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ArpaHija de Donetsk 

Hija de Donetsk 

Prólogo

La presente novela transcurre durante la primavera y el verano de 2014 en Donetsk. Esta ciudad, epicentro de la región a la que pertenece, el Donbás ucraniano, es bien conocida desde febrero de 2022, cuando Rusia invadió militarmente el país y ocupó partes de él. Pero en 2014 pocos en Europa occidental éramos siquiera vagamente conscientes de dónde estaba, quién vivía ahí, qué idioma hablaban, qué historia tenían y por qué se estaban matando entre sí.

En marzo de ese año, a raíz del movimiento popular del Euromaidán, grandes zonas del Donbás se vieron involucradas en protestas prorrusas. Este malestar se convirtió después en una guerra más o menos abierta entre los separatistas prorrusos afiliados a las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y de Lugansk y el gobierno de Ucrania.

La prensa occidental apenas informaba de un conflicto que ni entendía ni le interesaba, difuso y lejano. Nos llegaban informaciones a cuentagotas sobre manifestaciones, altercados, combates o bombardeos esporádicos, acompañadas de largos silencios. Quienes teníamos conocidos en la región nos relataban el ambiente irrespirable y kafkiano que reinaba allí, pero casi nadie de fuera de Ucrania, o incluso de dentro, era plenamente consciente de lo que se estaba dirimiendo y qué alcance podría tener.

Nuestros gobiernos solo pensaban en no molestar al gigante ruso, complaciente (y, lo sabemos ahora, también activo) con la rebelión, y buscaban seguir disfrutando del suministro de su petróleo y su gas barato. Tragaron con la anexión unilateral de la península de Crimea y parecían tragar también con una guerra de baja intensidad que creían controlada y circunscrita.

Tras unos primeros meses más agitados, el conflicto fue aparentemente perdiendo intensidad y, con ella, la atención de la comunidad internacional. Los mismos ucranianos se acostumbraron a vivir en este estado excepcional. La vida seguía en el Donbás aunque nadie supiera realmente quién estaba al cargo. Los restaurantes se llenaban y los jóvenes salían de fiesta mientras en el barrio de al lado se bombardeaban casas, se establecían controles militarizados y se torturaba a sospechosos del bando contrario. Hasta que a finales de 2021 los tambores de guerra volvieron a sonar bien altos, y esta vez amenazaban a toda Ucrania.

Y, sin embargo, fue en el Donbás donde primero se plantearon las preguntas más importantes para el país y donde se ocultan las respuestas necesarias. Allí comenzó todo y allí deberá terminar todo. Allí es donde la protagonista anónima de nuestra novela pierde a su familia, su trabajo y sus ilusiones, allí es donde reúne los pedazos de su vida, le da un nuevo sentido y encuentra nuevos aliados. Paso a paso, el lector contempla el proceso de transformación, la metamorfosis de la recolectora en cazadora. Este libro cambió para siempre a quien lo ha escrito y de igual manera pensamos que cambiará a quien lo lea.

La autora considera que su novela Hija de Donetsk forma parte del esfuerzo bélico de Ucrania. En sus palabras: “La protagonista encarna tanto lo que yo misma he vivido como las experiencias de muchos combatientes, voluntarios y desplazados que el destino ha unido. Ella se ha convertido en un baluarte para mucha gente. ‘¡Viviremos!’, grita la protagonista. ‘¡Y tanto que sí!’, respondo yo”.

 

Nota al lector, por Los editores

Los sucesos e historias que aparecen en Hija de Donetsk no son ficticios. Proceden de las vivencias de la autora y de las personas a las que conoció mientras trabajaba de voluntaria y colaboradora del ejército ucraniano. Cada personaje de la novela está basado en alguien con quien la autora ha tenido trato personal, desde el enigmático Komar a la Elfa, la “hija” adoptiva de Donetsk. El único personaje sin un correlato real es la abuela de la Elfa, la valiente Baba Olya, que es un homenaje al arquetipo de la abuela protectora ucraniana.

Al final del libro se incluye el testimonio personal de la Elfa y de unos cuantos conocidos de la autora. El estilo es distinto del de la novela, pues son narraciones directas de personas que recuerdan sus experiencias y nos permiten asomarnos a la vida de aquellos que siguen viviendo en el único campo de batalla de Europa.

Hija de Donetsk es un testimonio de la invasión rusa de Ucrania y un panegírico de aquellos que la guerra se ha llevado. Se recomienda no olvidarlo a medida que uno se adentra en la lectura.

