“La señora está en todas partes. Te descuidás y te agarra de las patas”, acribilla desde el centro del escenario la actriz más longeva de la Argentina hoy. En el cuadro, nueve actores Matusalén juegan a morirse y elevarse al cielo. Más de un pájaro de mal agüero en la platea podría temer que en la vida real el telón cayera de emergencia. Pero Hilda Bernard maneja cada noche el placer de la venganza. Como si pudiera manipular a la señora y pedirle que se marche lejos hasta el próximo aplauso. A Bernard, hasta la muerte le tiene miedo.
Nació 92 primaveras atrás. O hace ya más de 33.000 días. Tanto que siente como si las cosas hubieran nacido en simultáneo con ella. Si hasta el legendario teatro en el que actúa, el Regio, de la Ciudad de Buenos Aires, es nueve años menor. En este coloso de la Avenida Córdoba, a la muerte se la torea. Póstumos se llama la obra que protagoniza la dama nacida en Puerto Deseado. En la marquesina, la cara de Bernard es un mapamundi. Cada punto limítrofe, cada línea, cada río, es un dibujo geográfico de todo lo que ha andado.
La radiofonía argentina nació el mismo año que ella: 1920. Por aquel entonces no existía el cine sonoro, ni la penicilina, ni la escala de Richter para terremotos, ni las Polaroid. Todavía existía el shock de la I Guerra Mundial y existía Carlos Gardel antes de la inmortalidad. El mismo año en que ella llegó al mundo el mundo parió a Federico Fellini, a Ray Bradbury, a Charles Bukowski, a Mario Benedetti. Ya no viven. Hilda, en cambio, es una explosión de existencia. “Me duelen los huesitos, soy vieja, pero no aguanto no trabajar. No me soporto si no estoy actuando. Enloquezco”, advierte el día más frío del año en Buenos Aires.
El frío existió desde el principio de su vida. Fue alumbrada en la provincia de Santa Cruz, en la Patagonia argentina. Un sitio en el que el viento llega a doler y cuando cae la nieve algunos fantasean con sentirse en los Alpes suizos. 29 de octubre de 1920. Padre inglés, madre austriaca. Aquel día apareció una niña cuyo nombre significa La que lucha.
Su segundo nombre se transformó en una treta del destino. Hilda Sara Bernard. Casi como Sarah Bernhardt, la actriz francesa que enamoraba con sus reencarnaciones en el Teatro Odeón. La misma que en 1870, en plena guerra franco-prusiana, transformó el Odeón en hospital para convalecientes y cuidó a los heridos de guerra. El folclore señala que la dama –que hoy cumpliría 169 años- atesoraba un ataúd. Que solía dormir en él. La Sara argenta, en cambio, prefiere su mullida cama del barrio porteño de Las Cañitas. Vive sola. Escucha a Frank Sinatra en casetes. Pedalea, pero no avanza: usa bicicleta fija. Sube varios de los 15 pisos de su edificio por escalera. Colecciona duendes. Pesa 50 kilos. Perdió el olfato. Perdió a su marido. No perdió la juventud.
“Haga la cuenta: 16 años de novelas por radio. A razón de una novela por mes”, invita al cálculo. El resultado son casi 200 radioteatros. La suma sigue: más de 50 historias en televisión, la misma cifra en teatro, unas 30 películas. Desde sus 17 años, actúa casi tanto como respira. Su cabeza ya está programada para su próximo estreno teatral, en diciembre. Forma parte de una rara avis de artistas argentinos longevos. Alguien le gana: Nelly Omar, la cantante de tango bautizada La Gardel con faldas, quien cumplirá en septiembre 102. Se quebró una mano. Y anda declarando con insolencia: “Ya no puedo tocar la guitarra, pero pienso invitar a amigos guitarristas que me ayuden. La voz la conservo intacta, así que haré un recital para mi pueblo en primavera”.
