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Hermano Ángel

Me veo sentado frente al libro de Lecturas, paralizado por el terror. Con semblante adusto, el hermano Ángel se dedica a observarme, al tiempo que se golpea rítmicamente la palma de la mano con una regla. Se halla justo detrás de mí. Algo parece disgustarle del mocoso que tiene delante. No acierto a explicarme qué puede ser. Pero el caso es que lo tengo a mis espaldas. Y siento planear sobre mi pequeña humanidad  un humor sombrío, amenazante. 

 

Al hermano Ángel le acompaña un muchacho que va para marista y que es depositario privilegiado de una de sus agudezas. “Con estos besugos –le dice, refiriéndose a mí-, hay que hacer como con los productos de farmacia, que anuncian en el envase eso de ‘Agítese antes de usarlo’”. Y el chaval le ríe la gracia y mi angustia aumenta, acompañada ahora por un sentimiento de decepción. Porque hará cosa de tres o cuatro días, ese chico ha estado en mi casa y ha derrochado conmigo simpatía y cariño. Hoy se ríe abiertamente de mis apuros, parapetado tras la barrera de la autoridad.

 

Mi azoramiento llega a tal extremo ante el acoso que hasta se me ha olvidado leer. Sabía leer el día anterior, como lo prueba el hecho de que, recién ingresado en el colegio y sin pasar por el Catón, me habían hecho entrega del libro de Lecturas. Pero hoy, un día después, no sé leer. Los párrafos se han  transformado en bloques oscuros, inexplicables. Esta amnesia, parcial y momentánea, este bloqueo mental, me durará varias semanas, durante las cuales, y por la cuenta que me trae, tengo que dar la impresión de que comprendo lo que leo por el procedimiento de aprenderme los párrafos de memoria, tras haberlos escuchado en clase.

 

Vuelvo a verme un día más tarde, en el patio del colegio, acurrucado contra una pared, mirando, sin participar en sus juegos, a los demás compañeros, masticando sin ganas un interminable bocadillo de atún que reintegro a clase a medio comer. El hermano Ángel me contempla con sorna y me dice que soy un zampabollos. Y comunica a mis padres que me ve excesivamente retraído. Tal vez no se le ha ocurrido pensar que, si me muestro tímido, muy posiblemente sea consecuencia de que me siento intimidado.

 

Mi ingreso en el colegio San Luis, de los hermanos maristas de Pamplona, en octubre de 1955, al poco de haber cumplido los seis años, fue para mí un acontecimiento traumático. Provenía de las indulgentes manos de las monjas de la Caridad de Sangüesa. El contraste fue demasiado fuerte y me costó no menos de un trimestre aclimatarme. Aunque tendría que distinguir el primer día de mi nuevo destino escolar de los que vendrían después. Pisé aquel colegio por primera vez en compañía de mi madre, que me depositó en las manos de un afectuoso y acogedor hermano Ángel. En la mañana de aquel día me ocurrió un incidente ridículo. Y fue que, desconociendo los usos y costumbres propios de ese lugar, interpreté, viendo que se abandonaban las clases, que la hora del recreo era la de marcharse a casa.

 

Y en casa me presenté para sorpresa de mi madre, después de haber efectuado un largo rodeo; porque en el trayecto me perdí y me vi obligado a buscar mi domicilio como pude, causando sobre la marcha el asombro de un viejecito, a quien pregunté con total aplomo: “Podría indicarme, por favor, por dónde se va a mi casa”. Una vez llegado, mi madre se vio obligada a efectuar conmigo un nuevo desplazamiento. Y, reintegrado al colegio, el hermano Ángel volvió a recibirme con el máximo afecto; de modo que, en un clima relajado y cordial, finalicé mi primera jornada escolar.

 

Todo cambió en cuestión de veinticuatro horas. Al día siguiente empecé a respirar un ambiente de tensión, hecho de gritos y bofetadas, y que era perceptible desde la misma formación de las filas para la entrada en las aulas. El hermano Ángel parecía haber sufrido una profunda transformación. Experimenté entonces mi primer impacto emocional. Me quedé sobrecogido por el miedo y la sorpresa. ¿Qué había ocurrido con el religioso desbordante de bondad e indulgencia que yo había conocido hacía muy pocas horas? Era incapaz de reconocerle entre sus gritos, sus exclamaciones de disgusto y los golpes que iba soltando a diestra y siniestra por cualquier nimiedad.

