Ogni rado passante ha una faccia e una storia.
Cesare Pavese
Le debo a varios amigos y amigas el haberme tendido una mano en momentos decisivos de mi vida. Gerardo Vargas Alcázar y Dorelia Barahona recomendaron mi contratación al Centro Costarricense de Producción Cinematográfica, abriéndome las puertas al que sería mi primer oficio cuando yo había abandonado la universidad sin concluir los estudios de filosofía. Algo más adelante, cuando iba a cumplir 30 años, Vernor Muñoz y Gonzalo Elizondo me llevaron a trabajar al Instituto Interamericano de Derechos Humanos. Una década después, en 2003, Lara Blanco Rothe me invitó a colaborar con el PNUD en la elaboración de los informes nacionales de Desarrollo Humano. Participé como consultor en dos de esos informes y luego en otros proyectos e investigaciones de esa organización.
Fue para uno de estos informes que me pidieron por primera vez que elaborara dos “historias de vida” como complemento y contrapunto de una encuesta nacional sobre el tema de la inseguridad y la violencia ciudadana. Jamás había hecho nada parecido y tenía solo una idea vaga de lo que significaba, pero necesitaba el trabajo y tenía experiencia en conducir entrevistas por mi trayectoria previa en el campo audiovisual, de modo que investigué un poco sobre el asunto y acepté sin chistar.
La primera de esas historias (o relatos) de vida fue la de un joven exconvicto que de niño había sido miembro de las bandas de asaltantes o “chapulines” que en los años 90 aterrorizaron a los habitantes de San José. He olvidado muchos detalles de su historia, pero no el horror y la violencia que sufrió de niño como resultado de la miseria familiar y del alcoholismo de su padrastro, hasta ser expulsado del hogar y terminar viviendo en las calles. Recuerdo también su tenaz esfuerzo por rehabilitarse y encontrar un sitio en la sociedad que le había dado la espalda desde niño. La otra historia debía abordar el tema de la violencia doméstica. Alguien facilitó el contacto de una mujer de mediana edad que vivía en una barriada popular en las cercanías de San Antonio de Belén. De su historia, lo que retengo y llenó de perplejidad al equipo investigador es que, en medio de una relación sentimental violenta, quien terminaba propinando las palizas era ella, mucho más corpulenta que su hombre.
Con el joven sostuve un par de entrevistas en lugares públicos de San José ‒una soda y un parque, si mal no recuerdo‒, pues una oficina resultaba a todas luces un sitio inapropiado y él alquilaba un dormitorio en una casa de familia que no reunía las condiciones de privacidad. A la mujer sí pude entrevistarla en su casa. Grabé las conversaciones y, luego de transcribirlas, las edité hasta convertirlas en un relato donde mi presencia había desaparecido y quedaba solamente la voz y la palabra de ellos.
Yo había tenido contacto y mantenido relaciones circunstanciales con personas de sectores populares y marginales, pero salvo en la literatura, no había tenido la posibilidad de asomarme a la historia completa de alguien. Lo que me relataron estas personas estaba desprovisto de todo artificio retórico y de cualquier intención estética o política, y revelaba con sencillez y claridad sus circunstancias familiares y sociales, el desarrollo de sus vidas y ese pequeño pero innegable resquicio de libertad que tenemos los seres humanos para maniobrar y elegir en medio de donde nos colocó la vida. Fue una experiencia reveladora y perturbadora en muchos sentidos, pero entonces estaba lejos de imaginar la profundidad de su alcance y las puertas que abriría para mi comprensión de la vida y para mi concepción de la literatura.
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El informe del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) sobre violencia e inseguridad ciudadana en Costa Rica se publicó en 2005. Las dos historias de vida que elaboré aparecen ahí bajo los nombres ficticios de Mauren y Rafael. Ambas me impresionaron, pero sobre todo la de Rafael, que puede resumirse como el doloroso viaje sin retorno de un niño hacia la perversión y el crimen y su desesperado intento por recuperar los límites, es decir, las nociones elementales del bien y del mal indispensables para vivir en sociedad.
