo (el vuestro, digo). Desde el espacio académico en que me muevo yo, el proyecto de Mainer ofrece aspectos completamente inexplicables y francamente indefendibles (y lo digo esperando que me puedas convencer de lo contrario). Te menciono dos. Primero, la declaración del prólogo de que esta empresa monumental (pero ¡monumental!) se ocupa sólo de textos escritos en castellano. Si ya es sorprendente ese punto de partida, lo es más el hecho de que se presenta sin ninguna justificación explícita, simplemente asumiendo la exclusión de la producción en otros idiomas españoles (y, por cierto, de la producción en castellano por autores no nacidos en el Estado español, pero ese es otro tema) como una decisión de lo más natural. (“[N]uestra lengua –la lengua en que están escritas las obras literarias a que nos referimos aquí– soporta con idéntica legitimidad el nombre de castellano, que alude a su origen y que tiene algo de confortable denominación doméstica (que nunca debiera contener ánimo de menoscabo), y el de español”). Segundo, el ninguneo escandaloso, en algunos tomos, del trabajo crítico hecho fuera de España durante los últimos cuarenta años. ¿Cómo es posible que las ¡20! páginas de bibliografía del volumen de Alonso sobre la literatura española del XIX hagan caso omiso de la labor de Diane Urey, Noël Valis, Jo Labanyi, Michael Iarocci, Catherine Jagoe, Hazel Gold, Lou Charnon-Deutsch y Geoffrey Ribbans? ¿A qué lógica puede obedecer esa flagrante ausencia?

