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Historias de un tiempo árido

 

El periodista polaco Mariusz Szczygieł (Złotoryja, 1966) reunió en el libro Gottland (Acantilado, 2011) diecisiete reportajes que fue escribiendo a lo largo de los años sobre la República Checa. A través de esos reportajes, Szczygieł nos ofrece un recorrido por la historia del pequeño país centroeuropeo desde finales del siglo XIX hasta la transición, aún incompleta, que emprendió tras el final del régimen comunista.

 

Con un estilo que, en sus mejores momentos, puede recordar a Danilo Kis, Szczygieł nos cuenta la historia de una familia de zapateros, los Bata; las visicitudes que tuvo que afrontar el escultor encargado de diseñar un grandioso monumento en honor a Stalin; la historia de un actriz checa de la que se enamoró Goebbels o el relato de sus intentos fallidos para entrevistar a una sobrina de Kafka empeñada en mantener el anonimato. Son historias reales que parecen fantásticas, periodismo que, en muchos momentos, parece ficción. En otras palabras: crónicas ejemplares.

 

El leiv motiv de casi todos los reportajes tiene que ver con la colaboración -entusiasta o resignada- del pueblo checo con el régimen comunista pro soviético bajo el cual tuvieron la mala suerte de vivir durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. En este sentido, Szczygieł rescata las reflexiones de algunos intelectuales checos sobre las analogías entre el carácter checo y el del soldado Švejk, un personaje de ficción icónico en el país, con una significación para los checos comparable en importancia a Don Quijote para los españoles. ¿Por qué nuestro símbolo nacional es hoy en día Švejk?, se preguntan. Algunos encuentran la respuesta describiendo los rasgos más destacados del comportamiento de Švejk. Es el afán de supervivencia el que dicta los actos del personaje Svejk y el precio que tiene que pagar por sobrevivir nunca le parecerá demasiado alto. A pesar de toda su comicidad, no se trata de un payaso ignorante. Švejk es más bien todo un filósofo de la sumisión astuta. Algo parecido se podría decir de casi las sociedades que han vivido bajo un régimen represivo.

 

                                                                             Ilustración de Carmen Vilar

 

Szczygieł evita juzgar a las personas de las que se ocupa en sus reportajes. Confronta al lector, eso sí, con las vidas de ciudadanos checos que, en su momento, optaron por posiciones vitales bien diversas. Por las páginas del libro desfilan artistas y políticos que colaboraron con el régimen y también personas que se opusieron, en la medida de sus posibilidades y de su entereza, a las disposiciones absurdas de un régimen policial – el recientemente fallecido Václav Havel, por ejmplo, o el escritor Milan Kundera-.

 

Aunque el libro se centra sobre todo en los años del régimen comunista, también se ocupa de describir las consecuencias de la fulminante transición que ha vivido el país desde 1989, pasando de una economía comunista a una economía de mercado, de una dictadura a un régimen democrático integrado en la Unión Europea. No lo hace desde un punto de vista político, sino poniendo de manifiesto cómo afectaron esos cambios a las vidas de los checos protagonistas de sus reportajes.

 

Al ocuparse de la República Checa, Szczygieł se enfrenta también en cierto modo a muchos de los fantasmas que aún no se han afrontado del todo en su propio país, Polonia. En ambos países, aún se enciende periódicamente el debate público sobre el pasado comunista y se discute sobre si resulta pertinente sacar a la luz mucha de la información que durante décadas recabaron las policía secreta, la Stb, en el caso checo, la SB, en el caso polaco . Las transiciones de Polonia y Chequia -similares en muchos aspectos a la española- impusieron una especie de amnistía de facto para muchos de los dirigentes del antiguo régimen. Los éxitos de ambos países -consolidación democrática, progreso económico, entrada en la UE- han implicado una amnesia institucional que, sin embargo, no se ha traducido en una completa amnesia colectiva.

 

 

Años después de haber dejado de ser presidente de la República Checa, Václav Havel decidió disfrutar de una “escapada de dos meses” en Washington, tratando de encontrar la calma necesaria que le resultaba imposible encontrar en su país. Durante esos dos meses -en la primavera de 2005- dedicó parte de su tiempo a repasar su biografía política ayudado por un periodista checo que se dedicó a realizarle preguntas que les permitieran recorrer el último medio siglo de la historia de antigua Checoslovaquia. Aquellas conversaciones se recogerían en un libro publicado en España por Galaxia Gutenberg con el título de Sea breve, por favor. Pensamientos y recuerdos (2008). Entre los temas tratados estuvo, por supuesto, la transición de terciopelo liderada por Havel, que incluyó la ordenada escisión de Checoslovaquia en dos países, la República Checa y Eslovaquia:

 

¿De quién fue la idea de no desmantelar las instituciones gubernamentales comunistas, sino bien al contrario, convertirlas en parte del poder provisional? ¿Fue una idea de los demócratas, es decir, los disidentes, o de los comunistas antiguos o actuales que vieron en esta solución «constitucional» una oprtunidad única de mantenerse parcialmente en el poder?

