Hay una duda que me atenaza cada día: ¿podría ganar hoy en
día el Nobel de Literatura un historiador? A inicios del siglo XX lo ganó
Theodor Mommsen, en gran medida, por su Historia de Roma. Posteriormente, aunque más bien fuera concebido
como un homenaje político, lo obtuvo Winston Churchill, quien había
dedicado muchas horas a elaborar diversos volúmenes de historia narrativa sobre
todo en la década de los cincuenta.
Sé que estos dos hechos no pueden ser tomados como ejemplos
paradigmáticos, pero a los historiadores sí nos debería hacer pensar seriamente sobre nuestra forma de escribir la historia; y en relación a esto,
también a nuestra forma de leerla porque la historia también es conversación. En la compleja búsqueda de cientificidad,
la historiografía perdió el músculo narrativo. Desde hace tiempo se viene
insistiendo, reiteradamente, en el regreso a la narración. Sin embargo, y pese
a todas las voces que defienden la escritura cuidada y el estilo narrativo,
sigue siendo un anatema. Es triste leer en reseñas o escuchar en presentaciones
la coletilla “el historiador y escritor X”. ¿Acaso no debería entenderse que
parte del oficio de historiador es también el de escribir? Querámoslo o no,
somos narradores.