—Desde luego, cuando hablo del exilio o de cualquier otra cosa, no lo hago desde la inocencia o la improvisación sino desde un punto de vista decidido y, en la medida de lo posible, argumentado. O mejor: argumentado a medida que la exposición avanza y desarrolla los argumentos que se propone ofrecer. Cuando llega el momento en que la evidencia de la movilización del interior empieza a ser significativa, y cohesiona y agrupa y enlaza a numerosos perfiles, a gentes de edades diversas, incluso pronto a algunos que estuvieron en el bando de la victoria, tiendo a creer que permanecer en la lealtad a un país y un proyecto desaparecido lo menos veinte años atrás es improductiva. Lo es en términos vitales y en términos intelectuales, por supuesto también sociales y políticos, si aceptamos que parte de la voluntad del exilio fue restituir alguna forma de decencia democrática o de libertad cultural tras la muerte o el final de Franco en España. La lealtad al pasado puede funcionar como bloqueo o blindaje contra los cambios del presente, y esa me parece una estrategia emotivamente irreprochable, éticamente impecable, pero desde muchos otros puntos de vista discutible y no diré que inútil, porque está fuera de lugar, pero sí poco consecuente con la realidad fáctica y hasta soñada: un futuro de conciliación que no existe aún en 1965, por ejemplo, pero que convendrás conmigo en que algunos empiezan a imaginarlo y que es preferible hacerlo con expectativas de viabilidad que sin ellas. ¿La lealtad es un error o una enfermedad? Bueno, concesión al estilo vistoso o chorra, lo que prefieras, pero sin duda mantengo el análisis en la medida en que trata de explicar por qué la historia pasó por encima de muchos exiliados como una apisonadora y salvó de esa experiencia a unos cuantos de entre ellos, seguramente los menos atados a una vivencia de la patria y la política menos intensa o radical o anclada en otro tiempo. Sobre todo, aquellos que asumieron que la historia de la guerra y la posguerra no fue como quisieron sino exactamente lo contrario. Y me pongo de parte de quienes asumieron el principio cruel de realidad, o al menos el más útil para combatirla tal como es. Derrotados lo fueron unos y otros, y sobre eso no debería tener que defenderme. Y en esa medida, por tanto, la transición me parece que es un proceso a medias entre el azar y el cálculo que logra rebajar las nostalgias restitutivas de un pasado imposible, e incluso indeseable (porque la sociedad española no era ya como fue, precisamente por cuarenta años de dictadura) y fabrica formas de adaptación de los ideales del exilio republicano y de la democracia a la realidad de 1976 y no de 1936. Si toda historia de calidad es revisionista por definición y no puede dejar de serlo, la historia de la transición también habrá de ser revisada (decía esto mismo en La resistencia silenciosa a propósito de la posguerra). Pero sólo podrá revisarse con algún sentido o solvencia desde el acuerdo sobre lo que fue esa etapa entre 1976 y 1986, para ponernos muy puntillosos: cuestionar una multitud de decisiones de entonces, o incluso evaluar el dañino efecto de algunas de ellas, no debería significar invalidar la mayor cualidad del período, nada menos que derribar las estructuras de Estado de una dictadura y crear encima de sus ruinas un Estado democrático y europeo (al menos europeo formalmente desde 1986) para un país que llevaba cuarenta años de inexperiencia democrática y adoctrinamiento nacional-católico. Alimentar la crítica de aquella transición sobre la base de la degradación institucional del Estado actual, desde las vísperas de la crisis, o desde la segunda legislatura de Aznar, me parece, efectivamente, una forma inconsistente de aplicar retrospectivamente los deseos y las frustraciones del presente al pasado y culparlo a él de nuestros propios errores, los nuestros, los de quienes tenemos en torno a la cuarentena o más (yo ya voy a los 50). Hemos sido por tanto corresponsables activos del deterioro y hasta la consunción de un Estado tan frágil como el que salió de la transición. Las culpas, dicho más directamente, son más nuestras que de quienes hicieron la transición de verdad, y en eso me parece que abunda un libro valiente como el de Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, aunque pueda discreparse de esto o aquello. Todos supimos desde el primer momento que esa carencia que señalas en la HLE de Mainer era parte de una lastre que un día u otro habría que descargar, pero que aún no nos atrevíamos a hacerlo. Y lo digo así porque a la dificultad de contar la historia cultural y la historia literaria de un período en castellano se sumaría la de aprender, o revisar y releer, lo que uno sabía sobre las letras gallegas o vascas o catalanas (sobre éstas últimas algo más que de las primeras). La competencia de quienes asumimos la redacción de los distintos tomos para abordar con alguna solvencia esas otras literaturas no estaba a la altura de lo exigible y es posible que el encargo de esos apartados a otros colaboradores adicionales rompiese el criterio mayor de la obra: cada tomo debía responder a la visión de su o de sus responsables, en forma de ensayo de interpretación, con una mirada coherente y articulada, además de lo más legible posible. Como te puedes imaginar, tanto Domingo como yo hemos hecho nuestros pinitos en las letras catalanas: en mi caso, llevo escribiendo sobre esa literatura desde que empecé a publicar hace muchos años. Uno de mis primeros artículos fue en catalán y sobre un poeta catalán, Pere Quart, y mi penúltimo libro ha sido un ensayo de interpretación sobre la heterodoxia en las letras catalanas del siglo XX, Burgesos imperfectes, ahora en prensa traducido al castellano. ¿Bastaba eso para tratar con suficiente solvencia lo que pedía una historia como la que ha dirigido Mainer? Me temo que no. Por lo demás, adoptamos un criterio que tú mismo no has apreciado demasiado, según comenta Luisa Elena Delgado en La nación singular, porque quizá haya alguna ausencia de este o aquel exiliado catalán, quizá sí, pero es la primera vez que en un intento de narrar la literatura en democracia se incluye a autores en catalán, como hemos hecho Domingo y yo: ¿por qué solo para la democracia? Porque entendimos que sólo desde el final del franquismo la literatura en catalán tiene una forma de presencia regular y socialmente viva, como parte de un sistema literario y no como subsistencia atosigada y perseguida sin apenas lectores ni editoriales ni revistas (que es lo que decimos en el tomo, justamente). Y aunque sea testimonialmente, intentamos añadir otro vector: el valor de subversión del orden literario que aportaron los autores hispanoamericanos desde el mismo período, dado que también había sido parte de un trabajo realizado en un equipo dirigido por Joaquín Marco y que se publicó en 2000, creo recordar, con el título explícito e irónico de La llegada de los bárbaros. Sé de algunos profesores españoles sobre siglo XIX que andan escandalizados de su ausencia en la bibliografía del volumen de Cecilio Alonso, no sé si tantos como echas tú en falta, y no tengo criterio suficiente para saber si están siendo menospreciados o han sido excluidos por razones menos caprichosas que la ignorancia. A mí ese tomo me pareció nuevo y refrescante; alteraba el relato convencional –al menos para alguien no experto en el XIX, como es mi caso– y ofrecía puntos de vista renovados para asuntos a menudo muy sobados. Pero me siento sacando los pies del tiesto en este asunto, como es lógico, porque al menos tal como lo formulas el reproche no atañe al tomo que firmamos Domingo y yo.

 

“Hemos sido por tanto corresponsables activos del deterioro”, dices con respecto a las instituciones de la España democrática. Me interesa mucho saber cuál es tu opinión más específica sobre las instituciones académicas. Últimamente se escuchan muchas quejas sobre la universidad española: sería conservadora, endogámica, corrupta, etcétera; también aquí se señala la falta de reforma estructural –de prácticas e ideologías, de pedagogías y programas de estudio– desde los años del franquismo. No es casual –afirman los críticos– que las universidades españolas no figuren entre las mejores del mundo. En tu opinión, ¿son justificadas esas quejas y críticas? Y hablando en términos de (co-)responsabilidad: ¿cuánta tienen los propios universitarios –sobre todo los catedráticos, que son los que, quizás, más poder institucional tienen– en lo que pueda haber de criticable en la universidad española? La generación que llegó a ocupar posiciones de poder universitario en la España democrática –la generación de los Mainer, Álvarez Junco, Juliá, Elorza, Savater– ¿ha sido incapaz de poner en marcha reformas más estructurales o no ha querido? ¿O es que el origen de los problemas es otro, o que los problemas se han exagerado? Finalmente, ya más persona, ¿cómo ves tú tu propia responsabilidad, de cara al presente y futuro, en la posible reforma del sistema universitario español? ¿Hay alguna parte de tu infinita energía que se dirija hacia la cuestión institucional, sea en el propio salón de clases, o en otros cuerpos organizativos?

