Soy uno de los miles de jóvenes pensionados en este país, los USA, y en esa calidad tuve que asistir de manera obligatoria a un congreso nacional en Iowa City la semana pasada, justo cuando en mi lugar de residencia, Michigan, los árboles comenzaban a quedarse sin hojas como monigotes encuerados. Y subrayo obligado porque, como pude y hasta el último minuto, intenté hacerme el pendejo para no ir, pero para mi desgracia la burocracia federal que supervisa el sistema de pensiones para jóvenes sí funciona: se negaron a admitir un justificante médico en el que se me recomendaba reposo absoluto por efecto de una severa condición de almorranas en ese lugar en donde, es cosa sabida, no entra nunca la luz del sol. De nada sirvió haber sobornado al galeno de quinta que me extendió el papelito con su firma. Me mandaron a la verga, cómprese un ungüento para la cola, me dijeron, y procure estar de pie durante el congreso. Muchas gracias las tengan, hijos de la chingada.
Y ahí me ven, madrugando para tomar un vuelo a Iowa City, pues había que pasar lista en la mentada ciudad sede del congreso, no más tarde de las cuatro de la tarde y, seguido del debido registro, comenzar rapidito con las sesiones. La temática era variada y propicia para devastar la entereza mental del respetable: la salud y la alimentación, cómo mantener en equilibrio las finanzas, sobre todo para aquellos jóvenes pensionistas, no es mi caso, que están casados y tienen hijos, la importancia de seguir la normatividad vigente, comportamiento en general, etcétera.
Era mi primer congreso, la burocracia encardada de los jóvenes pensionistas jamás me mencionó congreso obligatorio alguno, ni una sola palabra al respecto.
No conocía a nadie, bueno, a casi nadie, ya que una vez agrupada toda la tropa en un salón tipo convenciones, alcance a reconocer a Reyna al otro extremo de la misma fila donde yo estaba sentado, a Reynita, quién lo iba a decir, a la mismísima Queeny, como le decíamos en la prepa, pobrecita, era la típica gorda de cara y ojos bonitos, pero montados en un corpachón de hipopótamo. Nadie se atrevió nunca a entrarle a esas carnes, era demasiada machaca para una sola dentadura, e imagino que hasta para dos. Nos vimos y saludamos con la mirada, y cuál sería mi sorpresa, una vez que terminó la primera sesión, dos horas completas dedicadas al tema de cómo prevenir el suicidio entre jóvenes pensionados, cuando al verla de pie reconocí a una persona completamente transformada, mujerón hecha un avión, un turbo-jet, hija de su madre: sin duda la disciplina de las dietas y las miles de horas consumidas sudando como cochino en el gym, habían contribuido a la transformación extrema de la Queeny. Reyna mantenía los mismos ojazos y los rasgos bellos de cuando estaba bien panzona y obesa, pero ahora, carambas, se le veía una mujer extra-sabrosa, buenas asentaderas, mejores tetas y unas piernas bien contorneadas que se antojaba lamerlas de suavecitas que se le miraban. Anunciaron break, pausa para café y galletas, ¡ay mamá, cosita rica no te me escapes, Yo soy el Camino!
La verdad acerca de mi vida en reclusión como joven pensionado se me reveló en el acto. Nomás de ver a la Queenita —convertida ya en un culazo— contonearse entre tanto pinche Pedropicapiedra, me puse súper caliente. Sin pensármela dos veces, me lancé en friega dando tumbos y pisando callos para topármela a las puertas del salón donde nos mantendrían otras dos horas encerrados, según el programa oficial. Al instante, me leyó el pasmo y el asombro que traía como tatuados en la jeta. Hola Reyna, le dije haciéndome el pendejo, fingiendo lo que ambos sabíamos, que antes había sido un elefante, la célebre Queeny por todos conocida en nuestros tiempos de la prepa. Me sonrió dulcemente y me dijo que este era su cuarto congreso, que terminando la siguiente sesión nos largáramos por nuestra propia cuenta —a la chingada con los jóvenes pensionados de güeva— para ir en busca de las muy afamadas costillas BBQ al estilo Iowa City. Claro que sí, vamos a las costillas y nos ponemos al día, Reyna, le contesté con ganas de chuparle los suculentos pechos que cargaba debajo del brasier antes que hincarle el diente a las míticas ribs.
Pasaron las siguientes dos horas sin que yo me enterara de nada. Tampoco me urgía que se acabara la sesión ni que saliéramos de ahí como en estampida de jóvenes pensionados. Mi vida de ermitaño había logrado vacunarme contra cualquier tipo de ilusión o quimera, del tipo que fuera, incluidas las eróticas.
Qué jodido. Me prometí que, una vez vuelto a casita, me encerraría a leer a Epicuro hasta aprendérmelo de memoria si era necesario. En otras palabras: además de jodido, también soy patético: sustituyo la experiencia directa por lecturas que son eso, lecturas.
Nos encontramos en el lobby y salimos disparados del hotel. Se ve que la Queeny, es decir Reynita, se conocía las prácticas tribales de los jóvenes pensionados una vez que eran liberados y expuestos a la noche abierta y propiciatoria de pendejada y media en el downtown de Iowa City. En cuestión de minutos ya estábamos sentados en The Blue Grass, un lugar especializado en cortes y costillas provenientes de animalitos que habían sido, como su nombre lo indica, alimentados de finas pasturas, supongo que para darle más caché al producto. Entre ponernos al día en nuestras respectivas vidas de jóvenes pensionados y meterle con ahínco a las costillas especialidad de la casa, nos dieron la 1 o 2 de la mañana.
