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Mientras tantoHeterofobia y homosexualidad. Comentario marginal a un reportaje de actualidad

Heterofobia y homosexualidad. Comentario marginal a un reportaje de actualidad


 

Además de su precisión periodística, el reportaje Homofobia en los Balcanes (Ed. UOC), de Miguel Rodríguez Andreu, compone un libro en el que se encuentra, a favor o a contrapelo, bastante material adicional sobre el que reflexionar. Y esto no sólo en cuanto a ciertos índices de actualidad que el autor recorre en una zona de la tierra. No sólo, tampoco, en cuanto a algunos signos políticos de nuestro presente mundial. El volumen contiene también una viva actualización de los sesgos con los que nuestra percepción encara el mundo.

 

Para empezar, aparte de lo que se manifieste en la contraportada y en alguna prudente página interior (pp. 79, entre otras), será difícil separar el éxito deseable y merecido de este libro de un supuesto “primitivismo balcánico” y, en general, eslavo. Sin faltar el rumor político de un debate de fondo, casi todas las páginas de Rodríguez están recorridas por un recuento de las múltiples agresiones que diversos tipos de hooligans perpetran contra homosexuales, lesbianas y travestidos, se escondan o no bajo las legendarias siglas del colectivo LGTBIQ: Lésbico, Gay, Trans, Bisexual, Intersex, Queer.

 

Aunque tal colectivo pueda parecer muy amplio, debido a ese procedimiento aditivo con el que se construye el conjunto de una cultura que antes los ha fragmentado y desarraigado toda forma de vida, es probable que pocos terrícolas (incluso angloparlantes) puedan pronunciar esas iniciales con ningún acento.

 

¿No alude ese acrónimo, repetido hasta la saciedad en el reportaje que nos ocupa, a un mundo sectario (aunque a la vez sea global) al que el común de los mortales no tiene acceso? Lgtbiq suena a mensaje cifrado, apto sólo para ya iniciados. Recuerda el logo de una secta cosmopolita, con clave de acceso Über fashion, pasándole por las narices a vecinos y parientes lo atrasados que son, al menos vistos desde Vancouver, Berlín, París o Nueva York. Es difícil separar esas siglas de la impresión de elite global, poderosa en la Bolsa de nuestros valores, que transmite el planeta que gira en torno a la cuestión sexual.

 

Que tal cuestión sea un índice del «pulso de la actualidad» tal vez sólo se le pueda ocurrir a una estirpe, como la nuestra, que vino del frío. Quiero decir, de la ruptura comunitaria, y el consiguiente puritanismo, que la revolución industrial introdujo, no siempre con vaselina, en las costumbres y hábitos del viejo mundo. Es posible que el sexo, como significante privilegiado, sea únicamente posible en una cultura amenazada por el aislamiento. Por otra parte, hasta la noción de actualidad, como gran categoría ontológica, puede parecer dudosa. Muestra hipotética tristeza actual, en este justo momento, ¿es de actualidad o permanece escondida en un armario oscuro? Como en un iceberg, es posible que cuatro quintas partes del presente, en cualquier parte del planeta, no sean lo que se dice de actualidad. Es incluso probable que, sobre esta naturaleza sumergida de lo real, no haya imperativo de transparencia que pueda remediarla.

 

De cualquier manera, ¿no es la manía por la orientación sexual, por los derechos de las minorías sexuales y el exhibicionismo propio de ese campo, todo un efecto de rebote de la ascética norteña? Los amos del mundo, que hasta ayer mantenían a sus mujeres atadas a la cocina en Texas o en Manchester, que hasta ayer condenaban la felación como un delito, y al homosexual a duras penas de cárcel (o castración química, o exclusión social), salen ahora en masa del armario. Desde el sur, desordenado y alegremente comunitario, podríamos simplemente preguntar: ¿Quién les mandó meterse en un armario? Puede haber una respuesta: producir, al modo regulado del capitalismo, exigió una aversión a la cultura de los sentidos, una ascética del aislamiento ensimismado, muy poco sexy. Es después cuando se ha usado esa salida (exit) del armario como espectáculo con el cual ampliar la penetración en el mundo. Resumiendo: el capitalismo concentrado, que primero tuvo que ser ferozmente puritano, se hace después emocional en su fase dispersa, buscando integrar a nuevas capas de la población.