—No he pasado de los intentos frustrados de intervención en gestión universitaria: lo menos han sido tres, a escala de facultad, y nunca con éxito, lo que me quitó las ganas o me aconsejó desistir. Pero no es la única vía para intervenir en la crítica de las múltiples taras que el sistema ofrece: la participación activa en consejos de departamento, sin callar las discrepancias o las abiertas protestas por comportamientos inadecuados, es también el engrudo que permite activar las alarmas ante rutinas viciosas convertidas en leyes de funcionamiento. Lo peor que puedo decir es grave: incluso en gentes de mi generación reconozco conductas y prácticas que me retrotraen abusivamente a las prácticas clientelares y sumisas de la universidad franquista. ¿Es estructural el problema? ¿Hablamos de un déficit legislativo o administrativo que tolera los abusos y las cooptaciones de profesores ya prefijados o predeterminados? En parte sí, pero no basta con ese análisis: hay seguramente un ingrediente de fondo que no ha desaparecido de la mentalidad universitaria, que viene de muy atrás y que acerca demasiadas veces la gestión administrativa universitaria a la agencia de colocación laboral. El déficit es por tanto de tipo conceptual o incluso ideológico, como si la noción misma de universidad pública –que son la mayoría en España y son las mejores– encontrase su tope en una precaria noción de Estado y servicio público: lo único que debería prevalecer en sus elecciones es el bien común porque mi sueldo lo paga el chófer de autobús, la panadera y el guardia urbano. Y sin embargo una y otra vez regresa la evidencia de que en las plazas pequeñas y grandes prosperan candidatos menos fiables pero más protegidos en lugar de candidatos más solventes pero menos enquistados. Es así, todavía, aunque lo es menos que antes en un cómputo global: no hemos avanzado demasiado pero la endémica endogamia (yo soy hijo de la endogamia, por cierto: no hubo candidato alternativo en mi oposición, pero la titularidad la obtuve en la universidad donde me doctoré; después la cátedra salió de chiripa, pero también gracias al sistema más neutro que inventó la democracia, que fueron las habilitaciones, ya retiradas) ha sido corregida en la medida en que las garantías de profesionalidad y solvencia de los candidatos han mejorado sustancialmente porque deben pasar controles, filtros, evaluaciones, etcétera, que exigen algo más que ser el ocupante feliz de una silla en el despacho del catedrático o el sumiso replicante de los prejuicios y las carencias del jefe, sea quien sea el jefe. La mejora, por tanto, ha sido levísima en ese punto, aunque no por supuesto en la evidente aceleración y dignificación de la investigación en la universidad española. Pero sigue lejos en muchas áreas de las cotas internacionales: digo en muchas áreas, pero no en todas, ni estoy seguro de que el nivel medio de los estudios que nos interesan (un hispanismo híbrido de historia literaria, intelectual y cultural, una tentativa de cruce entre teoría, historia y crítica) sea inferior hoy en España. Me parece, en realidad, que quienes hemos crecido en los últimos treinta años hemos tenido la inverosímil fortuna de contar no sólo con la aportación de los clásicos –Vicens Vives, Martín de Riquer, Valverde, Dámaso Alonso, Castro, etcétera– sino también de los clásicos vivos –los Mainer, Rico, Santos Juliá, etcétera–. No nos han hecho peores sino mejores, y quizá muy pocos de ellos han escogido como ruta profesional la administración y la política universitaria, o casi ninguno de ellos lo ha hecho, precisamente porque sus vocaciones intelectuales eran muy claras y sus aptitudes para la paciencia y la prudencia que pide la gestión universitaria muy escasa. Como sabes, escribí un panfleto hace años suscitado por el depresivo retrato que un buen libro de Jordi Llovet ofrecía de las humanidades en la universidad española y en la cultura occidental. Mantengo ese reparo y discrepo del retrato del supuesto delirio en que viven las humanidades y sin embargo sigue siendo verdad que su funcionamiento entre nosotros está lejos de respetar los criterios de solvencia y neutralidad institucional que protegen mejor otros sistemas y tradiciones, donde la impunidad, el nepotismo o el favoritismo están vistos como pecados éticos porque son pecados públicos, políticos. 

