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Herida y cicatriz

 

I

 

Cuando salí de la ducha tú estabas tumbada sobre mi cama. Una toalla azul rodeaba tu cuello. Estabas escuchando Breaking Down, una canción de un cantautor poco conocido de Minneapolis. Era de noche y estábamos viviendo juntos el verano de nuestras vidas. O al menos así se llamaba nuestra lista de Spotify (Summer of our lives). Esa tarde habías asistido a tu primer espectáculo taurino. No te gustó nada: te encantaban los animales, sobre todo tu perro Stanley, y sufrías viendo cómo las banderillas atravesaban la carne de los toros. Decidiste emborracharte con el vino que mis amigos no paraban de ofrecerte. Llevabas un vestido blanco de H&M que te habías comprado para la ocasión. Te aconsejé que lo reservaras para otro día pero no me hiciste caso: me dijiste que querías estar guapa y que nadie se atrevería a mancharte de vino porque no te conocían de nada. Te equivocaste y antes de entrar en casa los dos tuvimos que desnudarnos en el jardín. Me preguntaste entonces que dónde estaba la manguera de que la que te había hablado. Te acercaste hacia ella, hiciste girar el grifo y me mojaste de arriba abajo.  

 

II

 

Aquella tarde perdimos el autobús a Madrid. Puede que la película, Le déclin de l’empire américain, se alargara más de la cuenta o que creyésemos que el tiempo se podía detener por unas horas. Quizás simplemente aquella vez aguantamos más de lo habitual. Era 28 de julio y todavía quedaban tres días para que se acabaran las fiestas. Unos amigos daban un concierto a las siete en la terraza de una de las peñas y te pareció un buen plan. Me invitaron a cantar una canción con ellos y tú te escondiste entre el público. Bebías cerveza y sonreías. Llevabas un vestido rojo, casi naranja, y unas victoria blancas que te había comprado mi madre. Al bajar del escenario me esperabas en la barra con otra cerveza. Yo te lo agradecí y tú me besaste en la mejilla. Mis amigos comentaron que iba a empezar otro concierto en un bar. Había bastante gente dentro y el local era diminuto. Decidimos quedarnos fuera y conociste a algunas de mis amigas del colegio. Tocaron Vidas cruzadas y no pude evitar contarte que el artífice de esa canción había sido uno de los ídolos de mi adolescencia. Quizás no era la primera vez que te hablaba de él y seguro que no fue la última.

 

Todavía era pronto pero tú tenías hambre. Estábamos a escasos veinte metros del bar donde servían mis pinchos favoritos. Nos sentamos en la terraza, en la mesa más próxima a la puerta. Pedimos foie y te pareció que estaba riquísimo. Se hizo de noche mientras bebíamos cerveza y hablábamos de lo incierto que se presentaba el futuro para nuestra generación. Puede que fuera entonces cuando me hablaste por primera vez de Elena Ferrante y de que tu madre era una experta en la obra de Edith Wharton. También me contaste que con 13 años fuiste a un campamento y que uno de los monitores, antes de acostaros, siempre os tocaba 5 Days in May de Blue Rodeo y Jesus, etc. de Wilco.

 

Seguíamos teniendo hambre. Fuimos a por el clásico bocadillo de lomo, york, queso y alioli. Nos dirigimos hacia el río, donde se encontraban las ferias. Por el camino te hablé de la batalla de Tudela, de nuestra guerra de la Independencia y de los afrancesados. Te reíste cuando pronuncié la palabra frenchified. Al poco de llegar a las ferias, cuando todavía buscábamos el lugar ideal para comer el bocadillo, los fuegos artificiales de medianoche irrumpieron en el cielo. Nada más terminar los fuegos y a pesar del alioli nos besamos junto al embarcadero.

 

III

 

El sábado volví a casa de mis padres. Por la noche quedé a cenar con mis amigos de toda la vida. Puede que no fuera la primera vez que volvía a comer ese bocadillo desde la noche de los fuegos artificiales pero no pude evitarlo. Horas más tarde mientras apuraba el último gintonic pensé en los exiliados románticos, en los tallarines del Chillax, en el lago Hurón y la playa desierta de Bayfield, en las menonitas del Zehr’s Country Market, en la librería Westcott del bulevar Saint-Laurent, en el Cinéma du Parc y Emily Blunt en Sicario, en el poutine de la última noche, en la mañana que pasé con Matt Damon, en tus rodillas sobre la moqueta, en el pollo portugués con patatas, en la última canción, en esas manos grasientas que marcaron por última vez tu número desde el aeropuerto.

 

IV

 

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