«Mueren dos personas, una madre de ochenta y dos años y su hija discapacitada de cuarenta. A la muerte de la madre, por causas naturales, sigue la muerte de su hija discapacitada, por inanición. ¿Vivían solas, aisladas, en el Polo Norte? No, vivían en mi país». Bajo el estruendo de la comunicación total, el frío se ha expandido, bajando a cualquier esquina. Quiero entender que Hermano de hielo (Ed. Alpha Decay) es también un alegato moral y político contra este silencioso glaciar que opera hoy bajo el color de cualquier ideología, incluida la del narcisismo minoritario.
La escritura de Hermano de hielo es tersa, con el estilo depurado de quien camina sobre un volcán helado que puede descongelarse y hacer temblar el suelo. Alicia Kopf, sobrenombre de Imma Ávalos, usa lo polar como metáfora privilegiada de un extremo que nos toca, que puede rebrotar de nuestro «inaudito centro» (Rilke) en cualquier momento. La vida nos devuelve fantasmas igual que la nieve polar devuelve al cabo de décadas cadáveres perdidos o blocs de notas que arrojan nuevas luces sobre la silueta de expediciones en el filo de lo posible. Cada uno de nosotros, bajo la superficie de redes que nos sostiene, es un iceberg sumergido en el fondo lechoso de un azul turquesa.
Soledad existencial que desde su agujero negro sueña con luces siderales. La de Imma Ávalos es la actitud anímica subversiva de quien mantiene abierto un pasaje con el secreto. De ahí la indagación en el sentido de esos momentos invisibles donde, entre acceso y acceso, nos quedamos parados en un umbral. La era del acceso es también la era de una expulsión anímica masiva. Tal vez nuestra preocupación por distintas minorías exóticas es una gran cortina de humo para ocultar un masivo maltrato consensuado. En este punto el hermano autista de Imma Ávalos es todo un símbolo de la vulnerabilidad que hemos ignorado, los pequeños crímenes entre amigos que son necesarios para que un mundo de selección permanente siga su curso imperial. Ir de un modo u otro a los Polos puede ser entonces una cura de esta silenciosa invasión que en las naciones industriales congela las vidas.
A pesar de todo, vivir no tiene género, sobre todo si respiramos todavía rodeados de temores, peligros vagos y zonas de sombra. A la espera de nuevos decretos, vivir no pertenece desde luego al género de entretenimiento o ficción. No es de extrañar entonces que un libro que valga la pena leer, como es el caso de Hermano de hielo, pueda transitar indiferentemente entre la biografía novelada, el ensayo o la literatura de viajes. Tampoco leer tiene género, salvo quizás cierta estrategia de concentración que, para sobrevivir, algunos humanos han de mantener en medio de este empoderamiento de la dispersión que debe redimirnos de todo lo que sea pesar, sentir o decidir. Como la autora de este precioso volumen ha tenido que emprender, en un medio techno, esas tecnologías de concentración, el libro que ha salido de sus manos es asimismo concentrado. Un precipitado de mil esquinas y pensamientos clandestinos que siguen subsistiendo bajo la pantalla total con la que soñamos.
A pesar de su edad, dicho sea de paso, Imma Ávalos no tiene nada que ver con esa generación aguada que la periodista Yoani Sánchez describe entusiasmada bajo el calificativo de Milleniards. Por el contrario, esta Alicia no flota en ninguna región de maravillas, libre de gravedad y traumas reales. Al contrario, muchos muertos y fantasmas, mezclados en una cierta soltura, atraviesan las más de doscientas páginas de su Hermano de hielo. Es posible que esta seriedad neo-existencial se deba a la responsabilidad añadida de quien ha perdido de pequeña a un hermano. De ahí esas palabras poco complacientes sobre las redes y nuestro propio marketing de la personalidad, convertidos todos -pero unos más que otros- en seguidores y seguidos, en estrellas y stalkers a la vez.
Hermano de hielo puede resucitar, no tan fácilmente, una corriente continua de espectros que amábamos y amamos. Alles punctum, se podría decir jugando con el Barthes que parece interesarle a Alicia Kopf. Todo lo pequeño y espectral, al borde mismo del fracaso y la desaparición, peregrina con una épica que solamente queda en los ojos de los perdedores. Sea en escenarios de discoteca Techno o en regiones polares, Imma Ávalos mantiene una expedición por lo improbable, lo incierto, la sombra de seres vulnerables o no reconocidos. Es precisamente esa zona ártica, tan lejana como cercana, la que pone continuidad a los múltiples icebergs, a veces muy breves, en los que se divide su libro.
Un libro que está lleno de nociones anómalas, infraleves, dentro de las cuales el hielo es fuerza magnética especial. En nuestro entorno de diversión espectacular y obligada, el hielo transparente, pero con un universo de huellas en su interior, nos habla del encanto de lo que permanece a salvo y en silencio, esperando un fantasmal retorno. Lo polar aparece así como una metáfora privilegiada, más aún que lo tropical, de todo ese «pathos de distancia» (Nietzsche) que padece una estirpe de humanos que se sienten deprimidos en la vida doméstica de Inglaterra o Noruega. La soledad urbana es el motor de la audacia aventurera, a veces hasta el extremo de la muerte.
Amundsen, Shackleton, Peary, Scott. A Hermano de hielo le recorre una potencia andrógina que tiene buena relación, sin nostalgia, con una virilidad heroica que siempre ha tenido vínculos con el silencio, la vulnerabilidad y la derrota. La brújula de Imma Ávalos busca una épica que no sea imperial, deportiva o totalitaria. En medio de nuestra indiferencia de calor inyectado, lo polar aparece como signo de las apariciones que todavía pueden ocurrir en nuestro desierto social. Gracias precisamente a esos fenómenos de borde que se producen cerca del hambre, el frío, el miedo o la soledad. Si lo extraterritorial ha sido siempre eje de la tierra, como diría Deleuze, los aventureros y nómadas son precisamente los que se aferran a esa región central que no cabe en ninguna sede, en ningún sitio domesticado. Por tal razón no es tan extraño que muchos sueñen la aventura polar y pocos la consumen.
No es tampoco extraño que Hermano de hielo esté teniendo su éxito, primeramente en Cataluña, pues en este orbe de tedio atronador nos devuelve el encanto de lo pequeño y apenas perceptible, la apuesta por una línea sombría que todavía nos acompaña. Aun sin hablar ningún idioma conocido, Alicia Kopf vuelve una y otra vez a cierta infancia tartamuda que reaparece en cada momento de crisis. Se nos devuelve así la vaga hermandad que se alimenta del desamparo en el frío. Hermano de hielo no es ficción, pero tampoco una biografía realista o un ensayo sobre los fenómenos de borde, que sin embargo aparecen. Se trata de una pequeña enciclopedia de los espectros reales, esas fluctuaciones afectivas, anímicas y conceptuales que todavía recorren la llanura social de nuestra luz cegadora. No podemos dejar de recordar aquella Estética de la desaparición donde Virilio recorre las visiones que solamente pueden tener los seres enclenques, atolondrados, un poco tartamudos.
Hermano de hielo no insiste sobre más minorías, reconocidas o por reconocer, sino sobre lo minoritario que, al borde mismo de lo intangible, puede atravesar la mayoría de cualquier llanura. De ahí que este libro, además de acariciar cierta ciencia puntera, maneje muy bien esquinas anómalas de la filosofía, esa foli–sofía (Lacan) donde los sherpas y los inuit se asemejan en una sensibilidad de alta indefinición que la urbe imperial ha perdido.