Dicen
que si una rana se hallara en una inmensa cocina
repleta de ollas hirvientes
y tuviera que recorrer aquel inhóspito territorio
para escapar
saltando,
saltando,
jamás acabaría en la cazuela,
aunque a veces no encontrara la encimera bajo sus patas
sino los bordes metálicos
o, aún peor,
el agua borboteante.
Allí mismo,
los elásticos músculos de la rana
la sacarían
saltando,
saltando,
hasta escapar por la puerta de la cocina.
Pero que si, tranquila y engañada,
esa misma rana se encontrara dentro de una olla confortable,
con agua fresca,
bajo la que alguien enciende con cautela
una llama,
y la rana no conoce,
y el agua se va templando,
el animal que es prisionero
goza
incluso cuando la temperatura va subiendo,
a gota gorda,
en la sauna de batracios,
pierde su conocimiento de rana sin conciencia,
jamás salta,
desmayada en el agua que comienza a hervir,
que pronto irá rompiendo la piel,
cociendo la carne
que será devorada.
Así me lo cuenta un tabernero,
hijo de un exiliado español en Toulouse,
golpeando con el puño cerrado la madera de la barra:
eso es lo que nos están haciendo a nosotros, se lamenta,
los malos mercaderes y los políticos que les obedecen en Europa,
aquella misma Europa que había conseguido escapar de la barbarie
hace dos días en términos históricos.
Ahora no, ahora van estableciendo los grilletes,
promulgan, rescriben con cautela,
poquito a poquito
van subiendo esa temperatura
-parece invisible-
que toda rana se puede permitir.
Será mejor para ti a largo plazo,
dicen,
me cuenta el tabernero
nacido en Toulouse,
mejor para todos, en la inmensa cocina,
cada ciudadano intranquilo pero aún confortable en su olla
-al fin y al cabo, tenemos más conciencia que una rana-
será mejor para todos, insisten unos pocos
en términos numéricos,
a cambio de un esfuerzo compartido.