 

Me consta que te mueve un afán casi inhumano: no creo que conozca a nadie más prolífico, más inquieto, o que lea y escriba más. También tengo la impresión de que trabajas rapidísimo, que lees mucho pero que te relees poco, que haces muchas cosas al mismo tiempo y que, una vez terminado una cosa pasas inmediatamente a otra. ¿Por qué ese afán, esa urgencia?  

—Esta sí es difícil de contestar, y la palabra afán me ofusca de irritación, pero entiendo el sentido de la pregunta. No tengo idea cierta sobre la causa pero la intuición es que todo nace del puro gusto de hacerlo y de la oportunidad de hacerlo; me divierte y euforiza andar agitado hacia un lado y hacia el otro (sin moverme de casa). La dispersión potencial de un solo día (planificado mentalmente desde primerísima hora) me resulta hiperestimulante, y a menudo una cosa ayuda a la otra, o la ilumina, la enfoca de otro modo o la emplaza en otro ángulo. Empezar a las 7.30 de la mañana (cuando despierto a mi hija mayor por el gusto de hacerlo: sabe despertarse perfectamente bien ella sola) leyendo un libro de poemas, como hoy (en catalán: de Manel Forcano), pasar en seguida, cuando se han ido ya los tres hijos, entre las 8 y las 9, al último capítulo de una tesis empezada ya, retomar después el libro en que andaba para el libro que estoy escribiendo (siempre uno u otro desde hace años: hoy era el tomo IV de la Vida ejemplar y heroica de Cervantes, de Astrana Marín, aguanta), ir a comprar la comida, comer viendo dos telediarios seguidos (los dos públicos: el español, patriótico, y el hoy enloquecidamente patriótico, que es el catalán) mientras leo el periódico, escribir algo después de comer (un artículo pendiente, una reseña aplazada, un mensaje interminable como este, aunque escribir escribo a cualquier hora y en cualquier momento), y después seguir con la lectura interrumpida (Astrana), volver a ir a comprar, preparar la cena, ver al Wyoming de noche y un resto de telediario por si las moscas, conectar algún capítulo de serie (últimamente House of Cards o The Good Wife) o alguna película, y listo. Si hace treinta años me cuentan que podría hacer eso con mi tiempo hubiese creído que la vida feliz existía, cosa de la que desconfiaba entonces y desconfío hoy, y sin embargo no se me ocurre mejor modo de disfrutar de cada hora, incluidos los días en que tengo clase y que suelo quedar para comer con alguien en Barcelona (porque he dejado de mencionar un montón de cosas: la charla de mañana con Isabel que puede terminar con otro lenguaje, los balonazos contra la biblioteca mientras Guillem, el más pequeño en casa, hace de portero de balonmano, la charla rápida e intensa con Laura, que es la mayor, cuando vuelve de la Facultad de Ciencias Políticas con un nuevo tema, la más apacible y volátil con el mediano, Joan, que termina el bachillerato ahora y está metido en Mandela). Y el teléfono, por supuesto, como fuente definitiva y todavía para mí feliz de dispersión interminable. Será por eso, Sebastiaan, para garantizarme la dispersión continua. Ah, y es cierto: apenas releo lo que publico pero sí, y muchas veces, lo que escribo antes de publicarlo o darlo por definitivo, con los momentos de pánico total que son parte del oficio y de su gracia. Y el ritmo de escritura es en efecto muy rápido pero no igual de rápido en un artículo, que lo es mucho, que en un libro: es muy rápido también pero muy rápidamente corregido para volver a leerlo rápidamente y volver en seguida a corregirlo hasta que muchas veces vuelvo a escribirlo entero (y rápido, sí). Una vez entregado, me está esperando impaciente otro asunto que promete un nuevo afán y una segurísima urgencia. 

 

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Sobre Jordi Gracia: Otras voces

 

Jordi Amat

 

En el prólogo a la segunda edición de Estado y cultura, Jordi Gracia relata una anécdota reveladora que transcurrió a finales de 1992 durante la lectura de su tesis doctoral. Su tesis tenía la prensa universitaria de la primera postguerra española como tema de estudio. En esas publicaciones, casi todas oficiales y apenas releídas, aquel tesinando obsesivo, riguroso y revoltoso descubría el germen de una disidencia que, como si fuera algo así como un alien, maduraría para acabar construyendo la posibilidad del surgimiento de una nueva tradición intelectual democrática en pleno franquismo. Uno de los protagonistas de la tesis era el profesor José María Valverde, presidente del tribunal que la evaluaba. A Valverde le pareció que Gracia era en exceso comprensivo con tipos como él, un poeta católico que en su juventud había titubeado con el falangismo y otras hierbas integristas. La posición evaluadora de uno y otro sobre aquellos mismos materiales es clave para valorar la aportación fundamental de Gracia al conocimiento de la historia reciente de las culturas españolas. Porque para Valverde aquel pasado suyo, y de tantos suyos de entonces, valía poco más que como los escombros de un tiempo condenado y condenable. En cambio Gracia, sin necesidad de reivindicación alguna ni de vengarse de nada, descubría en esos viejos artículos no tanto intenciones subversivas sino la diseminación, en ocasiones incluso involuntaria, de unos contenidos culturales cuyo procesamiento auténtico encaminaba a perforar el corsé autoritario que el sistema dictatorial pretendía imponer a toda la sociedad. Esa fue su resistencia silenciosa. Digamos que Gracia, en tanto que lector que vive la literatura como una experiencia, cree que la prosa de Josep Pla pudo actuar como un potente disolvente para curar la enfermedad totalitaria de Dionisio Ridruejo. Digamos que late en la mirada de Gracia una fe razonada y nunca envarada en la potencialidad de la cultura como factor de transformación de conciencias individuales primero y, a partir de allí, de capas más extensas de ciudadanía.