 

Intro 

Se abrió un agujero en la nevera. Sus afilados rebordes se curvaron y el haz de la llama envolvió los fragmentos adheridos en la pared. Los cristales rotos crujían bajo los pies, el agua se filtraba por el techo y en lugar de alacenas había un montón de accesorios de cocina y trozos de cemento.

Al parecer ya no tenía ni dónde vivir. ¡Muy perspicaz, Sherlock! Y visto que las reservas de comida habían volado con la nevera, tampoco qué comer.

Este episodio es, a todos los efectos, el punto de partida de esta historia, como podría serlo cualquier otro de la serie de sucesos que lo precedieron y que han quedado imbricados en una cadena de causalidad perfecta de la que no puede borrarse ni ignorarse un solo eslabón. En cuanto a mí, como en cuanto a todos nosotros, no es el principio lo que importa, sino el final. Y el final es que sigo con vida.

La verdad es que lo habría enterrado todo en mi interior de no ser porque creo que quizá en algún rincón de Amberes (preciosa palabra, me encanta como se desliza por la lengua) o de Madrid, o incluso digamos de Kiev o Vínnitsya, vive una mujer de treinta años como yo. Quizá tampoco tenga familia o hijos. Como yo, trabaja hasta tarde en sus vidrieras; quizá pinta, quizá hace pan o prepara un examen para sus estudiantes. Quizá no hace nada de nada y vive de regalías, otra palabra que me encanta.

Hoy se ha descargado de internet una receta de tarta de chocolate y está trabajando la masa, añadiéndole coco y mantequilla, sin sospechar que su pequeño mundo cálido y bien cimentado ya se ha hecho añicos.

Es como la radiación. No la ves; no la hueles, no notas su sabor en la boca. Flota transparente por el aire y más te vale tomar yodo o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde.

Me gustaría preguntarle a mi desconocida amiga de Amberes: “¿Tienes donde huir? Echa un vistazo y después recuerda dónde guardas el dinero y la documentación. Comprueba que llevas en el equipaje tantos objetos de valor como puedas transportar. Procura que entre ellos haya dos latas de comida, un botiquín con unas dosis de morfina, una linterna con pilas de repuesto, un buen cuchillo y una muda de ropa interior. Escribe la dirección de cualquier persona que pueda alojarte y dibuja un mapa de las carreteras que vayas a tomar y los lugares a los que te dirijas.

Si de pronto, por cualquier motivo, pero sobre todo por tu propia ingenuidad (porque no quieres abandonar tu taller, por ejemplo, o te da pena el perro o el vecino, existen mil razones) decides quedarte, ten claro que vas a tener que cambiar. La persona que conoces como tú tendrá que morir para sobrevivir. ¡Mira! Tu hogar se ha quemado. ¡Mira! Tu coche ha ardido, igual que tu colección de campanitas de porcelana y tu biblioteca. Y eso no es todo, ¿sabes? Quizá lo que ha desaparecido sea un trozo de tu cuerpo. Piensa cómo será vivir sin brazos, sin piernas, con una oreja menos. Acepta que habrás de enfrentarte a la violación o a cualquier otra clase de abuso y despréndete de ti misma.

Prepárate y mantente alerta. Te alimentarías de tierra con tal de sobrevivir. Y un día, tú misma alimentarás la tierra”.

 

  1. Vidrio de plomo. ‘Blanco sobre blanco’

Mis recuerdos comienzan a partir de los nueve años. Lo anterior es terra incognita, una página en blanco sin memoria ni imágenes. En algún lugar de esta blanca ensoñación se encuentra mi madre. Tenía que haber una madre, ¿no? En casa nadie hablaba de ella. Mi padre hacía oídos sordos a mis preguntas y solo una vez se le escapó que se llamaba María y que murió joven. No había manera de confirmar si era cierto o no. Salta a la vista que yo he salido a mi madre, ya que mi padre era bajo y corpulento, y tenía una tripa prominente y calvicie prematura. Más que crecer lo que hice fue aumentar en longitud en todas direcciones. Todo en mí era demasiado largo: los pies, los dedos (de niña me contaba los dedos de los pies y me daba la sensación de tener uno de más), los codos, las orejas, el pelo.

Me adornaba el rostro un pico aristocrático y puntiagudo que distraía la atención de unos finos y pálidos labios. Picasso se habría inspirado en mi físico, pero eso no consolaba a la última de la clase en usar sujetador, incluso entonces nunca pasé de la talla 80.

