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Mientras tantoHistoria de tres ciudades

Historia de tres ciudades


«Ella agarrándole la mano y él llevándola entre la gente. En un momento volteó para mirarla y creyó que podría besarla.»

Gabriel le mencionó ese beso que alguna vez le robó. Elena dijo no acordarse. Gabriel pensó que el alcohol le estaba haciendo decir cosas de más. Elena le dijo que podrían hablar de eso en los dos minutos que se tomarían en bajar las escaleras hacia la calle de Miraflores.

Quizás era suficiente.

Elena y Gabriel se sentían turistas en Lima. Los dos tenían familia y los dos residían en los Estados Unidos. Esa había sido una ocasión grata, coincidieron ella y él. Compartir unas cuantas horas en Lima. Verse las caras después de tantos años.

Son otros. Bastaba con fijarse en el mocoso que se paseaba por el departamento en Miraflores: el hijo de Elena, que ya tiene 7 años. La hija, que tiene 11, mirando una serie de Netflix en su laptop. Por algún lado de ese Airbnb también estaba el esposo de Elena

«¿Te acuerdas cómo nos conocimos?», pregunta Gabriel.  «Sí, claro», dice Elena.

Si se esfuerza puede recordar el ruido de las conversaciones de aquella noche de principios de los 2000. Era un bar de la calle Bleeker. Reventaba de gente. Gabriel cree ser capaz de sentir el sonido de su ropa, esa noche, frotándose con la de otra gente. Excuse me, excuse me, decía Gabriel, pasando entre todos, buscando un espacio libre. Él y un amigo que llegó desde Lima se habían metido en ese bar ruidoso que encontraron cuando salieron del subway en la calle West 4th.

Piso, estantes y mesas de madera. Luz amarilla a media caña. El ruido que hacía la gente era como el de un enjambre de avispas a punto de salir volando hacia el campo en busca de comida. Desde algún parlante salía el sonido de guitarras y se mezclaba con las voces de todos. Enmedio del bar, parados porque no había dónde sentarse, se puso a conversar con su amigo. Así, en ese escenario, Elena se paró frente a ellos para decirles:

Ustedes son peruanos.

«¿Quién es esta muchacha que aparece de la nada?» pensó Gabriel. Pequeña pero bien hecha. Eso pensó.

Exactamente lo mismo que pensaba en Lima, bajando por las escaleras hacia la calle, mirándola. Ella ya era esposa, ya era madre. Él ya era esposo y ya era padre. Los dos bajaban los peldaños de un edificio, hacia una calle miraflorina.

Dos minutos.

«Estás muy bien« dijo Elena, mirándolo a la luz del foco de la puerta, parados frente a ese departamento, a punto de bajar las escaleras hacia la calle de Miraflores. Elena lo hacía sentir así, pensó Gabriel. ¿Tendría que besarla? pensó. Se habían terminado una botella de vino en poco más de una hora. Los dos hijos de Elena estaban detrás de la puerta. También el esposo gringo, que salió a la sala para saludarlo y después desapareció.

Y él recordó –siempre lo recordaba– la noche en que estuvieron los dos agarrados de la mano, en un bar de San Francisco. Gabriel estaba muy seguro de sí mismo. Elena lo agarraba de la mano y Gabriel la llevaba entre la gente. En un momento volteó para mirarla y creyó que podría besarla.

Y sin embargo –esto es lo que Gabriel recuerda– pensó que no había que apurarse. Pensó que tendrían toda la noche para besarse. O es que el paso del tiempo ha eliminado la inseguridad que sentía.

Tal vez ha olvidado.

Si le preguntaran a Elena, ella diría que en esa época estaba bastante confundida. Los dos se habían enamorado de canciones y de libros que se recomendaban en largas conversaciones. La distancia complicaba cualquier tipo de sentimiento. Nunca pensé que vendría a buscarme, habría dicho Elena. «No hubiera sabido cómo explicarle a mis padres que Gabriel era un peruano que había conocido una noche, en Nueva York.», habría dicho.

En ese bar de San Francisco siguieron la conversación del bar de la calle Bleeker. Esa noche después de identificarlos como compatriotas, ella los llevó a una mesa donde estaba sentado un muchacho mexicano: el Genio de Stanford. Estaba orgullosa de haberlos reconocido por el acento. «Son peruanos», dijo Elena. Les explicó que esa era su última noche antes de volver al Oeste. «Tenemos que estar a las seis de la mañana en el JFK» le dijo a Gabriel al despedirse.