El papel de los adultos que lo rodeaban cuando niño fue determinante en su camino. De un lado su padrastro lo agredía brutalmente, del otro, estaba la indiferencia o la incapacidad de su madre para protegerlo; más aún, su complicidad con el padrastro y con un allegado a la familia que desde los 7 años comenzó a abusar sexualmente de él, primero solo, luego en compañía de otros adultos. A cambio entregaba alimentos a su madre, quien parecía no percatarse de lo que ocurría y una y otra vez empujó a Rafael en brazos del tío, como llamaban familiarmente al pervertido. Cuando lo entrevisté, casi dos décadas después, la duda de si su madre hacía esto con conocimiento de causa todavía atormentaba a Rafael.
Con la perspectiva de los años y la claridad de quien ha reflexionado sobre lo vivido con ayuda profesional, Rafael relata sus dificultades de entonces para comprender y verbalizar lo que ocurría; el odio que afloró y se adueñó de su espíritu; el consumo de estupefaciente y narcóticos para adormecer su dolor y ayudarlo a sobrellevar su miseria; su encuentro en las calles con otros niños y jóvenes con experiencias similares a la suya; su identificación progresiva con ellos hasta pasar a considerarlos su verdadera familia; los valores que se transmitían y regían en el submundo de la criminalidad. Todavía era menor de edad cuando se vio involucrado en el primero de los dos homicidios que lo llevarían al reformatorio, luego de haber pasado por el hospicio de huérfanos. Más adelante conocería también la prisión… En fin, la trayectoria completa de un niño, un joven y un adulto institucionalizado. Omito en este rápido recuento numerosos detalles estremecedores y significativos de su relato.
La historia de Rafael, particularmente todo lo relativo al abuso sexual que sufrió cuando niño y cuán dramáticamente esto torció su camino, continuó rondándome durante varios años. Después de nuestras entrevistas formales, Rafael me telefoneó un par de veces para juntarnos a tomar un café. Siempre lo encontré ansioso y atormentado, como si caminara al borde de un precipicio.
Al finalizar la primera década del siglo emprendí un proyecto literario que venía madurando desde algunos años atrás. Con los recursos de la ficción me proponía ensayar una gran panorámica de la sociedad costarricense de inicios de este siglo, luego de los escándalos de corrupción de los expresidentes y cuando ya era evidente que el modelo económico y el sistema político e institucional que tomó forma tras la Guerra Civil de 1948 colapsaba y nos adentrábamos en terreno desconocido. Así nació la novela En la oscurana, publicada en 2012 por Ediciones Lanzallamas.
En sus páginas, una joven periodista de la revista Semana llamada Sylvia Morán debe realizar una investigación sobre la crisis del sector turístico como consecuencia del aumento de la criminalidad en el país; el asesinato de una joven holandesa en una playa de Guanacaste algunos meses atrás ha recibido amplia difusión internacional y Sylvia enfoca su investigación en ese caso. Tras entrevistarse en la prisión juvenil con Miguel Cárdenas, uno de los presuntos responsables del crimen, descubre una pista que la conducirá a una red de pederastia y abuso de menores en la que participa un prominente finquero de Cañas, de la que Miguel fue víctima en su niñez. Apenas es necesario decir que la historia de Miguel está directamente inspirada en la de Rafael. Por lo demás, esta historia terminará imbricándose con la de un incipiente movimiento independentista que ha surgido en Guanacaste, y así ficción y realidad, realidad y ficción, terminan retroalimentándose, como ocurre siempre en la literatura.
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Antes que ninguna organización me buscara para elaborar relatos de vida, desde luego yo conocía la historia de algunas personas: la mía propia, para empezar, pero también ‒fragmentariamente‒ la de algunos familiares, amigos, amigas y exparejas. En términos generales se trataba de personas con una condición similar a la mía; tras algunas conversaciones sostenidas sin otro propósito que el de generar confianza y conocernos más a fondo, uno termina haciéndose una idea aproximada de aquellas vidas.
