A las tres de la mañana, en una estación de Brooklyn: hacía frío, esperaba a un tren que no llegaba y tenía que orinar. Mi vestimenta de invierno consistía en un número indefinido de prendas, una sobre la otra. Demoraba mucho en ponerme cómodo al llegar a mi destino. Me acerqué al final del túnel. La estación era una caverna de hielo y en la oscuridad, sin testigos, oriné sobre los rieles del subterráneo.
Frío, maldito frío. Tal vez me servía bien la memoria de una noche congelándome en una cueva a 5.000 metros de altura en Marcahuasi. Nunca había sentido un frío parecido. No había una copita cerca para calentar el espíritu, no había otros cuerpos helados para combinar nuestro calor.
En la fila para el café una señora aferrada a sus guantes me dice: “lo más gracioso es que me gusta el invierno. Me quejo al comienzo, pero unas semanas después, estoy feliz en el frío”.
En Newyópolis he perdido la noción del calor y del frío. Me recuerdo como un veinteañero recién llegado, caminando contra una tormenta de nieve, engreído por una prima cuidadosa que me ofrecía unos guantes gruesos, especiales, con baterías dentro de los guantes para calor adicional. Era fines del año 2000 y desde entonces no he visto nada parecido. El frío, más intenso o menos cruel, lo he soportado sin baterías en la palma de la mano. ¿Qué ha pasado? ¿La inmunidad al frío llega con la edad? ¿Mi piel ha mejorado?
Otro tema es los centígrados. Antes era imposible conversar de las temperaturas con los nativos. Me conformaba con saber que a los 32 el agua se congelaba. No manejaba y aún no había recibido instrucciones sobre el hielo negro, no me preocupaba el costo de la calefacción; las alternativas (¿aceite o gas?); las posibilidades de mejorías (¿ventanas herméticas o insolación del techo?). La vida era más sencilla, más centígrados y menos Farenheit. Hoy puedo decirte lo que pasa a los 40 grados, a los 50, a los 60 e incluso que prefiero los 65 en primavera.
Conversaba con una profesora casada con un guatemalteco. Con nuestros gorros térmicos; guantes de tela ancha, chullos de doble forro; café caliente entre las manos y el vapor del aliento entre ambos. Hablábamos sobre tierras calientes. Suele suceder que los lugares de las conversaciones me hacen perder de vista el frío. Ella no ha querido ir a Guatemala con sus hijos pequeños porque se moría de miedo de los secuestros. (“dos muchachitos muy blanquitos. No sé, escucho tantos casos que me daba miedo. Ahora, ya están más grandecitos, pueden defenderse, no sé: patear, arañar…”). Imagino Guatemala. Hace siglos, una española de Málaga con la que me carteaba en secreto–una experta en dinosaurios– me decía que viajaba con regularidad a ese país porque sus padres habían asumido la responsabilidad de criar a dos niños guatemaltecos. Una profesora de español me contaba con mucho entusiasmo su experiencia en la Semana Santa del 2011.
He empezado a creer que por oposición voy a pensar en Guatemala como sinónimo del calor. Antónimo de la nieve y del hielo que cubre mis mañanas de paz en Nueva York. Han pasado 8 años desde aquella noche congelado en Brooklyn. El tren llegó y el recuerdo se oscureció por completo en el recuerdo.
Hoy ha vuelto con el hielo.