 

 

Jordi Amat es crítico literario y escritor. En FronteraD se publicó su presentación a De París a Monastir, de Gaziel, en la edición de Libros del Asteroide.

 

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Germán Labrador

 

Más allá la vehemencia, marca de la casa, y de su ilimitada hiperactividad, Jordi Gracia reúne cualidades extraordinarias en un intelectual y en un amigo y, entre ellas, la amabilidad y la nobleza, la calidez, la generosidad, el apasionamiento, un reconfortante optimismo y el amor por el trabajo y por el trabajo bien hecho. Todo ello, en el tétrico panorama de la filología española sede Petri, le ha hecho brillar con luz propia, como se me hizo evidente cuando nos conocimos en su oficina, donde me recibió, sentado en su sillón con uno de esos martillitos que usan los jueces en la mano. Desde entonces, creo que no he estado de acuerdo con él en casi nada, lo cual reconozco que me produce una sensación hermosa, la de ver madurar juntos, al paso de los años, el afecto y la discrepancia.

 

Jordi usa, en el sentido más hondo, el lenguaje del sentido común socialdemócrata, el del liberalismo biempensante, cuyas figuras motoras son el acuerdo, la responsabilidad, el acierto, la moderación, el equilibrio, la madurez y la racionalidad. Jordi cree que, en la democracia liberal, el lenguaje es fundamentalmente transparente, porque allí se cumple una suerte de grado cero de la ideología. Su mito cosmogónico es el de la modernización exitosa de España en la segunda mitad del siglo XX, mito que no ampara a sus víctimas, precisamente porque lo relativizan, ni a sus perdedores y derrotados. Tampoco a quienes se hacen cargo de las experiencias de estos, pues si los primeros pasan a ser daños colaterales o responsables de su propio infortunio los segundos serían aguafiestas o mitómanos. Se diría que nada enfada más a Jordi que el cuestionamiento de la escatología progre de la redención democrática.

 

Para entender por qué es necesario referir que la economía moral de Jordi es soterradamente católica, pues los esquemas morales secularizados del catolicismo informan su pensamiento. Para el catolicismo, todos somos pecadores, el mundo es limitado y oscuro y la historia no está en manos de los hombres. El catolicismo cree que el individuo es dueño de sus propias acciones –de las que condenan y salvan–, y suya es la capacidad de obrar bien en rectitud con la propia conciencia –más allá de la historia y de los intereses–. Al cabo, esa rectitud tiene efectos automáticos sobre el mundo, porque el mal es metafísico y nada tiene que ver con el modo de producción capitalista. Consecuentemente, la figura política central de sus fábulas filológicas es el perdón (cuestión compartida por Javier Cercas) y, por ello, sus héroes morales son los que se ablandan y dudan, ceden y se equivocan, pero, al final, se salvan. Son los pecadores arrepentidos, los hijos pródigos que vuelven a la casa de la democracia después de un largo viaje al fondo de la noche del genocidio fascista y la guerra fría cultural. Por la estupenda recepción que han tenido estas propuestas, se diría que hay más alegría en la cultura española por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse. En el catolicismo el perdón es siempre una obligación.

 

¿Qué quiere decir que sean precisamente estos relatos los que mejor han encajado con las necesidades de simbolización del estado posfranquista y los que han articulado la hegemonía cultural socialdemócrata durante treinta años, porque precisamente han ocultado los intereses y las violencias históricas en las que la democracia se funda, como explica Rafael Chirbes? ¿Hay alguna relación entre estas necesidades simbólicas, el abastecimiento de relatos y de premios en la conformación de un habitus cultural? Guillem Martínez y Belén Gopegui en su Cultura de la Transición (libro moderadamente golpeado con aquel martillito en Babelia), dirían que sí, que la lógica consensual de la cultura democrática es el virus que ha conformado nuestro sentido común, confundiendo –pues esa es la misión de la ideología– la realidad, los intereses y los deseos. Hoy por hoy, con la que está cayendo, hay que preguntarse cómo se relacionaban nuestros deseos de vivir por siempre en un país socialdemócrata feliz, los oscuros intereses que articulaban esta fantasía –y sus numerosos pagadores: presentes, pasados y futuros–, y el terco retorno de lo real por los pasillos.