En medio de esos pliegues hermosos a los que no intenta difuminar con maquillaje hay dos pozos que brillan como a los 17. A esa edad se plantó ante sus padres para comunicarles que abandonaría el colegio secundario con plan de estudiar en el Conservatorio de Arte Dramático. Ya alumna, se anotó en un concurso y ganó un papel en el mítico Teatro Cervantes de Buenos Aires. En el programa de mano la anunciaron como Sarah Bernard. Fue un escándalo: “Cayó un crítico diciendo que yo era una atrevida, que me comparaba a Sarah Bernhardt. Escribió algo horrible en el diario. Lo perseguí meses con el documento de identidad para demostrarle que yo era Hilda Sara Benard. Pero nunca me hizo caso y se murió”.
La ciudad empapelada de carteles que hacen apología de la juventud. Entremedio, ella casi centenaria. Escucha nombrar la palabra cirugía y se atraganta con su propio discurso. “¡Por Dios, cirugías jamás! ¿Si me hago cirugía, quién va a actuar de vieja? Estoy llena de arrugas. Son las cicatrices de lo que uno ha vivido. Cuando alguien llega a los 90 sin mucha arruga, pienso: ‘Ese no habrá hecho mucho’. Yo he tenido que hacer mucha mueca, en la radio, en el teatro, en la tele. Por algo están ahí esas marcas. Son mi orgullo”.
José María Muscari ama a Bernard como Fellini a Anita Ekberg.
Actor/director/dramaturgo, tiene menos de 40 años y –entre decenas de obras- escribió y dirigió una que dejó congelado a más de un crítico. Abordó un tema intocable para el marketing moderno: la vejez. Después de entrevistar a nueve actores de más de 80 y 90 años, la mayoría grandes olvidados, se interesó por sus deudas. Con la respuesta de cada uno gestó Póstumos, un planteo filosófico sobre la vida y la muerte. En cuatro meses de funciones, cinco días a la semana, la asistencia de los actores fue perfecta. Hilda es la niña mimada del elenco: “Es la abuela que todo el mundo quiere. Me subyuga su mente moderna, su nivel de compromiso y su falta de ñañas de la edad”, elogia Muscari.
—Muchos de los que la rodeaban ya no existen. El país es otro. El mundo es otro. ¿Tiene la sensación de que en su juventud vivió en otro mundo?
—Era otro planeta. Y me gustaría contárselo a los jóvenes. Buenos Aires era linda. Segura. Época de almacenes. De tango. La gente creía en la gente. Me pasa hoy en mi edificio que comparto el ascensor con personas que en 20 años nunca me han saludado. Nunca entenderé qué les pasa a algunos en este nuevo mundo.
—¿Tiene recuerdos puntuales de su infancia?
—Todavía. Que me escondía detrás de los muebles para decir versitos. Inventaba. Quería ser actriz, pero me daba vergüenza. De repente me olvido algunas cosas del pasado. Por ejemplo, pienso en mis 15 años y no los recuerdo. Sin embargo fijé un recuerdo de mis dos años. Hace unos años volví a Puerto Deseado, donde nací, después de más de 80 de no regresar. Yo recordaba una escalera patente. Vaya a saber por qué razón se me fijó. Me llevan y me muestran mi casa. Abren y estaba la escalera. Lloré tres días seguidos en la Patagonia.
—¿Es nostálgica?
—Poco.
—Uno tiene la sensación de que usted es una mujer más bien fría. Que se repone al instante de todo…
—Es que no me permito caer. Si me caigo es el problema. No me siento a llorar. Hago. Si caigo en la tristeza, me hago daño.
—¿De dónde cree que sale esa fuerza?
—De mi madre. Una austriaca con una fuerza tremenda.
—¿Tuvo grandes dolores en su vida?
—Tuve pérdidas, sí. La más grande fue la de un nieto de tres meses, hijo de mi hija que hoy tendría más de 30 años.