Para más inri, mi vida era la lectura. Me bebía los libros, en los recreos, bajo las mantas por las noches y por debajo del pupitre en clase. Devoraba la letra escrita como la carcoma. No me importaba lo que fuera. Una bolsa de semillas hecha de papel de periódico me entretenía. Me quedaba absorta leyendo folletos de publicidad barata. Estudiaba los clásicos rusos con el mismo interés que las últimas noveluchas románticas de quiosco.

Y para colmo, me encantaba la Física. Me pasaba horas oscureciendo mi habitación, tapando cualquier hendidura por donde entrara la luz para fabricarme una camera obscura. Llevaba a cabo todo tipo de experimentos con lentes. Después me dio por la electricidad. Las demás chicas soñaban con maridos, coches caros y vacaciones en hoteles, pero yo me imaginaba a mí misma como una especie de electricista. Me fascinaba la belleza sobria de los diagramas, dibujaba circuitos atenta y mecánicamente; algunos eran absurdos y paradójicos, pero nadie apreciaba mi apasionado sentido del humor.

De todas formas, tampoco tenía con quien compartirlo. Como ya será más que evidente, no era la chica más popular de Dubróvytsia. No creo que hubiera una sola persona en la ciudad que supiera mi verdadero nombre. Mis profesores y vecinos me llamaban “Elfa”. Era un mote tonto e infantil, que sin duda venía de alguna parte, aunque no sé de dónde. No creo que se le ocurriera a mi padre, ya que él siempre se dirigía a mí con un “eh tú, ven p’acá”, pero lo cierto es que se me pegó como un chicle al pelo. A mí me gustaba imaginar que a mis espaldas me llamaban de otra forma, pero seamos realistas: a mis espaldas nadie se molestaba en mencionarme.

En Ucrania decimos que cuando el caballo le ofrece el casco al herrero, la rana levanta la pata. Es un refrán que me describe bastante bien. ¿Cómo iba yo a compararme con los príncipes de las minas de ámbar de Polesia? No podía competir con los ricos y poderosos y su elegante e innato sentido de lo chic. Cosas del dinero… Compararme con ellos era de risa. Jamás me sobró el dinero (nunca me sobró un cigarro, no hablemos ya de cualquier otra cosa). Jamás destrocé un coche, ni siquiera un montón de chatarra con ruedas. Jamás dejé un rastro de pretendientes a mi paso; en diecisiete años nadie se molestó en pretenderme.

Un día, pensando en el futuro, llegué a la decepcionante conclusión de que aquel no era mi sitio. Así de claro. En aquel pue- blo que vivía por y para la producción y el comercio del ámbar no había lugar para una chica larguirucha como una estaca, así de sencillo. Si hubiera tenido dote o tierras o lo que fuera para casarme… Pero encima éramos rústicos y pobres como ratones de iglesia. No podía ser de otra manera, ya que el viejo Misko, es decir, mi padre, solo estaba sobrio una vez al año, el Viernes Santo, cosa que además le hacía sufrir los más infernales padecimientos internos.

Para mi sorpresa, el día que volví a casa con el certificado de graduación en la mano (no asistí a la ceremonia, tampoco tenía manera de pagarla) me encontré a mi padre de pie y, por decirlo de algún modo, derecho, en lugar de triste y silencioso.

—Bueno, hija mía, ven p’acá, que tenemos que hablar. ¿Qué sucedía? ¿Nos iban a desahuciar?
Resultó que la respuesta era al mismo tiempo sí y no.

Durante uno de sus desmayos inducidos por el alcohol mi padre había tenido una revelación. Se le apareció un ángel radiante de níveas vestiduras: una voz celestial lo calificó de holgazán inútil; una mano celestial le propinó un bofetón en la mejilla, y un celestial pie le atizó una todopoderosa patada por debajo del cinturón. Por fin Mykhailo Pavlovych lo vio todo claro: no podía seguir así. Entonces comenzó la actividad paranormal.

En una semana vendió el piso, obtuvo un visado para Polonia y adquirió un billete de autobús a Przemyśl. Su destino era ahora el de un migrante económico en Polonia o incluso en Alemania, y por lo tanto, necesitaba la ayuda de “hija” para hacer el equipaje.

—¿Y qué pasa conmigo, papá?
—¿Contigo?
—¿Dónde voy a vivir?
—En Donetsk con tu abuela.
Así fue como a los diecisiete años descubrí que tenía una abuela. De Donetsk ya sabía por los periódicos.