 

 

Germán Labrador Méndez es profesor titular en el departamento de Lenguas y Culturas Españolas y Portuguesas en la Universidad de Princeton. En FronteraD ha publicado El Rey y el deporte rey. Simulacros políticos y crisis monárquicas en la España del Mundial de 2014. 

 

 

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Pepa Novell

 

Todo empezó en mi primer año en la Facultad de Filología cuando en un examen se me preguntó sobre la vigencia y/o actualidad de La rebelión de las masas. Para mí esa era una verdadera pregunta de análisis, que me invitaba a pensar y reflexionar, y no tanto a exhibir conocimientos memorizados o aprendidos sistemáticamente. Dada la nota final, al profesor Gracia le había parecido convincente mi argumentación, que devino la primera de otras muchas que tuve que reproducir en mis años universitarios tomando sus asignaturas, todas.

 

Mi primera escaramuza literaria dio lugar a un sinfín de disputas en las que muchas veces nos hemos enfrascado en discusiones eternas, avasalladoras y siempre fructíferas y enérgicas. Llevo discutiendo con Jordi hace casi veinte años, de lo intelectual y lo esotérico, desde lo más banal hasta lo más profundo, y pasando por todos los estados posibles: de mi oposición rotunda a algunas de sus concepciones a mi aceptación en otras muchas.

 

Jordi es un hijo de la razón que no teme quedarse a la intemperie y tampoco le asusta el Estado ni la cultura; seduce con un valor poco frecuente por la disidencia y le fascina rescatar vidas de intelectuales, melancólicos o no, e incluso de algunos burgueses imperfectos, para derrotar ideas preconcebidas y restituir pensamientos demasiado anquilosados en una dilatada y perturbadora modernidad (1939-2010); le encanta oponer resistencia, y no precisamente de manera silenciosa. Su bibliografía es un excelente reflejo del pensamiento “jordigraciano”.

 

Su última obra, nada menos que la biografía de Ortega y Gasset, es el mejor ejemplo de quién es Jordi Gracia. Como él mismo indica en la ‘Bibliografía razonada’: Ortega está con él desde su nacimiento, incluso desde antes de nacer. Y no es casualidad, las casualidades no existen (y ya entraríamos a dialogar si lo tuviera enfrente), que su apartado bibliográfico lo matice con un adjetivo tan característico en él como “razón”, porque Jordi es razón pura, juicio, talento, inteligencia, perspicacia, conocimiento. Y tampoco es casualidad (ya dos serían demasiado y tendría que darme la razón) que inicie el apartado con una breve explicación autobiográfica, porque tenía que dedicarse a los libros como no podía ser de otro modo.

 

Él mismo, su prolífica obra, es una bibliografía razonada de la historia intelectual y cultural de la España de los últimos ochenta años. Se esté o no de acuerdo con sus propuestas y razonamientos, resulta del todo imposible omitir su producción, la cual seduce ya por contraposición ya por conformidad sin dejar lugar a la indiferencia, y siempre izándose como una fresca invitación a pensar más allá de lo instituido.

 

Ortega y Gasset está con Jordi desde antes de su nacimiento, y entre nosotros dos desde antes de que él supiera quién era yo: ¡casualidades orteguiano-gracianas!

 

 

Pepa Novell es investigadora independiente.

 

 

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Fernando Larraz

 

Desconfío del uso del oxímoron con fines epistemológicos. Me parece que es una retórica tramposa que sirve para justificar posiciones apriorísticas; una especie de sofística que elude la verdad mediante el encantamiento lingüístico. Cuando Paul Ilie habla de “exilio interior” negando las reglas de la etimología; cuando se habla de una “Falange liberal”, obviando que la de Falange era una ideología visceralmente antiliberal; cuando Julián Marías se decanta por hablar de la “vegetación del páramo”… podemos quedar boquiabiertos por la agudeza retórica, pero nuestro sistema lógico se revuelve contra el sinsentido. Lo mismo cuando Jordi Gracia creyó haber encontrado el quid de la historia intelectual española del pasado siglo al afirmar que la corriente principal de resistencia al franquismo había sido silenciosa y no por operar contra la dictadura desde la clandestinidad, sino, sencillamente, por no intervenir, o por hacerlo de una forma tan sutil y posibilista que no hay manera de encontrar sus rastros. Lo que malogra este y otros ensayos suyos de explicación histórica es que parte de una convicción historicista que lo lleva a interpretar la historia desde 1939 como un sostenido itinerario racionalizador y modernizador que entronca con el proyecto liberal de preguerra, el cual, si bien amenguado, no llegó a abortarse con el advenimiento de la dictadura sino que se reforzó en las dificultades a lo largo de su travesía por el desierto franquista hasta eclosionar en la cultura de la democracia madura que, según Gracia, disfrutamos. Esta teleología, en realidad, opera como una “paradoja del observador” constatable en la hagiografía de Dionisio Ridruejo, por ejemplo, o en la minusvaloración del exilio como elemento histórico que lleva a cabo en A la intemperie. Para demostrarlo, Gracia selecciona arbitrariamente corpus desechando aquellas fuentes que podrían contradecir sus tesis previas, tergiversa interpretaciones y altera cronologías. Incluso el optimismo historicista lo lleva a una suerte de estilo que roza lo emocional.

