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ArpaHistoria de Zoe

Historia de Zoe

 

Hace poco murió la gata que vivió conmigo casi quince años. Envié a mis amigos una especie de recordatorio. Les agradecía que se hubieran preocupado por ella durante su enfermedad, una diabetes que duró diez meses y acabó consumiéndola.

 

Un amigo me escribió esa frase recurrente que solemos decir cuando fallece alguien: “Te acompaño en el sentimiento”. La frase tiene un hermoso significado, pero me hizo pensar. ¿Acaso estaba mi amigo diciéndome que mi gesto era exagerado tratándose de un animal? Claro que esas palabras fueron el detonante de algo que seguramente ya latía dentro de mí. ¿En un mundo cuajado de necesidades humanas, es lícito sufrir por un gato?

 

Otro amigo me mandó este mensaje en respuesta al mío: “Los animales no son personas, pero cuando vives con ellos es como si lo fueran y viven mucho menos que nosotros. Es como tener un amigo querido y saber que lo verás morir”. Si amigo es quien te hace mejor, mi compañera felina lo fue.

 

Es lugar común pensar que el perro es el mejor amigo del hombre. También yo lo pensaba hasta que descubrí que el gato se parece más a nosotros.

 

Decía Aldous Huxley que si quieres escribir sobre seres humanos lo mejor que puedes tener en tu casa es un gato. Mi gata me enseñó a conocer mejor a mi compañero, hasta el punto que no sé si mi compañero de vida es medio gato o mi gata era medio humana.

 

Los gatos no tienen dueño, son ellos quienes mandan. No son complacientes como los perros. No regalan su cariño, te lo tienes que ganar. No te reciben con fiestas cuando llegas a casa, pero saber que tú estás con ellos les hace felices.

 

La gata Zoe, ese era el nombre de la mía, se empeñó en enseñarme a cazar pájaros sin éxito. Los fines de semana echaba la siesta conmigo en el sofá y se bajaba del mismo a toda prisa cuando yo llegaba a casa para que no la riñera. Todas las noches esperaba la llegada de mi compañero. Nunca entendí cómo podía olerle desde un sexto piso sin ascensor en cuanto entraba en el portal.

 

Le encantaban la música y las canciones, especialmente las que yo inventaba para ella. Cuando le cantaba aquellas letras tontas que la veían como protagonista entrecerraba los ojos y ronroneaba como si las entendiese.

 

Por las noches veía las películas en la tele con nosotros. Nos lamía con fruición piel y pelo cuando pensaba que estábamos desarreglados. Pero te podías volver loca buscándola si ella no quería que la encontrases. Jugaba con nosotros solo cuando ella quería y únicamente si consideraba el juego a su altura. Cuando estuvo enferma jamás se quejó, como esos enfermos humanos ejemplares. La veterinaria me explicó que los gatos nunca se quejan por miedo a que los puedan oír los perros.

 

Zoe era hija de Odín e Ingrid, un gato de los bosques noruegos y una gata balinesa que había criado mi maestra, la actriz y maestra de actores Adela Escartín. Adela falleció el año pasado, prácticamente un año antes que Zoe, y fue recordada en esta publicación con varios artículos (Adela Escartín o el arte de la transfiguración, Recordando a Adela en Madrid y La Habana).

 

Mi gata era blanca como la nieve. Se confundía el fondo de la bañera y las baldosas del suelo de la cocina. Me explicó mi maestra que el ancestro está muy arraigado en estos animales, cruce de linces y gatos domésticos. Escarbaba sin fortuna buscando el agua de los bosques de sus antepasados. Zoe salió idéntica a su padre, con el pelo largo, sedoso y la nariz y las orejas rosas. Solo había heredado de su madre un ojo, el verde, ya que el otro era azul, como los del padre. Siempre fue “peluda y suave, tan blanda por fuera que se diría toda de algodón”, como decía Juan Ramón Jiménez de Platero.

 

Viajó mucho Zoe. Antes de mudarnos definitivamente a Italia hacíamos el viaje de Madrid a Génova varias veces al año. De hecho mi maestra supo que era mi gata en cuanto nació porque la madre la subió a lo alto de una estantería y ella se quedó allí sin rechistar. En uno de los viajes una niña francesa se acercó a su jaula en el aeropuerto y tras observarla un rato le preguntó a mi compañero: “Señor, ¿es un conejo o un gato?”.

 

Cuando nos trasladamos definitivamente a Italia le cambió el carácter. Pasó de ser un gato muy sociable con todo el mundo a no querer saber nada de nadie. Curiosamente, la ruptura definitiva con el resto de los humanos hizo que la relación que mantenía con mi compañero y conmigo se estrechara aún más. Ella era nuestra dueña y nos dejaba compartir con ella su nuevo territorio. Junto a la nueva casa Zoe también había conquistado el corazón de mi compañero. El amor de ella era perfectamente correspondido hasta el punto de que llegué a sentir celos. Recuerdo las carcajadas de mi maestra cuando le decía que la pareja en realidad eran ella y él y que yo era “la otra”.