 

Llegó a convertirse para mí en una pesadilla, porque le veía pegar a todas horas y por todo: por hablar, por llegar tarde, por presentar un ejercicio desaliñado (y no digamos por no presentarlo) o, en fin, por los mil descuidos y torpezas en que puede incurrir un crío de seis años. No era, por consiguiente, nada extraño que, durante un tiempo prolongado, me dirigiera al colegio llorando, después de inútiles protestas en casa y de reiterar, a veces con desesperación, que no quería que me pegaran.

 

A decir verdad, el entorno de aquel centro escolar, y de nuestra clase en particular, ya delataba que no era en absoluto aconsejable hacer bromas con la autoridad. Por su costado izquierdo, el aula limitaba con las viviendas militares de la calle del Padre Moret. Sobre la puerta, al final del pasillo donde se alineaban las clases del ciclo inferior, estaba aquel enorme retrato de Franco de cuerpo entero. Así que, ya antes de entrar, uno se topaba de frente con el general invicto de sus primeros años de caudillaje, irradiando seguridad y rezumando espíritu de victoria por todos los poros. Allí lo teníamos, controlando, archivando en sus ojillos hieráticos el más leve desorden, como queriéndote decir: “Lo veo todo, no te pases”.

 

En aquel espacio, que recuerdo vasto, el hermano Ángel imponía su autoridad, indiscutible e indiscutida. Y también arbitraria, porque se trataba de un ser complejo y sometido a frecuentes variaciones de humor, al dictado probablemente de alguna dolencia de estómago o de características similares. Desconozco si en algún momento llegó a leer el relato de Stevenson sobre el Doctor Jeykil y Mister Hyde. Seguramente, no, pero ello no era obstáculo para que, frecuentemente, aludiera a las transformaciones de su carácter en clave de doble personalidad. Y, así, en los días benignos y risueños, decidía conservar su nombre para seguir llamándose hermano Ángel. Pero, cuando se encabritaba, afirmaba ser el hermano Eulalio y había que andarse entonces con pies de plomo.

 

Poseía también dos instrumentos de castigo: una regla dura y delgada, a la que denominaba doña Justa, y un puntero para señalar en los mapas, que recibió el nombre de don Palermo. Éste último lo utilizaba menos, porque, dada su largura, le impedía maniobrar con facilidad. Pero lo utilizaba, y a veces con notables resultados, porque un día llegó a partirlo en el culo de un compañero, entre la hilaridad general.

 

Como el hermano Ángel pegaba por rutina, asestar varios reglazos en las palmas de las manos, aparte de amoratárselas al directamente afectado, apenas nos hacía a los demás levantar la vista del pupitre. Ese castigo raramente sorprendía y se reservaba para las faltas ordinarias. En cambio, los varetazos o, más comúnmente, los reglazos en el trasero obedecían a circunstancias agravantes, se rodeaban de una escenografía más solemne y prometían atractivos añadidos.

 

Había un momento especialmente peligroso en lo concerniente a esta variedad de castigo: el de la hora de Aritmética. En la pizarra del ala derecha de la clase iban desarrollándose sumas y restas que era preciso ejecutar correctamente, si lo que se deseaba era salvar la piel. En caso contrario, el hermano Ángel apartaba a los que habían dado muestras de ignorancia y, una vez acabados los ejercicios, les apremiaba: “Remangaos, que vais a cruzar el río”. Y temblando, con lágrimas en los ojos, pero dócilmente, nos enrollábamos a la cintura los bajos de la bata, para dar lugar a que doña Justa se cebara en nuestras nalgas. Y, si me incluyo entre los damnificados, es porque mi habitual torpeza en Aritmética me obligó a cruzar el río en más de una ocasión.

 

Se ensañaba especialmente con el hijo de un militar –poseedor del culo que ocasionó la rotura del puntero señalador de mapas-, a quien recordaba, mientras le perseguía por la clase regla en mano, que sus padres le habían dado permiso para ajustarle las cuentas, porque el chaval era una de esas ovejas negras que siempre han pululado por cualquier aula escolar desde que el mundo es mundo. Su hermano mayor presentaba signos claros de alelamiento, por lo que el hermano Ángel le entraba también a fondo con el loable propósito de espabilarle, según decía. Creo que no llegó a lograrlo, porque, mientras otros pasaban de curso, él se eternizó en el mismo, con su inalterable mirada vacuna, hasta que al fin todos le perdimos de vista.