 

¿No son las minorías, en esta deseada expansión mundial, la excepción espectacular que adorna nuestra mayoría profundamente normalizada? No es tan extraña esa acusación, que recoge Homofobia en los Balcanes, de un nuevo clasismo de elite en torno al sexo. Clasismo pagado con frecuencia, en nuestro extrarradio, con dinero extranjero. Seguro que la intención de Rodríguez no es esta, pero su libro se puede convertir en compañero de viaje de la campaña de desarraigo y normalización (balcanizar y federar, aislar y comunicar) que la elitista burocracia europea necesita realizar en las regiones atrasadas. Todo ello, naturalmente, después de que el «amigo americano» haya hecho el trabajo sucio militar.

 

¿El sexo como gran sedante de la frustración, microeconomía que complementa la macroeconomía? Primero la fragmentación de las comunidades tradicionales; después, la comunicación espectacular de los átomos sueltos. En los márgenes de su contenido expreso, Homofobia en los Balcanes suscita el temor de una forma más de penetración cultural y sexual que completa la económica. ¿El culto a las minorías como forma ideal de ocultar el maltrato sistemático de las mayorías? ¿El espectáculo minoritario como gran sedante de un malestar de masas? En efecto, se trata de una vieja sospecha.

 

Es verdad que esta crítica de la crítica es ajena a la investigación de Rodríguez Andreu, pero a estas alturas resulta difícil no ponerla en el tapete. ¿No es genéricamente el sexo, como gran tema de los siglos XX y XXI, la preocupación histérica (primero represiva, después productiva) de una estirpe minoritaria en la tierra, pero centrada mayoritariamente en la normalización? Ni siquiera hace falta leer a Foucault para sospechar que el Sexo Rey se ha convertido desde hace mucho en un paquete privilegiado del consumo. Alguien verdaderamente liberado, tanto de la represión como de su posterior liberación, podría decir con Pasolini: «Que la gente haga lo que quiera con su orientación sexual; hasta la zoofilia, si lo desean. Pero, por favor, que no nos lo cuenten a todas horas». ¿Es necesario convertir esa vieja obsesión en una Parada mundial, como ocurre en el opulento Oeste? Si es necesario, es tal vez porque hoy el capitalismo, para conquistar no sólo los cuerpos, sino también las almas, ha de usar la tecnología punta de las emociones cálidas. Con esa mantequilla femenina entra mejor la normalización masculina. Con la fiesta sexual olvidaremos al esclavo que somos, tanto de la economía como del espectacular poder establecido.

 

Es necesario insistir en que esta sospecha política es, en puridad, ajeno al magnífico trabajo de investigación de Miguel Rodríguez. Además, es obvio que un discurso así, crítico de la crítica, puede ser utilizado. Parecerá que roza la homofobia otra vez; peor aún, la sexofobia. Pero, con todo, una segunda lectura de Homofobia en los Balcanes puede hacerse desde la memoria y el presente de una generación liberada a la que le importa un comino el sexo. Es asombroso asomarse a las series que una adolescente devora en la televisión: no se habla de otra cosa que de citas, ligar, follar, tetas, pollas y culos. ¿La gran epopeya de Occidente ha concluido en esta cultura popular? ¿Qué tipo de impotencia profunda alimenta esta obsesión, a la vez pueril y senil, por el volumen, el número y el tamaño?

 

Homofobia en los Balcanes habla de «sexo prohibido». Ahora bien, se podría preguntar: ¿Cuándo, dónde? En los márgenes del reportaje de Rodríguez se puede recordar que solamente la candorosa ingenuidad de esta época de transparencia y depilación total puede ignorar que todo el sexo es prohibido, aunque se lo publicite a los cuatro vientos. Y lo es sencillamente porque el «sexo», como algo separado del secreto carnal que nos mueve, sencillamente no existe. Es un delirio febril del puritanismo liberado que nos invade. Es tan tonto vivir en un armario como salir del armario. Es posible que la animadversión de algunas poblaciones «hetero» hacia los colectivos Lgtbiq guarde alguna relación con un exhibicionismo minoritario que lesiona una intuición popular que vincula lo sexual al amor. También al peligro de toda relación humana, incluidos sus posibles ecos de odio.

 

Que el cultivo esmerado de las minorías es una forma posible de ocultar el maltrato de la mayoría (y no sólo en la calidad del pan, en los contratos de trabajo y en el precio de la leche) es algo que Rodriguez reconoce cuando habla de los valores «postmaterialistas» (p. 79). Tal vez, simplemente, no se insiste lo suficiente en que tales valores son inyectados en nuestras neo-colonias casi siempre después de las bombas. Para que una nación se convierta en provincia de la UE ha de olvidar todo lo elemental (el amor, el odio, la tristeza, la alegría) con lo alternativo o trans. Ya se dijo hace tiempo que la deconstrucción, liquidando toda intensidad primaria, es un arma puntera del capitalismo tardío.