 

*    *    *

Los trenes del Donbás no son desde luego la mejor manera de familiarizarse con este medio de transporte para aquellos que nunca han viajado en tren por Ucrania. A mí no me quedaba más remedio, así que dos días después me encontraba en el andén con una bolsa de ropa apretada contra el pecho, una maleta llena de libros y una jaula con dos conejos de Angora. Un vecino había aparecido con ellos en el último minuto.

El conejo es un bicho más bien medroso, no era como tener un potro salvaje entre las manos. Coloqué la jaula en el portamaletas detrás de unos colchones y me olvidé de ellos de inmediato. Además, tenía mucho que pensar.

Del puñado de palabras que mi padre y yo intercambiamos sobre el tema, me enteré de que su madre (y por tanto mi abuela o baba) se llamaba Olya Ivanivna, y que llevaban al menos diez años sin verse. Al parecer, un buen día él se metió la documentación en el bolsillo y se largó jurando no regresar a no ser por causa de fuerza mayor. La absoluta necesidad, yo en este caso, provocó una reconciliación familiar formal, y tras unas breves conversaciones se llegó al acuerdo de que me acogería por un tiempo.

Viviría en Donetsk, en el distrito de Kiev, en la calle Blahovis- chenska. Comenté los detalles de mi historia a mis compañeros de viaje, un par de jubilados y un hombre de mediana edad con la cabeza afeitada y una chaqueta de cuero. Al oírlos, los ancianos me miraron y me preguntaron la dirección de nuevo.

Come algo, hija [1] –suspiró la anciana ofreciéndome un tomate y medio pollo.

El tipo de la chaqueta de cuero guardaba silencio, y de pronto se lanzó a contarnos la vez que de joven asesinó a un vietnamita en el bazar.

Intenté con todas mis fuerzas empaparme del romanticismo del viaje, del que tanto había leído. Escuché el repiqueteo de las ruedas contra los raíles, que unos escritores calificaban de reconfortante y otros de siniestro. A mí me hizo preguntarme por la fiabilidad del diseño del tren. El vagón rechinaba a todo volumen, los portamaletas se inclinaban de manera peligrosa, una lata vacía de cerveza rodaba por el suelo y las sábanas húmedas apestaban a sudor y moho.

Por la mañana nos despertaron unos crujidos. Uno de los conejos roía huesos de pollo sobre la mesa. La jaula vacía tenía un agujero enorme y no había rastro del otro.

Así fue como me encontró Baba Olya: sucia, despeinada, con las manos llenas de rozaduras y cardenales en las rodillas. El revisor y yo registramos el vagón centímetro a centímetro, las repisas, las maletas y el baño. De arriba abajo. Sacudimos la tapicería y obligamos a todos los pasajeros a levantarse de su asiento. El maldito bicho se había esfumado. Me inclino a pensar que lo habían arrojado al retrete y tirado de la cadena.

—Bueno, son cosas que pasan –suspiró Olya Ivanivna–. Tu padre ya debería saber que los animales no duran mucho por aquí. Menos los ratones, claro. Vámonos a casa.

Así comenzó nuestra vida juntas.

Mi nuevo hogar era un bloque de pisos de la época de Kruschev que olía a orina, gato y albóndigas. Mi habitación daba a la universidad local, así que por las mañanas veía a los estudiantes fumando un cigarro antes de clase. La de mi abuela daba a las casas privadas (si bien el concepto de lo “privado” era un tanto condicional) de un solo piso que había enfrente. Recuerdo mi sorpresa al descubrir que en Donetsk abundaban las casas de ese tipo. Le daban un cierto sabor pueblerino a una ciudad por lo demás industrial. Me costó acostumbrarme a las verjas altas, los pequeños tejados de pizarra, la maleza enmarañada en el exterior de las casas y la sensación general de abandono. Todo lo que se podía robar estaba atado a algo. Las casas tenían remiendos por aquí y por allá, se sustentaban sobre pilares podridos y estaban salpimentadas de hollín.
Había hollín por todas partes. Las flores de los árboles se marchitaban y desintegraban con rapidez. La primera nevada duraba blanca y radiante alrededor de una hora, dos a lo sumo. Los zapatos nuevos se echaban a perder nada más pisar la calle. Cada salida era una ordalía, una batalla contra el polvo, el barro y el viento seco. En lugar de caminar a un lugar, cogí la costumbre de escabullirme de pared en pared, sin alzar la cabeza, sin mirar a nadie a los ojos, sin llamar la atención.