 

Esos dos hermanos, pues, daban mucho juego, porque entraban en todas las sesiones especiales de tortura que aquel sujeto se encargaba de ambientar adecuadamente y que nosotros contemplábamos con especial regocijo. Alineaba a los condenados de cara a la pared y demoraba con regusto sádico la acción, que introducía con algunas reflexiones irónicas adaptadas para el momento. Luego descargaba sin piedad y nosotros nos partíamos de risa escuchando los aullidos de terror de nuestros compañeros, que se acurrucaban y contorsionaban inútilmente tratando de eludir aquella catarata de golpes. Aquello nos hacía a todos mucha gracia. Sabiendo que recibir varazos en el trasero formaba parte de una lotería que podía alcanzar a cualquiera, cuando uno se libraba podía reírse a sus anchas desde la seguridad momentánea que proporcionaba el hecho de saberse dueño de un trasero indemne.

 

A veces me pregunto sobrecogido cómo podíamos prestarnos a participar con nuestra risa en aquel envilecimiento colectivo. Pregunta que sólo puede plantearse con asombro desde la distancia temporal. Porque en aquel entonces todo estaba muy claro, si se admitía la coacción violenta como elemento de normalización educativa. Sin que me haga excesivas ilusiones sobre la naturaleza humana, y la supuesta bondad inherente a la misma, hay que reconocer que, en aquellos tiempos remotos, concurrían circunstancias suplementarias muy especiales que acentuaban los comportamientos crueles. Según los usos, vamos a llamarlos pedagógicos, de la época, enseñar equivalía a desasnar. Era comprensible, entonces, que nos trataran a palos, como a los burros, y nadie ponía en cuestión que un maestro pudiera pulverizar a su alumno, si ése era su deseo. Respetando el límite de no matarle, nadie protestaba ni trataba de poner coto a semejantes tropelías.

 

Doy fe de ello recordando una simple anécdota. Una mañana que llegué tarde a clase el hermano Ángel me cogió por banda, me dio una vuelta de campana y, sujetándome por las corvas, me obsequió con una bien nutrida ración de reglazos en los glúteos. Mi hermano Miguel Ángel oyó mis gritos desde una clase vecina y lo contó en casa por la noche. “¡Pobrecico! –exclamó mi madre- ¿Y no te dio pena oírle?”, preguntó a mi hermano a continuación. Y ahí se quedó la cosa.

 

Mi madre se había conmovido cuando escuchó el relato, pero, a pesar de todo, siguió cosiendo sin levantar la vista de lo que tenía entre manos. Eso, pues, era todo. No se podía esperar con tal conformidad que nadie acudiera en tu auxilio. De modo que sólo cabían dos alternativas: rebelarse y afrontar el riesgo de recibir el doble; o acomodarse a la situación tratando de sacarle el máximo provecho posible. Cuando te pegaban a ti, se reían los otros. Cuando pegaban a los otros, te reías tú. Tales eran las reglas de juego y a ellas sometíamos nuestro comportamiento.

 

En el momento de ser vapuleado, se encontraba uno solo, radicalmente solo ante el peligro, y a veces, para atajarlo, tenía que sortear el propio sentido del ridículo. A mí, al menos, no me costó excesivamente vencerlo aquella tarde en que mis dificultades con la tabla de multiplicar podían haberme costado una ración de golpes. Cuando el hermano Ángel me preguntó de improviso “A ver, ¿siete por ocho?” y yo dudé más de lo que era permisible, porque para cuando dije cincuenta y seis, ya levantaba la regla sobre mi cabeza. 

 

Pero no estaba dispuesto, ni poco ni mucho, a que me pegara, y me agarré a sus manos suplicante, tratando de impedir el sacrificio ritual. Finalmente transigió, pero me exigió una contrapartida por el levantamiento de la pena: tenía que desfilar en solitario por el aula cantando el Cara al sol; y ni que decir tiene que lo canté a pleno pulmón y marcando el paso con una inspiración tal, que haría palidecer de envidia a los mismos escuadrones de Hitler. Más que desfilar, volaba, porque el miedo me había puesto alas en los pies.