—Su sabiduría, entonces, es saber guardarse los dolores…
—No me quejo. Mi hija me llama a pura queja y yo le digo ‘Quéjate para adentro’. Porque a la gente no le gusta oír lamentos.
Es la última estrella sobreviviente del radioteatro argentino. Hoy el radioteatro es un género extinguido, pero antes de nacida la televisión, era la válvula de escape. Millones soñaban historias con el tímpano adherido al aparato. Oscar Casco, galán de la Radio El Mundo en los años 40, llamaba a Bernard Mamarrachito mío. El hombre soltaba la frase e –imaginación mediante- les hacía el amor a todas. Un sueño ingenuo impensado para los tiempos de hoy. “Los trucos que el oyente desconocía eran muchos y encantadores. Los besos se daban en la mano, con el puño cerrado. Yo nunca supe dar esos besos y los especialistas en sonido los daban por mí”, explica con los ojos acuosos. “Los ruidos de los caballos se hacían en un cajoncito con piedras. Con la autora Nené Cascallar hacíamos el radioteatro de noche en la ventana de Radio Splendid que daba directo a un jardín. Ella decía que así se escucha con fidelidad el ruido de la noche. Y en las escenas de amor nos mandaba a acostar en sillas para que la voz subiera. El público no veía, pero lo veía en su mente”.
—¿Pensó en que usted se ganaba el pan como vendedora de fantasía?
—Sí. La radio era el misterio. Todos nos creían rubios y de ojos celestes y hermosos. Después hacíamos giras por todo el país y se daban cuenta de que no éramos los que éramos.
En Radio El Mundo Bernard conoció a su primer esposo, Horacio Celada. Era el jefe de los locutores. Con ocho meses de embarazo descubrió que él la engañaba y lo abandonó. Dio a luz a una hija. Al tiempo volvió a encontrar el amor. “Las dos veces me enamoré perdidamente. La primera vez que vi al primero, le avisé a mi madre, ‘Con él me voy a casar’. Al segundo, Jorge Gonçálvez, productor y director, lo conocí estando embarazada, lo traté después y fue el gran amor. Me duró sólo 25 años”, se entristece. Dice que cuando él murió, cerró la cocina y la posibilidad de una pareja.
—Cocino solo para mi perro. Para mí pido delivery. Y amar ya no amé más. Cuando el amor es muy grande, ya no hay más.
En 1979 sufrió un accidente en la ruta bonaerense Panamericana. Mientras esperaba el auxilio para su auto en la banquina, una pick up la levantó por el aire. Coqueteó con el final. “Estuve a la muerte, con heridas en la cara y el cuerpo. No era la hora”.
—¿Piensa en la hora?
—Pienso cuándo será mi hora. Pero no me interesa la muerte. Que llegue cuando llegue. Lo único que me interesa es saber quién se va a quedar con mi perro. Antonio. Tengo hija, nieto y bisnieto, y un perro que es como hijo. Yo digo que voy a vivir hasta los 104.
—¿Tiene la sensación de que su tiempo pasó súbitamente?
—No. Siento la noción de estos noventa y pico.
—¿Lo hizo todo o aún necesita saldar cuentas?
—Hice lo que pude. Me preguntan si hubiera querido hacer Shakespeare, pero ya no me interesa. Me interesa lo nuevo, no lo viejo.
—¿Por qué cree que necesita actuar?
—Para no ser yo. Excepto en esta última obra en la que el director refleja parte de mi vida, en todas las demás no soy yo. Yo he hecho papeles de vieja loca y mala. No soy eso.
—¿Le gusta que la llamen mentirosa profesional?
—Los actores en definitiva somos todos mentirosos. Pero no crea que somos valientes. Escondemos la timidez.
—¿Por qué cree que hay tanta necesidad de los jóvenes de la fama a cualquier precio hoy?