A la semana de llegar conseguí un trabajo de cajera en un supermercado. Unas semanas después me ascendieron a encargada y un año después era jefa de ventas. No nadábamos en la abundancia, pero mi sueldo y la pensión de mi abuela nos daban para vivir. Cuando recuerdo aquellos tiempos, agradezco los años de pausa que me brindó el destino, durante los cuales crecí, reuní fuerzas y me acostumbré a la vida en el Donbás.

La realidad nos atrapó por fin a las tres de la mañana del 18 de noviembre de 2007. Lo recuerdo bien. Mi abuela y yo estábamos listas para pasar la noche, ella con su culebrón y yo detrás de un libro, ambas acurrucadas delante del único radiador que funcionaba. A medianoche las sirenas desgarraron el silencio al otro lado de las ventanas. Era un aullido tan intenso que los muros vibraban. Saltamos de la cama y corrimos fuera. Vi la cara de mi abuela, pálida como la cera a la luz de las farolas. Le temblaban las manos.

—Querida, ha habido un accidente.

Y tanto que había habido un accidente. Se había producido una explosión en la mina de Zasyadko, a un kilómetro de profundidad. En ese momento trabajaba un turno de más de cuatrocientos mineros. Trescientos habían conseguido llegar a la superficie. Otros cien permanecían en el matadero. Esperamos quince días con todo el mundo mientras la operación de rescate estaba en marcha. El 3 de diciembre, tras una serie de explosiones, se tomó la decisión de inundar el pozo.

Un rumor de llanto flotó durante dos semanas por el barrio.

Durante dos semanas se celebraron los funerales. Durante dos semanas mi abuela y yo cocinamos el kolyvo y horneamos los bollos que se sirven en los velatorios. Solo en nuestro bloque había tres muertos y dos desaparecidos. Acompañábamos a todo el mundo. Nos poníamos en marcha juntas y nos lanzábamos juntas hacia la mina en busca de información. Visitábamos juntas a los directores de las funerarias y encargábamos ataúdes y coronas de flores, y asistíamos al cementerio juntas. Los hijos de los demás se quedaban a dormir en nuestro bloque; comíamos juntos en una gran mesa en el patio; cuando alguien conseguía noticias o rumores pasábamos por todas las etapas de duelo, de la esperanza a la desesperación y vuelta a empezar.

Llevaba mucho tiempo sintiéndome una extranjera en aquella ciudad. Aún me asustaba y me preocupaba. Sin embargo, algo cambió en aquel momento. La casa en la que lloras una muerte nunca te será del todo ajena.

Mi destino y el del Donbás se entrelazaron con aquel accidente, con el terrible aullido de las sirenas nocturnas. Comenzaron los sucesos que me llevaron a tomar una decisión. Aquel invierno plantó la semilla de la persona que soy ahora: una insurgente, una espía y una saboteadora.

 

*    *    *

Los días junto a mi abuela, Olya Ivanivna, se sucedían en silencio. Medíamos el paso del tiempo en viajes al bazar, en las hojas de repollo rellenas que cocinábamos para el almuerzo del domingo; hacíamos la compra para la estación, no planeábamos nada. Respetábamos la regla tácita de que yo no preguntaba por los secretos del pasado y ella no me agobiaba con mis planes para el futuro.

Quizá los vecinos nos criticaran a nuestras espaldas, pero nadie nos dijo nunca nada a la cara. Bueno, excepto Stepanida Viktorina, la del 28, pero eso no era una sorpresa. Siempre hay alguien que encarna el “signo de los tiempos”, la razón de ser, la inteligencia de la época. La vieja Stepa, por su parte, era el hígado del bloque. Todas las toxinas pasaban por ella, todos los avisperos de cotilleos, escándalos y odios que alimentaban a los traidores y a los líderes jubilados del Komsomol.

A veces alguien te felicita o te hace un cumplido, pero parece que te escupe a la cara. Jamás oí a aquella mujer comenzar una frase sin decir “eh”: “Eh, qué niña tan mona, es clavada a mi nieta. ¿Cuántos años tiene? ¿Un año? ¿Y todavía no anda? ¡Angelito! Eh, qué pena”. “Eh, qué bien te sienta ese nuevo corte de pelo. Has hecho bien, a tu edad hay que llevarlo corto”. “Acabo de ver a tu marido en un bar con otra. Eh, lo siento mucho, así son los hombres…”. 

El día que decidió meterse con mi abuela cometió un grave error.

“Eh, esta gente joven de hoy… ¡No quieren nada ni a nadie! Tu nieta no sale de casa. Son todas iguales, no quieren ni hijos, ni maridos… ¿Tengo razón o qué?”. 

Mi abuela dejó las bolsas en el suelo con cuidado, se quitó las gafas y las limpió.

