En 1978, la dictadura cívico-militar argentina decidió comprar un mundial de fútbol para el contento de las masas siempre un poco chauvinistas a la hora de agitar banderas y legitimar la autoridad. Los gastos fueron cuantiosos, se perdieron unos cuantos millones de dólares en faltriqueras y fondos dobles y se armó una selección que César Luis Menotti, un ex afiliado al partido comunista, no dudó en dirigir pese a las negociaciones de los militares con los montoneros y otros oportunistas que decidieron suspender las operaciones para que el pueblo tuviera la felicidad que tanto merecía.
Pese a la negativa de muchos supuestos especialistas, hubo jugadores que se negaron a integrar sus equipos, como una manera de responder a un negocio sin escrúpulos, entre ellos los holandeses Johann Cruyff y Willem van Hanegem, dos piezas clave de la selección que cuatro años antes había perdido la final del mundial de Alemania con el combinado local.
Fue muy poca la gente que ignoró ese campeonato, pero algunos, acaso por la cercanía de parientes al mundo de la política, intuíamos que bajo esos mamotretos, en esa televisación medio improvisada y en esos festejos descomunales después de cada partido, latía un monstruo en las catacumbas que no paraba su faena de descuartizamientos y violaciones, delaciones y descargas de seres vivos, estragados, torturados, desde aviones y helicópteros en lo alto de la noche, sobre el río y el mar.
El nacionalismo hacía sus pininos. Argentina era una marca. Daba asco. Daban asco Pasarella, Kempes, Tarantini, Luque. La mediocridad del juego, los triunfos agónicos, los festejos multitudinarios, permitidos y negociados. El aura de invulnerabilidad de los militares, aplaudidos, festejados como serían festejados años después cuando la chirinada de Malvinas. Esto fue más fácil. Se compró el resultado a la selección de Perú y se pasó a la final con Holanda. Y la Argentina ganó después de ciento veinte minutos que podrían haber sido doscientos cuarenta porque ningún control antidoping estaba programado. En el minuto 89, un pelotazo holandés pegó en el palo. Esa anécdota sirve hasta hoy para sostener que ese mundial no estaba arreglado. Los holandeses no estaban arreglados, eso es diferente.
Desde entonces, ninguna selección argentina de fútbol -exceptuando la de Maradona del 86- ganó más nada. Se perdió con Holanda, con Inglaterra, con todos esos países que el culto a la sangre y la tierra nacional ignora. Esperemos que durante los próximos días, la selección argentina de fútbol sea eliminada en la primera rueda, que muerda el polvo en Brasil y que el jogo bonito brille por historia y por esa historia lamentable.