También había leído muchas historias de personajes de ficción y algunos relatos biográficos y autobiográficos, aunque memorias y autobiografías no han sido mis géneros favoritos. En mi adolescencia devoré una biografía novelada de Hernán Cortés que me impresionó mucho, así como también el ejemplar de Los hijos de Sánchez que había en la biblioteca familiar. Muchos años después supe que desde la antropología esta obra es considerada un clásico de las “historias de vida”. Algunos años más tarde leí también las memorias de Neruda y las de Mario Sancho, y en mi época universitaria compré las Autobiografías Campesinas publicadas por la Universidad Nacional; no leí los cuatro volúmenes de un tirón, pero de vez en cuándo abría alguno y me asomaba a aquellos testimonios conmovedores, a menudo ingenuos y salpicados con los peores lugares comunes de lo supuestamente “literario”. Todavía me estremece el relato de una mujer mayor, no preciso ahora oriunda de dónde, que tras evocar en pocas páginas los principales pasajes de su niñez, termina abruptamente su autobiografía con estas sencillas palabras: “…y entonces me casé”.
Que recuerde, la única ocasión en que una persona relativamente desconocida me relató su vida fue a finales de los años 80, en Montezuma de Puntarenas. Yo había empezado a visitar esa playa algunos años antes y desde los primeros viajes conocí a doña Karen Mogensen, menudita y sonriente y a su pesar envuelta en la leyenda de su vida ermitaña y por haber impulsado junto con su marido, Nicolás Wessberg, la creación de la Reserva Biológica Absoluta de Cabo Blanco, la primera del país. Rondaría entonces los 60 años, algo menos de mi edad actual. En aquella época yo ya había publicado algunos libros y entre quienes frecuentaban la zona corría el rumor de que era “un escritor”.
En cierta ocasión, sin que viniera al caso, doña Karen comenzó a relatarme su vida con bastante detalle, al menos desde que ella y su esposo decidieron abandonar Europa y, tras visitar Ecuador y otros países de Centroamérica, recalaron en Costa Rica. Con vívidos detalles me refirió el sueño que tuvo la noche antes de su llegada a Montezuma, a la postre decisivo para que decidieran establecerse ahí. Concluida la conversación, me pregunté por qué doña Karen me contaba aquello; la única razón plausible que encontré era que deseaba que lo escribiera. Anoté en un cuaderno todo lo que pude recordar de nuestra conversación, pero nunca llegué a hacer algo con eso.
Ya bien entrado este siglo ‒tal vez en 2010 o 2012‒ conocí por medio de Anacristina Rossi a Lola Pereira Varela, una gallega residente en Santa Teresa de Cóbano que llevaba años investigando sobre la vida de doña Karen y Nicolás para escribir un libro. Lola no llegó a conocerlos, pero había entrevistado a decenas de personas que sí lo hicimos, y por mi parte le ofrecí los apuntes que conservaba de mi conversación con doña Karen un cuarto de siglo atrás. Según me contaría Lola después, los apuntes que le facilité fueron un aliciente para por fin sentarse a escribir su libro, publicado en 2016 por la EUNED con el título de Mensajeros del futuro.
Así pues, como nos ocurre a la mayoría, antes de que me buscaran para elaborar relatos o historias de vida, mi conocimiento de la existencia humana se limitaba a lo que yo mismo había vivido, a lo que había escuchado de familiares, parejas y amigos, y a lo que había leído. Junto con mi imaginación y mi capacidad de observación, esas eran las únicas herramientas con que contaba para inventar historias y escribir mis libros.
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Como parte de otra investigación sobre inseguridad y violencia ciudadana que realizó el PNUD en esos años, se requería ilustrar sus efectos en la vida de las personas mediante un “estudio de caso”. Tras considerar varias alternativas, los integrantes del equipo de trabajo recordamos un hecho que recibió mucha atención mediática. Se trataba de un chiquillo de 10 u 11 años de edad, habitante de una barriada al sureste de San José, que quedó parapléjico tras recibir un disparo. Lo más espeluznante eran las circunstancias en que sucedió esto: los güilas del barrio jugaban fútbol en el baldío habitual; como otras veces, la pelota fue a dar al patio de un vecino acomodado que mucho les había advertido de no entrar en su propiedad. No recuerdo si rifaron a la suerte quién debía ir por el balón, pero lo hizo él. El propietario acechaba armado con una escopeta acompañado por su hijo, un chiquillo menor que la víctima. Cuando el intruso se supo descubierto huyó aterrorizado, lo que no impidió que el hombre le dispara mientras intentaba salvar la cerca limítrofe de la propiedad. El responsable huyó del país poco después y el proceso judicial estaba empantanado desde hacía muchos años en el limbo.