 

Con el cambio de país Zoe ganó una terraza que daba a un campanario del siglo XII cuyas estrepitosas campanas se acostumbró a escuchar sin molestarle. En la terraza tenía una maceta grande donde había una buganvilla. A aquella maceta yo la bauticé “la sombra de Zoe”, porque en ella se tumbaba mi gata a tomar el sol por las mañanas. Allí acabaron enterrados dos de los gorriones que Zoe cazó al vuelo en el balcón de un sexto piso. El primero de los pajarillos que atrapó me pilló desprevenida. Lo descubrí muerto entre sus patas delanteras. Estaba la gata inmóvil como una esfinge en medio del salón con su trofeo en exhibición. Me impresionó el cuerpo todavía caliente del gorrión y lo arrojé por el balcón. La gata me miró como si yo estuviera loca. No comprendió que me deshiciese de lo que para ella era la prueba de una lección de caza en toda regla. No entendió tampoco cuando enterré en su maceta a los otros dos pájaros, aunque siguió la operación con interés y no los desenterró.

 

Nunca me he considerado una buena alumna, cosa que sí pensaba de mi compañero. Él llevaba al balcón las salamanquesas que Zoe encontraba en el baño de casa, pensando que allí se salvarían. Creo que la gata entendía el gesto como una forma de facilitarle la caza de los pobres animales.

 

Tampoco comprendía Zoe que yo no la dejara pasearse por la estrecha barandilla del balcón, con seis pisos de caída libre. Cada vez que la cogía con cuidado de no asustarla, me acordaba de aquella enigmática frase de Rafael Sánchez Ferlosio: “He visto a un gato recorrer una tapia llena de cristales sin cortarse”. 

 

Creo que solo una vez Zoe consideró que nosotros, sus vástagos humanos, la habíamos traicionado. Fue cuando mi compañero trajo un cachorro de gato a casa. Ella decidió el futuro de la criatura nada más verlo. Su mirada se hizo extraña, sospechosa. Lo olió y luego le dio un bufido tras otro. No llegó a ponerle la zarpa encima, pero los bufidos cada vez eran más salvajes, como si la selva noruega y los dioses del Asgard se hubiesen apoderado de ella.

 

Durante un día y una noche enteros, no tuvo sosiego. Sus ojos bicolor lanzaban rabia, primero contra el intruso, después también contra nosotros. Llegó a morder y a arañar a mi compañero, cosa que jamás había hecho. Yo al principio no daba crédito a tanta agresividad, después empecé a entender. La dueña de la casa, de nuestro afecto, defendía su territorio ya una vez perdido.

 

No comió su comida ni bebió su agua, pero arrampló con todo lo que yo le había puesto al cachorro. Me empezó a quedar claro que Zoe nunca aceptaría al intruso, sobre todo cuando a la mañana siguiente descubrí que ella sola se había procurado heridas en las patas.

 

Mi compañero tuvo que devolver el gato a quien se lo había dado. Después de aquel suceso, él se encerraba en su estudio cuando volvía del trabajo y no dejaba que Zoe entrara, por más que insistiera maullando y arañando la puerta. Ella no se apartaba de allí, ni siquiera a la hora de la cena. Maulló durante una semana como una posesa hasta que logré que hicieran las paces.

 

Nueve años después de nuestra llegada a Italia nos volvimos a cambiar de casa. Zoe se pasó tres días con sus correspondientes noches metida en un armario, de cara a la pared para que nos quedara claro su descontento. Tuvimos que ponerle en el armario el felpudo de la casa vieja para que se sosegase un poco. Cuando por fin salió de allí descubrió la nueva terraza, mucho más grande que el balcón, y su maceta con la buganvilla. Esto la tranquilizó y empezó a adaptarse.

 

Desde lo del exilio nunca volvió a aceptar ninguna presencia humana que no fuera la nuestra. Bufaba a las personas que le daban de comer cuando nosotros nos íbamos de viaje y las perseguía por la casa o se lanzaba contra sus pies inesperadamente desde debajo de mesas y sillas para atemorizarlas. En una ocasión llegó a saltar sobre una pobre chica desde lo alto de una torre de cajas. Mis amigos la temían y de mala gana aceptaban quedarse a su cuidado. Un amigo español la llamaba “el silencio blanco”, porque en presencia de extraños se paseaba de un lado al otro de la casa como un fantasma.

 

Zoe conservó siempre intacta su parte salvaje y ancestral, pero correspondió fiel al afecto que le dimos. Como los humanos, fue un ser contradictorio. Hizo honor a esa frase de Victor Hugo que reza: “Dios hizo al gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre”, aunque para los extraños fue más tigre que gato. Supo hacernos entender que, a pesar de lo que la mareamos con los cambios de país y de hogar, ella era nuestra familia.

 

Italo Calvino decía que “la ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres existen una dentro de otra, pero no son la misma ciudad”. Zoe nos dio su amistad y nos dejó un gran vacío cuando se fue. Como sucede con los humanos, no fue nuestra, nunca nos perteneció.

 

 

 

Anne Serrano es actriz y profesora de español en la Universidad de Génova. Sus últimas colaboraciones en Fronterad han sido Hace diez años el G8 puso a Génova en estado de sitio y Berlusconi, rey de Absurdistán

 

 

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