 

Identidades transversales (p. 37). ¿Se aceptaría que el capitalismo actual, cargado de inteligencia emocional, también es transversal, profundamente deconstructivo? Odiamos todo lo que sea real, terrenal, existencial. Siempre huimos de lo real hacia algo parecido a una fiesta: en este punto algunas minorías han jugado un papel global dudoso. Y esto incluso sin tener en cuenta que, para otros, nuestras fiestas son a veces el horror. Recordemos a un heredero de la corona británica reconociendo que era eficaz en la guerra tecnológica porque lo era en los videojuegos.

 

En resumidas cuentas, ¿lo sexy no complementa demasiado bien nuestra ofensiva militar sobre el mundo? No podemos soportar la finitud terrena. Y sólo en esa pantalla plana que odia cualquier forma primitiva de vida (precisamente porque lo importante es siempre «primitivo») el sexo es nuestro gran tema, un arma cultural de penetración con la que completamos nuestra ofensiva militar sobre el exterior.

 

Es cierto que la sociedad siempre está buscando enfermedades para acosar a los anómalos, a las minorías que molestan. Sea el sexo, las drogas, el juego, la tristeza o el suicidio. Toda desviación debe ser una enfermedad, nunca la decisión responsable de un ser humano. Lo importante es que el poder social avance, restándole al individuo cualquier soberanía sobre su vida. Pero no sólo existe entonces una violencia homófoba. Ante todo nos amenaza una mayoritaria violencia heterófoba, una violencia dirigida contra cualquier heterogeneidad que no esté homologada, al menos, como minoría de éxito. El gran enemigo de la sociedad (no sólo en Serbia, sino también en Francia o en Estados Unidos) es lo minoritario que irrumpe en cualquier vida. O eso consigue pronto una marca, una minoría de éxito, o será sepultado por la alianza de mayoría y minorías; o con el silencio o con la hostilidad abierta.

 

Fijémonos en una frase de este libro: “La homofobia está extendida por todo el planeta. Es una lacra tan global como el abuso de menores o la violencia de género”. Puestos a buscar lacras, ¿por qué no el hambre, la depresión, el paro, la tortura psicológica, el desamor, la tristeza, el acoso del silencio, la sed, las sequías? ¿El despotismo normalizador del poder no es una lacra global? Y a veces dirigido por la OTAN y sus aliados, enviando sus regalos democráticos desde una altura racial tal que no distingue bodas campesinas de cónclaves terroristas.

 

La alegría, la vida secreta, el amor, la fidelidad, la vida en común, ¿no serán también lacras globales? No. Según el impresionismo informativo, en el atrasado exterior no puede haber más que víctimas o verdugos. Esto permite que la democracia interior, americana o europea, se encargue (con sus minorías exquisitas) de salvar el mundo. Publicidad típicamente Occidental que sólo busca nuevas ONG que complementen la labor militar de los Estados.

 

Por otra parte, la obsesión de nuestras minorías por la visibilidad es la obsesión transgénica del capitalismo. Como no podemos afirmar nada en la finitud común, ni tener ninguna fe en la inmediatez, sólo la visibilidad en el gran angular de lo social prueba una existencia. No soportamos el vacío. De ahí que en nuestra cultura sea imposible interrumpir la interactividad, la circulación perpetua y la exhibición continua. Quizás la escalada del poder rosa, en los países con tecnología militar puntera, tenga algo que ver con el nihilismo integrado en las pantallas, la visibilidad y la exhibición. Normalización por visibilidad, visibilidad por normalización: Orwell no podría imaginar mejor este Gran Hermano portátil en el que vivimos. Los nominados han de ser siempre los bárbaros de las afueras, unos eslavos demasiado cristianos, unos árabes excesivamente musulmanes o unos latinoamericanos demasiado emotivos.

 

No sólo «la homofobia no era un cáncer exclusivo del Este europeo» (p. 28). De alguna manera, en este exitoso libro se pasa por alto que la cultura de donde procede el flamante emblema lgtbiq es la misma que ha bombardeado medio mundo que no habla ninguna lengua principal del Atlántico Norte. Nos fascina, efectivamente, la belleza del vicio (p. 17). Un planeta democrático que no tiene nada que ofrecer al mundo, excepto la muerte a plazos de la normalización, ha de encontrar en lo morboso su gran paquete de oferta. Sólo esto explica el tono medio de un telediario, oscilando entre los delitos sexuales y lo catastrófico de las inclemencias del tiempo. Mientras tanto, la humanidad no elegida permanece al margen, sin saber siquiera lo que significan las palabras homofobia o heterofobia. Ahora mismo, parece bastante feliz que esto sea así.

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