Cuando visité a la víctima en una barriada popular en San Diego de La Unión, al pie de los cerros de La Carpintera, habían pasado casi veinte años desde aquel hecho atroz. Me recibió el joven en silla de ruedas, ya muy avanzado en sus veintes, delgado, ojeroso y huraño. Lo acompañaba su hermano algunos años menor. Vivían en una casa de interés social, si no recuerdo mal donada por la Junta de Protección Social de San José. Todo estaba sucio y ruinoso, incluyendo un carro destartalado en la cochera, comprado años atrás para que su padre trabajara como taxista-pirata, me informaron después.
Según me relató el joven esa tarde, la de ellos fue una familia normal de clase trabajadora, con sus altos y sus bajos, hasta aquel día funesto. Ese evento, ese único evento, destrozó para siempre la vida de todos, también la de su agresor y sus familiares, admitió. Tras el hecho, su padre se dio a la bebida y su madre se refugió en la fe cristiana, mientras los niños intentaban retomar su vida escolar. Al final los padres se separaron y él había terminado de crecer al cuidado de una congregación de monjas. Recibió muchas ayudas de todo tipo, especialmente de una fundación basada en Estados Unidos presidida por el actor Cristopher Reeve, famoso por sus interpretaciones de Supermán, tetrapléjico tras sufrir un accidente hípico. Esa fundación lo había escogido para financiarle una costosa cirugía que quizás le devolvería parte de su movilidad, pero esa esperanza se había desvanecido tras la muerte de Reeve, pocos años atrás. Lo que vino después fue peor: dependencia absoluta de las ayudas públicas y privadas, consumo de drogas y aferrarse a la esperanza de que la familia del victimario accediera a una conciliación que supondría una indemnización millonaria. Solo eso esperaban ahora los hermanos, también el padre que, como ellos, vivía de las ayudas que recibía el muchacho. Entiendo que algunos años después la conciliación se concretó.
De cuanto escuché esa tarde recuerdo detalles muy precisos. Por ejemplo, que después de recibir el disparo y justo antes de perder el conocimiento, el niño oyó que la esposa del hombre llegaba hasta donde él y le gritaba a su marido si se había vuelto loco. Más alucinante aún: tras recibir el disparo, el niño permaneció en coma durante varias semanas. Recobró intempestivamente el conocimiento mientras el edificio Hospital de Niños se sacudía como si fuera a derrumbarse durante el terremoto de Limón.
Desde la tarde de nuestra conversación pensé que algún día escribiría algo a partir de esta historia, además del “estudio de caso” que alimentó el informe de la investigación. Durante años conservé la cinta en que registré nuestra conversación y de vez en cuando la escuchaba. Sentía que a esto debía darle la forma de una pieza teatral, pero no había escrito ninguna.
Algunos años después la fortuna me hizo parte del proyecto editorial Tinta en Serie, patrocinado por Irene Solera y dedicado exclusivamente a la publicación de obras teatrales. Bajo su alero me animé por fin a incursionar en el género dramático, y un día de tantos, ya en la segunda década de este siglo, escribí una obra basada en esta historia. La pieza se titula El día que murió Supermán y fue publicada en 2015 junto a otra obra de mi autoría por el sello que patrocinó Irene hasta poco antes de su muerte, en 2023.
El tiempo, paciente tejedor, urde con nuestras vidas tramas sorprendentes de las que somos partícipes, a menudo sin saberlo. Ahora mismo está sucediendo esto. Y quizás algún día esa obra se represente.
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A menos que esté desesperado, nadie en su sano juicio le relata de un tirón su vida a un desconocido, pero quienes acceden a participar en proyectos de este tipo generalmente no están desesperados ni han perdido el juicio. ¿Por qué hacerlo, entonces? Casi siempre los relatos o historias de vida se enmarcan dentro de iniciativas que persiguen un propósito, una finalidad: ahondar en el conocimiento de un fenómeno; difundir la importancia o la naturaleza de algo; revelar un problema, una situación o una condición particular… Mi historia está ahí para ejemplificar o ilustrar algo.