Reyna mamacita, me contó, había ingresado al sistema de jóvenes pensionistas luego de una serie de decepciones amorosas y se había mudado a la costa oeste, en Portland. Pasaban las horas y los minutos y, con todo y restos de carne entre los dientes, nuestros rostros se acercaban peligrosamente. Entonces comencé a bajar la guardia. No me gustó la idea de que Reyna viviera al otro puto extremo del país, acusé el golpe como pude pero me dije a mi mismo: chingao, para eso están los aviones, y hasta donde sé nada impide a los jóvenes pensionistas desplazarse por los USA como les venga en gana siempre y cuando se reporten.
Comencé a fantasear con una incipiente historia de amor.
Gravísimo error, pues la noche siguiente se repitió exactamente la misma historia, Reyna y yo huyendo en fuga hacia adelante para estar solos y evitar la marabunta errante de nuestros compañeritos pensionados. Incluso volvimos al Blue Grass, incluso volvimos a tundirle como cavernícolas a las deliciosas costillas estilo ciudad de Iowa. Que no me venga nadie a decir que la carne no tiene las mismas propiedades afrodisiacas que el cardamomo. Todavía teníamos los labios embadurnados de la salsa secreta del Blue Grass, especita por cierto cual magnífica BBQ, cuando Reyna y yo ya le estábamos pegando con pasión y concentración al beso descarado.
Yo estaba más ardiente que el grill donde asan las carnes y cortes del Blue Grass. Me dejé llevar, y creo que ya lo dije, bajé las defensas como boxeador comprado con gran y jugoso chanchullo proveniente de los bolsillos de Don King, el mero Padrino.
Apuré la cuenta para dar paso a la predecible pregunta, ¿tu cuarto o el mío?, y luego entonces pasar a lo oscurito.
Llegó la cuenta y con ella la implosión de toda la aparente pasión acumulada a lo largo de dos noches y sus respectivas madrugadas.
Me explico:
Nos fuimos a mi habitación, le ofrecí a Reyna lo único disponible en los hoteles gringos: agua de la llave. Algo vio Reyna en mí, sepa la chingada qué cosa, supongo que la desesperación, no la calentura ni de la aventura tipo one-night stand que podíamos ir dando por inaugurada, sino algo más, un algo que, en efecto, me cruzó por la mente sin estacionarse en ella.
El asunto es que el jodido enredo se desenredó en cuestión de minutos.
Reyna me dijo, así, sin anestesia, que ella no buscaba una relación, como si yo la estuviera pidiendo ahí mismo ante sus papás para contraer nupcias antes de que se levantara el sol en Iowa City. No niego que me interesaba, es una mujer muy guapa, con quién sabe qué historias interesantes, quizás mucho más atractivas que las de mi vida de joven pensionista y perro callejero al que no se le pegan ni las pulgas.
Ante semejante putazo me quedé helado, el pito se me hizo chiquito y ni tiempo hubo para que me diera el tristemente célebre síndrome mejor conocido como blue balls, dolor inhumano si los hay.
Bajonazo a patadas de los peldaños que habíamos escalado dos noches seguidas.
Reyna se levantó del sillón, dijo que era tarde y en unas cuantas horas tendría que madrugar para regresar a Portland. Salió de mi habitación llevándose consigo la escalera que, se suponía, me serviría para bajarme del cabrón guayabo sin partirme la madre. La vi echarse a andar por el helado e impersonal pasillo del hotel. A los pocos pasos me remató mejor de lo que lo hubiera hecho un Zeta o un sicario de la Nueva Generación o como se llamen esos cabrones. Dijo: no es personal, a estas alturas el amor se acaba, como el café o la pasta de dientes.
No pos chingón. Que vivan los jóvenes pensionistas y los dentistas.
Tuve que retacarme heavy de rivotriles para poder dormir. Caí en un sueño tan profundo hasta mediodía que casi llego tarde al aeropuerto de Iowa City. Me tocó un conductor de Uber que preguntó por la hora de mi vuelo; el hijo de su puta y confianzuda madre me dijo muy horondo: you are late, como si fuera el prefecto de la prepa, viejo pendejo. Completamente encabritado por lo que me tocó la noche anterior, me desquité con él y le di 25 centavos de propina.
Y mi emputamiento no se detuvo ahí: a golpes imprimí mi pase de abordar y fui, literalmente, a arrojarle mi maleta a la chica del mostrador como si le estuviera entregando la cabeza cercenada de su hermana menor.
En efecto, en algún momento de esas dos noches me piré fantaseando historias de amor, quién no, pero más cierto es que lo apremiante era seguirle con los besos y, de ser posible, pasar a algo más fuerte, una merecida cogidita, y no precisamente contraer matrimonio, ni en Iowa City ni en Las Vegas ni en ningún lugar de la Unión Americana.
Jetón y cara larga como andaba, abordé el avión, me acomodé en mi asiento y durante todo el vuelo no paré de aullar canciones que traía en mi ipod, en especial una de los Old Crow Medicine, “Wagon Wheel”, que venía muy a cuento con las volteretas y piruetas emocionales de la noche anterior, con todo y las costillas al estilo que fueran, vale madres, las distancias recorridas, el aturdimiento que me embargaba, producto de mi encuentro/desencuentro con Reyna, y quizás lo peor de todo, el tren de carga que no había visto venir justo hacia donde yo me encontraba y que me estaba pasando por encima en ese momento, triturándome huesitos y tripa de corazón, ahí sentado como iba en mi asiento de pasillo, con los audífonos refundidos en los oídos, ajeno a la molestia del resto de los pasajeros, pegando de gritos como loquito al son de los Old Crow Medicine, en busca de mi propia medicina, digo, a falta de café y pasta de dientes.