 

Con todo, y aunque pueda parecer increíble, el hermano Ángel provocaba una extraordinaria fascinación. Los padres de los chicos –los nuestros también- le adoraban. Le consideraban un hermano ejemplar, un verdadero santo, un modelo de entrega y dedicación. Y sus antiguos alumnos le saludaban con respeto y cariño. Me imagino que, abrumados por el peso de tal prestigio, a nosotros, los que caíamos directamente bajo su mando, no nos quedaba más remedio que apreciarle también. Y, aunque nos mantenía constantemente con el corazón en un puño, o precisamente por eso, llegábamos a experimentar hacia él, no sólo temor, sino, además, unas buenas dosis de afecto.

 

Supongo que esa necesidad psicológica de aliviar tensiones influía en tal actitud, volviéndonos agradecidos a sus momentos más inspirados, cuando se atemperaba la dureza de su comportamiento. Y, así, a jornadas realmente borrascosas, le sucedían otras bastante más relajadas, sin que faltaran, por último, los días alegres, repletos de juegos y canciones. Tan frecuente era observar en el hermano Ángel un rostro huraño como una sonrisa encantadora que parecía dejar vía libre a todo tipo de expansiones. Los rasgos, amenazantes o tranquilizadores que se le dibujaban en el rostro desde el comienzo mismo de la jornada escolar, solían hacer de termómetro emocional del día. De tal modo que no era infrecuente, como digo, pasar de un ambiente crispado a un bullicio que permitía ciertas libertades.

 

Los días buenos y soleados el hermano Ángel prolongaba los recreos y los sacaba del patio del colegio, para trasladarnos, en largos paseos, a los alrededores de las murallas y hacia la Vuelta del Castillo. En ocasiones tales –y también cuando paseábamos por el campo los jueves por la tarde, que eran festivos para nosotros-, su estado de ánimo era excelente y se mostraba especialmente comunicativo con la nube de críos que caminábamos a su alrededor y nos disputábamos su atención y sus bromas. A lo largo de aquellos paseos, nos enseñaba a cazar grillos y hacer hogueras. Y de su mano aprendíamos también a distinguir algunos frutos silvestres de los caminos, como eran, en denominación local, los tapaculos y las manzanicas de pastor.

 

No le faltaba, pues, abnegación ni entrega. A veces, los domingos por la tarde, y mientras los demás nos divertíamos en el cine del colegio, se le veía deambular solo por el aula vacía, preparando las clases del día siguiente, llenando tinteros y, en general, poniendo todo en orden para la nueva semana lectiva. Tampoco escaseaba en arrestos de bondad. Y ocasiones hubo en que lo demostró sobradamente; como cuando se vio obligado a limpiarme el culo, porque, aunque lo hiciera forzado por las circunstancias, la verdad es que no le faltó paciencia ni deportividad en el trance, como consecuencia de uno de esos accidentes que, por su carácter imprevisto, están condenados por suerte a no repetirse.

 

Ocurrió que había pedido permiso para ir a orinar, pero aquella mañana debía yo de andar flojo de tripas, porque, una vez en el urinario, y según me iba vaciando por el conducto delantero, algo sólido se soltó repentinamente por el de atrás. Me cagué, para decirlo sin eufemismos; y aquello me dejó tan cortado, que, durante unos instantes que se me antojaron larguísimos permanecí paralizado por la sorpresa y el pánico. La situación daba de si lo suficiente como para inspirar sabrosas reflexiones filosóficas. He aquí, podría pensarse, el verdadero destino del ser humano, sometido a la postre a los caprichos de su tubo intestinal; con lo que, si uno se ponía en plan Shakespeare, podía darle a su reflexión un remate elegante, del estilo de Jiñarse o no jiñarse, ésta es la cuestión.

 

Aunque tales ideas no eran malas, debo confesar que no llegué a tanto en mis razonamientos, y no por falta de aptitudes intelectuales, sino porque, por razones de edad, aún no había tenido la oportunidad de leer a Shakespeare. Por eso, lo que pensé fue simplemente: “¿Y qué hago yo aquí ahora?”. Una pregunta eminentemente práctica y carente de grandeza, porque el tiempo apremiaba y no podía eternizarme en el mingitorio del patio. El aturdimiento no me permitió encontrar una digna salida al problema. Y, así, lo único que se me ocurrió fue volver a clase con el peso de mi desdicha entre los pantalones, dejando a mi paso, como el Tenorio, memoria amarga de mí. Y, para mayor complicación, y en evidente demostración de que las penas nunca vienen solas, tocaba la temida hora de Aritmética.