 

 

Fernando Larraz es profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá.

 

 

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Miguel Ángel de Lucas

 

Jordi Gracia es un vortex. Para quienes nos iniciamos hoy en ese terreno pantanoso que se conoce como literatura española de posguerra, el tríptico compuesto por Estado y cultura, La resistencia silenciosa y A la intemperie constituye una de las principales puertas de entrada a un pasado terrible y terriblemente mal conocido. Pocos han escrito tanto, y casi ninguno ha escrito mejor, sobre la vida intelectual bajo el franquismo y las diversas rutas del exilio. Leer a Gracia ayuda a entender con perspectiva histórica las dudas, los debates, las traiciones y las decisiones –valientes a veces, funestas otras, la mayoría simplemente resignadas– que afrontaron figuras como Juan Ramón Jiménez, Ortega, Marañón, Baroja o Salinas en el momento en que el abismo se abrió bajo sus pies. Como Virgilio, Gracia nos acompaña en ese paseo por el abismo. Su análisis, conviene aclararlo, rehúye los absolutos. No hay aquí ángeles ni demonios. Al contrario, la vida intelectual española que describe Gracia se mueve en la zona más ambigua y compleja del Purgatorio, entre la colaboración culpable y una escéptica resistencia. Como lectores, como exploradores que nos adentramos en el mismo territorio, seguimos al maestro y celebramos sus hallazgos. Algunos de ellos brillantes. La resistencia silenciosa, por ejemplo, describe el fascismo como un virus que contaminó el alma de una serie de pensadores españoles a los que, por su trayectoria, uno habría considerado inmunes. Por supuesto, la admiración no está reñida con la discrepancia. Y durante el viaje el lector se encontrará discutiendo a cada paso de este estudio epidemiológico. Nos preguntaremos por qué motivo Gracia perdona tanto a, digamos, Ortega y se muestra tan poco flexible con, digamos, Max Aub. También, acabado el itinerario, nos preguntaremos si no es un diagnóstico demasiado optimista pensar que el virus del franquismo ha sido del todo superado, y si acaso este agente patógeno que nos infectó durante 40 años no ha dejado secuelas en el convaleciente estado de la España actual. La experiencia universitaria enseña que discutir con un profesor al que se admira es una actividad recomendable: uno aprende más y, si tiene suerte, la conversación puede prolongarse más allá de la clase.

 

 

Miguel Ángel de Lucas es periodista y doctorando en Literatura española contemporánea.

 

 

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L. Elena Delgado

 

Aunque las descripciones oficiales que se hacen de la labor académica de Jordi Gracia lo definen como “experto en historia intelectual” o “crítico literario y social”, si desarrollara su trabajo en otros ámbitos (geográficos y disciplinares) se le clasificaría como un ensayista y un historiador cultural. No es la suya la historia intelectual que se limita a ofrecer hagiografías de grandes hombres, con abundantes detalles, destinados a hacernos entender los motivos de su singularidad incuestionable. Incluso cuando escribe una biografía de Ortega y Gasset para una colección (Españoles eminentes) cuyo objetivo expreso es precisamente el estudio de la huella de determinadas personalidades nacionales en el presente, Gracia tiene la virtud de trascender, en el fondo y en la forma, la premisa inicial. Así, su visión de Ortega aparece contextualizada y con todas sus contradicciones, aunque siempre con una perspectiva más benévola de lo que quizá la propia figura merece.

 

Desde el principio de su carrera, Jordi Gracia fue “acusado” de ser un ensayista, y que eso fuera visto como un defecto dice mucho del entorno académico y disciplinario en que se movía (de hecho, su primer libro se publicó inicialmente en Toulouse). Desde entonces ha llovido mucho, claro está. La importancia de Jordi Gracia como ensayista e historiador cultural de la España contemporánea ha sido ampliamente reconocida: lo es incluso para los que pensamos a veces “contra” Gracia (parafraseando un juicio que en relación a su biografía de Ortega hizo el novelista Javier Cercas).