—¿De qué hablas, Stepanida? ¿Eres la bruja del pueblo o qué? ¿Por qué diablos si no murmura la gente a mis espaldas? ¿Te parece justo?

Por aquella época empezó a dejarse caer por mi trabajo un tal Vitalik. Al principio pasaba por allí un par de veces al día a por pan, cerveza o alguna otra cosa. Para mi vergüenza, las mujeres no tardaron en percatarse del asunto. Cuando por fin me invitó a salir después del trabajo me sentí tan incómoda que no supe negarme. Ni cuando me acompañó a casa. Ni cuando me llevó a un hotel.

Si pudiera calificar aquello de aventura sentimental, lo describiría con más detalle, con palabras bonitas y todo eso. Lo cierto es que no hay palabras bonitas para lo que sucedió. Cuando terminó todo, seguía sin entender por qué este acto causa tantos conflictos. ¿Tantas obras literarias, tantas tragedias, por un poco de movimiento corporal?

—¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?

—Súper, gracias. Voy un momento al baño.

Cuando salí del baño el tipo ya se había quedado dormido y había acaparado toda la manta. Despertarlo me pareció una grosería, así que me tapé con una toalla y me dormí. Al fin y al cabo, una toalla es suficiente para alguien de mi estatura.

A la mañana siguiente Vitalik se despertó primero y me palmeó la espalda de manera protectora, como a una mascota, después de todo a una mujer de cuarenta y dos kilos hay que manejarla con cuidado, no hay muchos lugares en los que darle palmadas con comodidad, hizo una mueca y me notificó que íbamos a cenar en casa de su madre.

Yo no deseaba la intervención de ninguna madre en aquel asunto, pero me volvió a pasar; me sentía tan incómoda que no supe negarme, sobre todo porque me prometió pasar por la tienda a recogerme. Se presentó a las siete en punto, todo solemne y con un magnífico ramo de rosas en la mano.

—¡Qué rosas tan bonitas…! Gracias. Es la primera vez que me regalan flores.

—Sí, claro. Verás, son para mamá, ya me entiendes, como vamos a ir a visitarla y tal…

—Oh, perdona. Me he confundido.

“Mamá” nos esperaba en el pasillo, me hizo ponerme un par de absurdas zapatillas rosas con topos blancos y nos invitó a pasar a la cocina. Era evidente que con solo verme recorrer el pasillo ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre mí, porque cuando nos sentamos a la mesa todo había terminado. Con cada cucharada de pastel que se metía en la boca, los labios de su madre se volvían más y más finos, Vitalik se ponía más y más pálido y las pausas de la conversación alcanzaban niveles de tensión más y más teatrales.

Eh, tu forma de hablar es muy interesante, en ucraniano. ¿Eres del oeste? 

—La verdad es que no. Soy de Donetsk. Me crié en la región de Rivne.

Lo que yo pensaba. ¡Eh, cuidado que pica! –Esto al acercarme al loro enjaulado–. ¿Cómo se dice “loro” en hutsul? “Kikirikí” o algo parecido, ¿no? Cuéntame, ¿tienes vacas en tu pueblo? ¿Qué hacéis con ellas? ¿Las ordeñáis? 

—La verdad es que no. Es decir, la gente las ordeña, pero nosotros no teníamos vacas.

Supongo que no vives con tus padres, ¿verdad? Come, come, toma unos bombones. Los ha comprado Toshenka. ¿No has comido hoy, Vitalik? Has llegado tardísimo. Llevo esperando desde las siete. Siempre me preocupo cuando se retrasa. Es que tiene que seguir una dieta muy estricta. Luego te cuento. No puede comer nada recalentado, solo comida recién hecha. Nos hacemos el desayuno, el almuerzo y la cena en porciones pequeñas, luego te enseño los cacharros. 

Que quede bien claro: salí de allí volando. Tras una más de aquellas pausas en la conversación, me levanté de la mesa, pedí disculpas y pregunté dónde estaba el baño. Cuando llegué a la puerta, me dirigí muy de puntillas hacia la salida. Volé de aquel piso como si me persiguieran, no esperé ni al ascensor, bajé las escaleras de cuatro en cuatro escalones. Solo cuando dejé atrás dos paradas de autobús me di cuenta de que iba chapoteando por los charcos con las zapatillas rosa.