Creo que hay también otra razón más personal, menos consciente, y es que, al desplegar mi historia ante otros, de alguna forma “me explico” o “me justifico”: esto soy porque esto he sido. Por lo demás, no descarto que en algunos casos asome la vanidad ‒somos humanos‒, pero dudo mucho que sea lo determinante ni, en cualquier caso, que esta se vea satisfecha.
Una cosa está clara: al relatarle mi vida a un desconocido (casi siempre para ser difundida por algún medio) estoy entregando algo “íntimo” o “privado” y renunciando a conservarlo para mí mismo y el círculo de mis allegados. Algunas personas interpretan esto como una transacción: yo te doy y tú me das.
En ciertas ocasiones me han planteado el espinoso asunto del dinero. Sin excepción, las organizaciones públicas y privadas que acuerpan estas investigaciones tienen por norma no entregar dinero a cambio de la información, lo que puede ser éticamente irreprochable, pero andá a explicarle esto a esa prostituta que acaba de concederte tres horas de su tiempo y luego te dice que la despensa de su casa está vacía y sus hijos llegan a casa en veinte minutos. Esto puede llevar a malabarismos éticos que seguramente no aprobaría ningún comité de investigación, aunque después avalen los resultados.
Ahora bien, una cosa es acceder a contarle tu vida a alguien y otra muy distinta verte en el trance de hacerlo. En la década de los 90 acudí durante cinco o seis años a una psicoterapia, por ello sé lo difícil que puede ser poner en palabras lo que hemos vivido (o creemos haber vivido), articularlo como relato y tratar de encontrarle un sentido. Nuestra percepción de la propia vida es fragmentaria y está construida con situaciones inconexas, como un archipiélago de certezas y suposiciones en medio de un océano de olvidos, cosas jamás dichas o desconocidas. Tratar de unirlas, tender los puentes necesarios para conectar, aunque sea frágilmente, estas islas o fragmentos, requiere de decisión, tiempo y a menudo de coraje, pues supone renunciar a creencias arraigadas y aventurarnos a lo desconocido.
Esto es exigente en cualquier caso, pero hacerlo con una persona que conociste hace apenas diez minutos, ante una grabadora de voz y en una conversación que durará cuando mucho un par de horas, es más que retador, es un auténtico desafío: exige vencer muchos límites ‒antes que ninguno el pudor‒, evocar (o eludir) recuerdos dolorosos de distinto tipo y, probablemente, confrontarte con tu ignorancia de muchas circunstancias importantes de tu vida y, a menudo, de los resortes que te impulsaron a tomar ciertas decisiones.
Además, está de por medio tu imagen social (es decir, pública) y el vasto universo de los sentimientos y las motivaciones inconfesables: odios, rencores, envidias, venganzas y un largo etcétera. Aunque el entrevistado tiene el control y decide cuán hondo o cuán lejos quiere avanzar por determinado camino, cabe siempre la posibilidad de sufrir un traspié o de tomar la ruta equivocada.
Por eso el papel del entrevistador es decisivo: alguien abre (o entreabre) para vos el libro de su vida ‒incluyendo sus páginas borrosas y sus renglones torcidos‒, de ahí que lo principal es no juzgar ni interpretar, aunque durante la conversación surjan siempre paralelismos con lo que has vivido. La escucha amable y atenta ‒escucha activa, creo que la llaman ahora‒, el interés genuino, el silencioso diálogo de las miradas, la comprensión intuitiva de la sintaxis o el flujo de la conversación, resultan determinantes.
En varias ocasiones me ha sucedido que la evocación de pasajes traumáticos o dolorosos derive en una catarsis o una descompensación emocional. Conozco el estado de fragilidad que implican esos estados y sé de su enorme potencial transformador. Por experiencia sé también que nadie necesita compasión ni lástima en estas circunstancias, basta que su dolor sea reconocido y acogido como tal. Espero en esas oportunidades haber sido capaz de acoger y abrazar tanta humanidad palpitante.