 

Pues allí me senté, frente a la pizarra donde se desarrollaban las operaciones; y allí permanecí, dispuesto a todo, con el aliento contenido, hasta que, alertado por el cante, alguien dio la voz de alarma, advirtiendo con toda la razón del mundo: “Hermano, aquí huele a mierda”. Y la verdad es que no fueron necesarias demasiadas pesquisas para dar con el dueño del botafumeiro; porque, mientras a mi alrededor mis compañeros se iban tapando las narices, deshaciéndose en exclamaciones y aspavientos, yo seguía inmóvil, más bien rígido, con la mirada perdida en el vacío. Si se hunde el mundo que se hunda, me había dicho ya para mis adentros, muy a lo navarro, sintiéndome en el fondo liberado por que se hubiera llegado al desenlace; algo bastante natural teniendo en cuenta que, con la plasta debajo, había empezado a sentirme realmente incómodo.

 

El hermano Ángel se tomó las cosas con naturalidad y sentido del humor. Me limpió sin perder la sonrisa, lavó mis interiores y los puso a secar en el radiador de la calefacción. Antes de llevar a cabo estas últimas operaciones, me ocultó de medio cuerpo para abajo tras el mural que llevaba escritas las letras del catón y me colocó una figura cónica en la cabeza. ¿Por deseo de humillar?, me pregunto ahora. Tiendo a creer que no. Entiendo que, al menos en ese momento, la ocurrencia obedecía a un  sentido del espectáculo que nunca le abandonaba.

 

Aquel incidente sirvió para elevar en mi casa el prestigio de que ya gozaba el hermano Ángel. ¡Cómo llegaba a desvivirse por sus niños!, pensaban mis padres. Y yo también lo pensaba entonces, aunque, al cabo de los años, me entraran dudas más que razonables sobre el particular, analizando los claroscuros de su comportamiento. Aún hoy me considero incapaz de juzgarle de una manera definitiva, aunque ciertos recuerdos de su forma de actuar me estremezcan.

 

No tengo dudas de que se trataba de un ser imaginativo, probablemente un diamante en bruto que habría podido brillar con mejor luz si no hubiera desempeñado sus funciones en una época tan poco dada a las sutilezas; si no hubiera sido un producto de una ideología falangista que no se recataba de exhibir ni falta que le hacía. Una ideología que le hacía concebir la vida en clave de milicia. En sus momentos de exaltación nos hablaba apasionadamente de las glorias patrias, o bien organizaba desfiles y, al ritmo de Prietas las filas, Yo tenía un camarada y otros himnos de la España oficial y triunfante, taconeábamos sobre los asientos de los pupitres o desfilábamos por el contorno del aula.

 

Y luego estaba la organización militar que imponía a aquel nutrido contingente de niños (calculo que no bajaríamos de los cincuenta) de acuerdo con sus aptitudes intelectuales. Organización según la cual la clase quedaba dividida en dos grandes batallones. Los más listos se alineaban a su derecha, en tanto que el denominado batallón de los torpes (del que por algún tiempo llegué a formar parte) se colocaba a su izquierda.

 

Pasé dos años en su compañía. Al tercero, el hermano Ángel abandonó el colegio San Luis, ya que fue destinado a otro centro marista en Latinoamérica, creo que en Venezuela. Y dejó tras de sí una estela de admiración y de recuerdos que le convertían en una leyenda viva.

 

No volvimos a tener noticias suyas durante algún tiempo. Al fin nos enteramos de que le habían surgido problemas en su nuevo destino por haber golpeado a un alumno, lo que había originado la protesta del padre del chico. A nosotros aquello nos extrañó muchísimo. También eran ganas de hacer melindres por una simple bofetada, pensábamos. Porque no había sido más que una bofetada. Pero el incidente desató las primeras, aunque tímidas, críticas hacia una figura que, durante años, había sido intocable. Y su leyenda, poco a poco, se fue enfriando, porque empezaba a circular ya la idea de que pegar –o, al menos, pegar por sistema, y no como último recurso- no era una actitud pedagógica.

 

 

 

Javier Arteta es periodista. En FronteraD ha publicado Cautivo, desarmado y sin memoria y ¡Cuán gritan esos malditos… indignados!

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