Como Gabriel se atrevió a pedirle el teléfono, siguieron conversando durante muchos meses. Cuando lo hacían él siempre estaba sentado en las escaleras de su departamento en Brooklyn y Elena en la casa de sus padres, en California.

Ella dijo que el Genio de Stanford era su mejor amigo pero que él estaba enamorado de ella. Elena le contó a Gabriel del ex novio con el que se había obsesionado pero que tenía que olvidar. Contó que su familia llegó de Lima a San Francisco durante la crisis económica de Alan García. Elena dijo que la policía de California la detuvo alguna vez en el College con un porro de marihuana y que por eso era la única de su familia sin ciudadanía.

Gabriel recuerda las escaleras de cemento frías de su departamento en la calle Dean de Brooklyn, las noches que se quedaba hablando con Elena. Se acuerda del foco malo en el techo sobre las gradas, ese que nunca cambió su casero dominicano. También del cuarto donde se acostaba después, casi siempre a solas, porque su roommate española había conocido a un jamaiquino negro y enorme (como a ella le gustaban) y se pasaba varios días con él, en otro departamento, cocinándole y bailando. «Baila de putamadre el jamaiquino» decía, cuando se quedaba a dormir en la calle Dean.

Sentado en esas escaleras, Gabriel también escuchaba el barullo de la gente que salía por las noches de una iglesia nigeriana, al lado de su edificio. A solas en su cuarto, planficaba cómo ir a verla.

Sentados en una mesa del bar de San Francisco, siguieron conversando. Tal vez Elena preguntándose si este peruano de tan lejos valía la pena. Si acaso Gabriel la iba a ayudar a olvidarse del ex que la tenía mal.

Cuando salieron del bar caminaron diciéndose poco, pensando en mucho, hacia el auto de Elena: un deportivo rojo con un sticker de la bandera peruana al costado de la placa. Elena lo había estacionado en la calle del hotel. Al llegar vieron los vidrios quebrados en la pista, reflejando la luz del foco de un poste: esa casaca de cuero que tanto le gustaba a Elena, la que dejó olvidada sobre el asiento, ya no estaba.

Tal vez si… piensa Gabriel. A veces.

Pensó también en esa noche de San Francisco cuando regresaba desde Miraflores, después de ver a Elena en Lima. Metido en el taxi hacia la casa donde lo esperaba su familia. Había tantos homeless en San Francisco. Qué hubiera pasado si no se rompían el vidrio, si no le robaban.

Recuerda cómo se esfumó la sonrisa de Elena. Elena llamó desde su hotel al Genio de Stanford, que de todas maneras ya venía. Quizá Gabriel sólo había imaginado un desenlace distinto y esa noche siempre iba a terminar igual: con los tres conversando. En la versión real, el Genio de Stanford llegó a consolarla y ayudarla con el auto.

Terminaron los tres metidos en su cuarto del hotel en San Francisco, tomándose varias cervezas Modelo. En ese cuarto Elena tenía los ojos cerrados. Estaba tumbada sobre la cama. Se le veía bellísima. Y cuando el Genio de Stanford se metió al baño, él se agachó sobre Elena y le dio un beso.

El genio de Stanford la iba a acompañar hasta su casa. Se fueron y Gabriel se quedó en el hotel.

Gabriel recuerda el desamparo de la mañana siguiente. La sensación de vacío que se prolongó en el avión a Nueva York. Él tenía un trabajo a 7 horas de vuelo y eso era todo. ¿Y a dónde se iban a ir los dos?¿A ese cuarto que apenas podía pagarse en Brooklyn? ¿De qué iban a vivir? No bastaba con cruzar Estados Unidos y llegar al Oeste, pensaba.

Por algún tiempo siguieron llamándose. Después ella empezó a salir con el que sería su esposo. Gabriel pasó alguna vez por San Francisco, quiso verla pero Elena no apareció. Ella lo llamó desde un hotel en Nueva Jersey donde se había hospedado con su familia pero Gabriel –casado, con tres trabajos– no hizo el tiempo para verla.

Elena le dice, antes de despedirse en Miraflores, que sí se acuerda. Le da un beso en la mejilla frente a la puerta del edificio. El Genio de Stanford también se acuerda, dice ella. Tiene un buen trabajo y sigue soltero. Le ha dicho que sigue esperándola.

Los dos se ríen. Se dan cuenta de que van al mismo ritmo: se alejan y se acercan. Gabriel entiende que lo mejor fue no intentarlo. «¿Y para qué?» piensa. Elena sube las escaleras del edificio pensando en que así era mejor.

«Tal vez eso basta» piensa Gabriel. Y sigue caminando, a la búsqueda de un taxi. Pensando en otro tipo de futuro.

 

 

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