Me paré en mitad de la carretera mirándome los pies y me eché a reír. Reí tanto que me dio hipo, me salieron globos de moco por la nariz y se me saltaron las lágrimas. Me reí como no me había reído en mi vida, como una desquiciada, casi volando entre las nubes por aquella increíble e inhumana sensación de alivio. Supongamos que acababa de practicar el sexo y de tener una relación, ¿de acuerdo? Por muy breve que fuera, aunque solo hubiera durado tres días. ¿Qué más da? Mi muerte ya no sería la de una solterona. Tendría algo que alegar a mi favor. La madre. Le echaría la culpa a la madre. “Estábamos hechos el uno para el otro, pero su madre estaba en contra, y yo (jajajajaja) yo me lo pensé mejor (jajajajaja) y no me quedó más remedio que tomar una decisión (jajajajaja)…”.

En aquella parada de autobús comprendí también otra cosa: no volveré jamás a ese supermercado. Lo juro. Aunque tenga que dormir debajo de un puente o vender un riñón. Jamás seré vendedora ni asistente de caja, jamás repondré otra estantería y jamás volveré a vestir ese uniforme.

¿He mencionado ya que el escudo de armas de mi familia (si lo tuviéramos) llevaría el lema “nunca digas nunca”?

 

*    *    *

Al pensarlo ahora, lo que más me sorprendió es que mi abuela no se sorprendiera lo más mínimo. Dio por hecho lo que vino después. No hubo discusiones. Ni preguntas. Ni consejos no solicitados. Escuchó en silencio la noticia de que ya no tenía trabajo. Asintió mientras le resumía mi breve aventura. Lo único que cambió fue que a partir de entonces ya no cocinábamos las hojas de repollo rellenas los domingos, sino los martes.

Sin embargo, yo me sentía intranquila. No me estaba quieta en ninguna parte. Necesitaba salir. No dormía. No comía. Una sensación desconocida se apoderó de mí: estaba inundada, rebosante de energía. Se me ponían los pelos de punta, me zumbaban los oídos y me ardían las yemas de los dedos. Caminaba una y otra vez por la deshilachada alfombra de mi habitación desde la ventana hasta la pared y viceversa.

Al final llegó un momento en que ya no lo soportaba más. No podía seguir mirando la calle y las vallas mojadas por la ventana. El polvo me asfixiaba. No tenía fuerzas para respirar, me oprimía el pecho. Las cajas grises al otro lado de la ventana, los viandantes grises, todo era gris, como un viejo escenario teatral bajo una capa de pólvora.

Salí a la calle con todos mis ahorros en la mano y me fui a la única tienda de material artístico de la zona. Me sorprendí comprando una docena de pinceles y llenando una cesta de pinturas acrílicas. Blanco, plateado, azul y rosa. No había más. Después compré un bote de aguarrás en la droguería.

Al llegar a casa me arranqué la chaqueta y los zapatos sin detenerme. No podía ni quería perder un segundo, era una drogadicta que iba derecha a meterse un pico. En mi vida había experimentado semejante obsesión, aunque en aquel momento no tenía ni tiempo ni ganas de pararme a analizar sus causas.

Limpié la ventana con el aguarrás manchándome las manos y los pantalones. No tenía paleta, ¿qué más daba? Estrujé la pintura en un plato, sin remordimientos, medio tubo de golpe, y comencé a pintar el cristal de la ventana. Sabía con toda exactitud lo que quería hacer y no tenía ni idea de cómo hacerlo. Eran momentos de pura euforia, de inspiración desenfrenada. Trabajé de pie y al cabo de un rato improvisé un andamio con un par de sillas.

Dibujé el invierno. Pinté el frío de mi infancia. Pinté el sol de nuestra Polesia sobre el río Jordán. La ventana refulgía de miles de copos de nieve, los trazos se superponían unos a otros en una compleja red de líneas invisibles. Me empezó a faltar pintura, así que añadí sal, polvos de talco y harina. Rompí y machaqué bombillas, usé una aguja y una pluma. Respiré sobre la ventana y se me congeló el aliento sobre el cristal. Pasaron horas y horas. La calle del exterior desapareció poco a poco. La habitación brillaba con cegadores fogonazos blancos, rojos y rosa.

—Se veía venir.
—¿Baba?
Baba Olya estaba detrás de mí con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? ¿Qué es lo que se veía venir?

—De tal palo tal astilla… A tu madre le encantaba bordar, hija mía. Cogía una aguja y desconectaba del mundo. Ya podías gritarle, hablarle o encenderle una hoguera debajo de la nariz, que ella no se movía. ¡Y las cosas que se inventaba! Nunca había visto ni he vuelto a ver nada igual. Veías una imagen y un segundo después otra distinta…

Aguanté la respiración, no me atrevía ni a moverme. Creía que mi abuela no había conocido a mi madre, al fin y al cabo, nunca la mencionaba. Y de pronto, no solo la conocía, sino que la conocía muy bien.

