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Historias de vida, 2. De la agricultura de subsistencia al turismo junto al costarricense río Savegre. La vida dura de Cristina Caamaño

Miembros de los Covirenas (Comités de vigilancia de los recursos naturales) de Osa. Fuente: Facebook

En 1996 el huracán César azotó el istmo centroamericano y el sur de México, pero su mayor impacto se produjo en Costa Rica, donde numerosos ríos de las cuencas del Pacífico Central y del Pacífico Sur se salieron de madre arrasando casas en varios pueblos y caseríos; se perdieron 34 vidas humanas, centenares de cabezas de ganado y miles de hectáreas de cultivos.

Tras el evento, las autoridades nacionales y locales formularon proyectos de prevención y mitigación de desastres en las zonas más afectadas; uno de ellos, financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional, se focalizaba en la cuenca del Río Savegre, desde sus nacientes en el macizo del Cerro de la Muerte, hasta su desembocadura en el Pacífico, algunos kilómetros al sureste de Puerto Quepos.

El proyecto se desarrolló entre 1998 y 2004. Ese año, cuando la etapa de ejecución llegaba a su fin, la AECID resolvió publicar una serie de crónicas sobre los proyectos que financiaba en distintos países de Latinoamérica en el marco del programa Araucaria XXI. El proyecto del Río Savegre era uno de ellos.

Jesús Oyamburu había sido director del Centro Cultural de España en Costa Rica en los años 90 y en esa condición nos conocimos y tratamos; luego, él pasó al área de cooperación técnica y en ese momento era el coordinador general del proyecto del Río Savegre y, por tanto, el responsable de contratar a quienes debían realizar la crónica solicitada desde Madrid. Me telefoneó para preguntarme si me interesaría realizar el trabajo y acepté. Como fotógrafa, Jesús contrató a Roxana Nagygeller, vieja amiga con quien me unía la complicidad de inconfesables travesuras juveniles.

La principal fuente de información para realizar nuestro trabajo sería una caminata de varios días en la que recorreríamos gran parte de la cuenca del Savegre. La travesía iniciaría en el pequeño pueblo de Providencia de Dota, a 2000 metros sobre el nivel del mar, seguiríamos el curso del río en su descenso de las montañas hasta los pequeños caseríos de la cuenca media, para alcanzar después las tierras llanas donde hoy proliferan plantaciones de palma aceitera y concluir en la desembocadura misma del río. Además de Jesús, nos acompañarían como baqueanos los hermanos Santiago y Rafael Parra, nativos de la zona que habían hecho ese recorrido otras veces con pequeños grupos de turistas.

Para Jesús, para Roxana y para mí, que ni de lejos estábamos habituados a caminatas tan exigentes como aquella, la experiencia nos llevó al límite de las fuerzas. Durante cuatro días recorrimos esos remotos parajes, incluyendo algunos de los últimos “terrenos nacionales” que todavía existían en el país y que poco después pasarían a formar parte del nuevo Parque Nacional Los Quetzales.

Recuerdo que en alguno de los senderos por los que transitábamos encontramos “huellas de tigre” (jaguar) y la emoción que me produjo esto, así como también la sensación ominosa que me embargaba a la caída de la noche si nos encontrábamos en la espesura del bosque. Ahí conocí el terror mítico a la oscuridad del que tratan muchos cuentos populares (e infantiles) del mundo entero: no solamente es imposible ver lo que acecha allá afuera, es más bien que no deseamos descubrirlo, pues ahí se esconde lo insondable y lo desconocido, fuente de todos nuestros pavores.

En el trayecto fotografiamos y entrevistamos a muchos habitantes de los caseríos y los pueblos de la cuenca. Aunque no se trataba propiamente de “historias de vida”, por sus testimonios nos formamos una idea general de quiénes, cómo y cuándo habían colonizado esa región del país.

El caso de Efraín Chacón, propietario del Hotel Savegre en San Gerardo de Dota, resultaba emblemático: exploradores primero y colonos después en los años 50 del siglo pasado, él y su hermano Federico habían empezado por “botar montaña” como todos en la época, para dedicarse luego a la agricultura de subsistencia. Más adelante, en los años 70, Efraín entrevió el potencial turístico de la zona, sobre todo para el turismo especializado en la observación de aves, y abrió unas cabinas rústicas que con el tiempo se convirtieron en el exitoso hotel de montaña que era entonces.