 

Jordi Gracia comparte con la crítica cultural el interés por la ideología y las instituciones, aunque no por la teorización de ambas. Sus posturas nunca son obvias: podrán gustar o no, pero su ángulo de visión a menudo rompe con el sentido común. Es por ejemplo ilustrativo que ya en el año 2007escribiera un artículo titulado Falsas ilusiones de normalidad en España que empezaba con la frase, contundente y clarividente, “La ilusión de la normalidad tiene ventajas definitivas para la convivencia civil, pero es tantas veces sólo una ficción mal armada”. Por otro lado, es ése mismo ángulo de visión, ligado a su propia localización personal y académica, lo que explica que a muchos que los leemos desde otros contextos nos choque su excesivo optimismo en relación a los méritos de su entorno cultural. Sorprende también su excesiva magnanimidad hacia los que de hecho fueron los vencedores de una conflicto cuyos vencidos más combativos siguen siendo acusados de amargados o resentidos. Ese mismo optimismo y generosidad, sin embargo, caracterizan también el trato personal de Gracia y su labor pedagógica. En efecto, tiene fama de ser un profesor respetuoso, que fomenta el diálogo y la disidencia, así como el desarrollo de la capacidad crítica individual de sus alumnos, algo sin duda que lo distingue tanto como su capacidad investigadora.

 

 

L. Elena Delgado es profesora titular de la Universidad de Illinois (Urbana-Champaign) e investigadora visitante en Universidad de Barcelona, Centre Dona I Literatura.

 

 

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CODA, por Jordi Gracia

 

No entraba en los planes de Sebastiaan (ni, colateralmente, en los míos) participar en esta sección de la interminable entrevista, pero me siento obligado a redactar una coda a toda máquina, tras vencer la embarazosa sensación que da la lectura de los seis comentarios. Los agradezco todos, los más benévolos y los menos, sin ocultar la desazón (aguda) ante juicios tan categóricos como los de Germán y tan descalificadores como los de Larraz. Me abruma haber escrito tan rematadamente mal mis libros como para dar lugar a visiones tan deformadas y hasta aborrecibles. Si eso es lo que se desprende de esos libros, me tiro al mar, como pedía la negra Flor.

 

 

 

 

Bibliografía de Jordi Gracia

 

Antologías y ediciones


Crónica de una deserción. Ideología y literatura en la prensa universitaria del franquismo, 1940-1960, PPU, 1994.

Pere Gimferrer, Arde el mar, Cátedra, 1994.

En el 98. Los nuevos escritores, Visor, 1997, con José-Carlos Mainer.

El ensayo español. Los contemporáneos, Crítica, 1996; ed. ampliada en 2009, con Domingo Ródenas.

Los nuevos nombres, 1975-2000, Crítica, 2000.

Benjamín Jarnés. Epistolario 1919-1939 y cuadernos íntimos, Residencia de Estudiantes, 2003, con Domingo Ródenas.

La llegada de los bárbaros. La recepción de la narrativa hispanoamericana en España, 1960-1981, Barcelona, Edhasa, 2004, con Joaquín Marco y otros.

José Ferrater Mora, Variaciones de un filósofo. Antología, Ediciós do Castro, 2005.

El valor de la disidencia. Epistolario de Dionisio Ridruejo, 1933-1975, Planeta, 2007.

Dionisio Ridruejo, Escrito en España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008.

Alfonso Reyes, La experiencia literaria y otros ensayos, Fundación Banco Santander, 2009.

Más es más: sociedad y cultura en la España democrática, 1986-2008, Iberoamericana 2009, con Ródenas de Moya.

Dionisio Ridruejo. Cartas íntimas desde el exilio, Fundación BS, Cuadernos de Obra Fundamental, con Jordi Amat, 2012.

 

 

Monografías y panfletos


La pasión fría. Lirismo e ironía en la novela de Benjamín Jarnés, Institución Fernando el Católico, 1988.

Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo (or. Toulouse, 1996), Anagrama, 2007.

Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia, Edhasa, 2001.

La España de Franco. Cultura y vida cotidiana, Síntesis, 2001; con M. Á. Ruiz Carnicer.

La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, Anagrama, 2004; Premio Anagrama de Ensayo de 2004 y Premio Caballero Bonald, 2005. Reeditado en 2014.

La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, Anagrama, 2008.

A la intemperie. Exilio y cultura en España, Anagrama, 2010.

Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010: Historia literatura española 7, Crítica, 2011, con Domingo Ródenas.

El intelectual melancólico. Un panfleto, Anagrama, 2011.

Burgesos imperfectes. L’ètica de l’heterodòxia a les lletres catalanes del segle XX, La Magrana, 2012 (traducido en Fórcola [2015])

José Ortega y Gasset, Taurus, 2014.

 

 

 

 

Sebastiaan Faber es catedrático de Estudios Hispánicos en Oberlin College, Estados Unidos En FronteraD ha publicado Biografía de un hombre masa: ¿Qué le debe España a José Ortega y Gasset?La rebelión de los pesimistas. ¿Cómo defender las humanidades? y Elogio del olvido.

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