—Baba, vas a tener que hablarme de ella.

—Claro que sí. Solo te contaré lo que puedas comprender… Porque nadie la comprendía. Maria… La llamábamos Stunde, por aquellos viejos evangelistas puritanos que vivían por aquí. Al igual que ellos, no era de este mundo. Mi Mysko, tu padre, no era el hombre adecuado para ella. En realidad nadie lo era. Ni yo ni nadie sabe por qué se enamoró de mi hijo, eran como el cisne y el lucio del cuento… Siempre estaba callada, siempre perdida en sus pensamientos. Si le decías algo te respondía, pero te miraba desde lejos, como por un telescopio. Y siempre parecía sorprendida, como si te viera por primera vez.

La gente del pueblo cruzaba apuestas sobre cuánto iban a durar. Nadie les daba más de un mes. Sin embargo, la suerte quiso que pasaran siete años. Para entonces tú ya eras bastante grande, deberías acordarte. Tu padre trabajaba de guardia de seguridad una noche de cada tres. Una noche volvió y tu madre no estaba. Al principio no intentó encontrarla. Supuso que habría ido a algún sitio. Era raro que se hubiera dejado a su hija en casa y no se hubiera llevado el bolso ni el dinero, pero, en fin, a lo mejor no los necesitaba. Al acercarse la noche empezaron a buscarla y llamaron a la policía.

La policía llegó con un perro, y el perro encontró el rastro y acto seguido se lanzó a seguirlo desde la casa por un campo. El campo comenzaba justo fuera de la casa. Una vereda lo atravesaba. Recorrieron la vereda hasta el cruce y se detuvieron. Había maizales a ambos lados y en el lugar donde los caminos se separaban, justo en el centro, encontraron los restos de una hoguera. Alguien había hecho una fogata tan grande que había dejado un agujero de cincuenta centímetros de profundidad en el suelo. Nadie sabía qué pintaba allí una fogata, solo que alguien había quemado algo.

El rastro se perdía alrededor de la hoguera. Hasta el perro metió el rabo entre las patas y se dio por vencido. Registraron las cenizas en vano, ¿qué pensaban que iban a encontrar? Solo había cenizas. Nada más. Nadie ha vuelto a ver a tu madre. Un año después nos dieron un documento que certificaba su desaparición, y eso fue todo. Ocho veces arrastraron a tu padre a la comisaría, pero él había estado en el trabajo toda la noche. Las cámaras de seguridad demostraban que no se había movido de su puesto. Me interrogaron a mí y a todos los vecinos, pero no sirvió de nada.

A partir de entonces no pudimos seguir viviendo en el pueblo. A la gente le gustan las habladurías, es inevitable. No sabe cerrar el pico. Silbaban a nuestras espaldas, después nos silbaban a la cara, y al final alguien le prendió fuego a nuestra casa. Por suerte, tu padre no se había acostado aún y pudimos salir corriendo con lo puesto, contigo en brazos y la documentación. Lo perdimos todo: nuestras pertenencias, nuestros muebles. La casa de madera empapada en gasolina ardió como una tea y se quemó hasta los cimientos en cuestión de segundos.

Después de aquello nos fuimos cada uno por su lado. Tu padre y tú os fuisteis a Dubróvytsia. A Mysko le ofrecieron empleo allí. Yo me vine aquí, a casa de mi hermana. Después de aquello, bueno, ya conoces a tu padre cuando se encierra en sí mismo. Ni escribía ni llamaba, desapareció sin más y solo volvió a ponerse en contacto conmigo para preguntarme si podía dejarte aquí.

Mi abuela se quedó callada y yo no dije una palabra.

—Hija mía, a estas alturas es mejor no abrir viejas heridas. Lo pasado, pasado. Pero te voy a decir una cosa más; tu madre cosía blanco sobre blanco. Lienzos enteros. La gente venía de Kiev y de Leópolis para comprárselos. Sus obras tenían vida propia, igual que esta ventana.

 

Nota:

[1] La letra cursiva se utiliza en los diálogos y citas para resaltar que el personaje habla en ruso o en una mezcla de ruso y ucraniano en la que predomina el primero. El resto está escrito en ucraniano en el original.

 

Este texto corresponde a las primeras páginas de Hija de Donetsk que, con traducción de Jacinto Pariente, ha sido publicada por la editorial Armaenia.

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