—Por la mala educación. Veía ayer a dos actrices pelear como animales. La necesidad de fama muchas veces es falta de dignidad o falta de principio de la educación. A mí la fama no me interesó ni me interesa. Saco a pasear al perro, me sacan una foto y otra y yo estoy peinada a la miseria y sin maquillaje. No me molesta. Me siento querida y eso me ayuda a vivir. Tengo al público de las abuelas que me escuchaba por radio, el de las madres que me miraba por televisión y hasta los niños que me vieron actuar en programas infantiles. Todos los públicos. Todos me quieren besar y eso sí que no lo entiendo.
Toca el suelo con las manos sin flexionar rodillas. Hace yoga. Come poco. Admira al Papa argentino porque se rehúsa a usar zapatos costosos. Alguna vez fue expulsada del Conservatorio de Arte por negarse a componer a una gallina. En los 60, de turismo en Hollywood, su marido fue tentado para hacer cine y a la propuesta ella dijo No. En la calle la reconocen como “la villana de las telenovelas”. Cuando le rinden homenaje, lanza su teoría: “Ya no me aplauden a mí, sino a los años”.
Su fórmula de juventud es “no dejar en paz al cerebro”. Tejer, caminar, conversar, pasear, querer, subir, bajar y, sobre todo, leer. En lo posible poesía. Adora los versos de la ucraniana Julia Prilutzky Farny, poeta naturalizada argentina:
Unos dirán: Yo sé, la he conocido,
fue una ardiente rebelde,
se desolló las manos y la vida
por defender los que creyó más débiles.
Otros dirán: Yo sé, la he conocido,
era dura, malévola,
avara de ternura, con la boca
mostraba su desprecio.
Alguien dirá: Y cómo sonreía…
Qué importa
lo que vendrá después del gran silencio.
Claro que tengo miedo.
Así, en la madrugada
mientras algún dolor –un dolor, siempre-
va hincando sus agujas en mi cuerpo,
abro las manos en la sombra dulce
para atrapar mi soledad, de nuevo.
—Amo la poesía, pero mi vida está lejos de ser poética. Hago lo que hace cualquier mortal. Ningún actor vive en una nube. Yo leo porque si dejo descansar al cerebro, me olvido de las cosas –simplifica.
—¿Ríe mucho?
—No me río a carcajadas. Ese es el gran defecto que tengo. Pero es Dios quien lo hizo a uno. No fui yo quien me hice así. Dios me ha dado esta paz interior. Me gusta esta vida que llevo.
—¿Es una creyente ferviente?
—Lo suficiente. No voy mucho a la misa. Me gustan las iglesias vacías.
—¿Pensó en escribir un libro con todo eso que ha vivido?
—No es interesante. Una vida plácida, de muchísimo trabajo, pero ¿a quién podría interesar?
—¿Piensa en el futuro?
—Soy grande para el futuro. Lo que tenga que llegar, que llegue. Eso sí, pienso en el futuro laboral. Sino me aburro.
—¿Cómo cree que será el mundo después?
—¿Para qué lo voy a imaginar? Si no lo voy a poder ver… Va a ser todo frío. Lo sentimental, la ternura, está quedando en el pasado. Las máquinas lo anulan todo. ¿Cómo puede la gente, en lugar de mandar una carta con su letra, un mail?
—¿Cómo le gustaría que la recuerden?
—Como una persona que nunca peleó con nadie. Que piensen que soy buena: A la mala de la televisión no tienen que creérsela. Sino, los actores no seríamos buenos en lo nuestro. Cualquier malo haría de malo y listo. Yo dejo el amor a mi hija, nieto y bisnieto. Al país no creo dejarle nada extraordinario.
—En el fondo, ¿usted ama la soledad? Parece llevarse de maravillas con ella…
—Amo mi soledad. En definitiva uno nace solo y muere solo. Pero yo no quiero morirme sola. Sola, no.
Marina Zucchi es periodista y licenciada en Comunicación. Nacida en Buenos Aires, prepara su primer libro de entrevistas. En Twitter: @mar_zucchi