La absoluta mayoría de los activistas del Foro Ciudadano y Ciudadanos Contra la Violencia convenían en que no se podía suprimir el Estado, con todas sus instituciones y la Administración pública, desmantelarlas para empezar a construir otro Estado desde cero. Habría sido absurdo. Nos esforzamos en ocupar los cargos existentes con savia nueva, gente no comprometida y, de la forma más rápida posible y democráticamente -es decir, mediante la creación de leyes constitucionales y ordinarias-, realizar los cambios de sistema que acordamos como indispensables o más relevantes. La falta de personas aptas para el desempeño de las diversas funciones resultó crítica; tuvimos que persuadir a músicos de rock, traductores, presentadores de televisión, científicos, escritores, incluso a nuestros amigos de taberna para que aceptaran los diferentes cargos. El Estado como tal tenía decenas de miles de empleados y no había tantos disidentes. Pero aunque los hubiera habido, no sé cómo habría sido posible asumir de un día para otro la marcha diaria de un Estado sin que se produjeran numerosas catástrofes. ¿Conjugar tal torbellino de personal con cambios fundamentales en la estructura de las instituciones? No puedo imaginarme un caos mayor que el que podría darse en dicha situación, ¡y con ello poner en bandeja de plata la intromisión de la engrasada maquinaria del poder comunista! […]; su concurso [el de los funcionarios del antiguo régimen: políticos, polícías, soldados, etc] era muy necesario, porque, como ya he dicho, era imposible copar todos los cargos sólo con disidentes o con nuestros amigos del underground; pero ¿cómo distinguir quién es sincero y, con gran alivio de conciencia, desea trabajar en beneficio de nuestra fresca democracia de quien es sólo un impostor que quiere medrar rápidamente en pos de un cargo importante? […]

 

¿No fue ésta la razón principal por la que tantos comunistas permanecieron en el poder en diferentes niveles

¿Y quién era comunista? ¿El que estuvo alguna vez en el Partido Comunista? Ahí estában todos, sólo durante las últimas décadas pasaron por él siete millones de personas. Evidentemente, no había tantos comunistas convencidos y entusiastas o servidores reales del régimen; sólo que entonces no se podía agitar la varita y distinguir a unos de otros. Hubiera sido un proceso largo y difícil, sobre todo si queríamos actuar con justicia y ser prácticos a la vez. ¡Tenga en cuenta que habría significado, por ejemplo, privar del puesto o del cargo a todos los que hubieran sido miembros del Partido Comunista! Podríamos haber desmantelado la Academia de las Ciencias y privado a la mayoría de sus universidades de sus cuadros docentes; no habríamos tenido a un solo oficial superior, ni a un solo criminalista, ni a un solo jefe de empresa, ni a un solo diplomático, ¡ni siquiera a un solo controlador aéreo!

 

 

 

La República Checa ha sido uno de los países del Este de Europa que más ha hecho por dar a conocer el contenido de los archivos de la antigua Seguridad del Estado Comunista. El Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios, con sede en Praga, gestiona 20 kilómetros de estanterías conteniendo expedientes en los que se encuentran tanto los nombres de los que vigilaban como de los que eran vigilados. La información contenida en esos expedientes pondría de manifiesto algo que muchos checos y polacos ya saben: que la arquitectura de sus respectivos régimenes dictatoriales sólo se pudo sostener en pie gracias a los actos de colaboracionismo -incluyendo la denuncia y la delación- de algunos que, tras la caída del Muro, supieron llevar a cabo astutas metamorfosis –no siempre– democráticas.

 

En la República Checa, como en otros países del Este, se han publicado listas -oficiales y oficiosas– en los medios y en Internet  con los nombres de colaboradores del antiguo régimen. Los historiadores advierten que, para un profano que accede a los archivos, puede incluso llegar a resultar complicado distinguir entre los “enemigos” y los “colaboradores” del antiguo régimen, por lo que estas filtraciones no deberían tomarse por la verdad hasta ser comprobados los expedientes completos relativos a esas personas que forman parte de las listas. En todo caso, el debate que se genera con cada una de esas publicaciones indica que las transiciones en los países de la Europa oriental no están del todo cerradas.

 

Uno de los personajes de los que se ocupa Szczygieł, un guionista cinematográfico represaliado, al definir uno de sus guiones, que trataba sobre las escuchas masivas que se realizaban en el país, concluye: “Esta historia es pura ficción. Lo que ocurrió en realidad fue mucho peor”.

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