Nuestros guías eran otro ejemplo. Descendientes de indígenas güetares originarios de El Alto de Quitirrisí de Mora, sus abuelos habían migrado a la zona de Parrita en la década de los años 30 del siglo pasado donde denunciaron una finca. Ahí nació y creció su padre; cuando le llegó el turno de independizarse y fundar familia, él también se adentró en las montañas para denunciar la posesión de tierras incultas. Así llegó a un sitio llamado Piedras Blancas, en la cuenca media del río Savegre, donde crecieron Santiago y Rafael. Al envejecer, el padre vendió parte de sus tierras y repartió lo demás entre sus hijos. Ahora Santiago y Rafael se dedicaban al turismo de aventuras guiando caminatas como la nuestra; además, Santiago y su esposa habían levantado un rústico albergue de montaña para turistas en un caserío llamado San Isidro, en las faldas del Cerro Nara.

Otro caso ilustrativo era el de don Ormidas López, propietario de una finca en esa misma comunidad de Piedras Blancas. Junto con su esposa Flor y sus 18 hijos, se había dedicado durante décadas al cultivo de caña de azúcar, frijoles, hortalizas, frutales, etcétera hasta hace pocos años atrás, cuando empezaron a recibir grupos de colegiales de los Estados Unidos. Los chicos eran enviados por sus padres a una “escuela de aventuras” que tenía mucho de correctivo disciplinario. Desde entonces, algunos hijos de don Ormidas se habían metido de lleno al negocio turístico y dirigían tours de kayakismo en las aguas del Savegre, con fama de ser las menos contaminadas de Centroamérica.

Las historias de los habitantes de la cuenca reflejaban el dramático viraje de las comunidades rurales de Costa Rica a partir de los años 80 del siglo XX, luego de que la agricultura y comercialización de granos básicos dejara de ser viable como base de la economía familiar campesina, tras la apertura y liberalización de los mercados. También dejaban entrever los profundos cambios en las costumbres y las mentalidades asociados al crecimiento del turismo como alternativa económica, que las tecnologías digitales después profundizarían.

Aficionado a la arqueología durante mi adolescencia, pensé que lo que estaba viendo equivalía a atestiguar el nacimiento de una nueva capa en la estratigrafía, no geológica ni arqueológica, sino de la cultura y las mentalidades, en una región geográfica específica. Además, de la misma forma en que una capa comenzaba a formarse y una desaparecía, sin duda otras más yacían sepultadas bajo la espesa tierra.

*    *    *

Todo en mi vida ha sido “with a little help from my friends”, y a finales del año 2006 otra amiga, María Sáenz, me recomendó con The Nature Conservancy, una organización no gubernamental ambientalista de carácter internacional, para realizar un conjunto de historias de vida de personas de la Zona Sur del país. Nora Galeano, responsable de la iniciativa, me explicó que se trataba de recoger y publicar en forma de libro las historias de vida de hombres y mujeres que desde los llamados “comités de vigilancia de los recursos naturales” (covirenas) participaban o habían participado en las luchas ambientalistas en la región. Como primera tarea me informé acerca de los covirenas, una figura promovida por el Ministerio del Ambiente y Energía de Costa Rica a principios de la década de los 90 en las comunidades rurales del país, con la finalidad de dignificar y proporcionar recursos a sus habitantes como auxiliares ad honorem para hacer valer la legislación ambiental.

Nora me puso en contacto con Marcos Castro, director de Asocovirenas de Osa, una asociación que agrupaba a 13 de estos comités en el llamado Sur-Sur del país, es decir, la región comprendida entre la desembocadura del río Grande de Térraba y la frontera con Panamá, sobre la vertiente del Pacífico. Esta organización era la contraparte local de quienes me contrataban y la gestora de la iniciativa.

Tras pedir recomendaciones a varios amigos, contraté como fotógrafo a Alex Rojo Arias y organizamos la gira de trabajo para el mes de abril de 2007. Hasta entonces yo no había ido mucho más al sur de San Isidro de Pérez Zeledón y nunca había estado en la Península de Osa, en Golfito ni en la antigua zona bananera del Pacífico Sur de Costa Rica. Según la agenda que definimos con Marcos Castro, serían 15 entrevistas en total y deberíamos realizar dos cada día ‒una por la mañana y otra por la tarde‒, además de desplazarnos entre las comunidades de la zona, a menudo distantes entre sí.

Salimos un domingo muy temprano y esa misma tarde nos reunimos con Marcos en las oficinas de Asocovirenas, en Río Claro de Golfito. Diligente y organizado, él tenía preparada la lista de personas a entrevistar, las comunidades donde vivían, su teléfono y la dirección de sus casas, así como el día y la hora en que nos esperaban.

La historia de Marcos en algunos sentidos era ilustrativa de la de otros habitantes de la zona. Sus abuelos maternos y paternos llegaron a La Gamba de Golfito en la década de 1940 procedentes de otras regiones del país, atraídos por los trabajos de la Compañía Bananera. A diferencia de la mayoría, ahí lograron denunciar terrenos y adueñarse de ellos, de modo que en su nueva tierra siguieron reproduciendo en alguna medida la forma de vida campesina basada en la agricultura y la ganadería de subsistencia.

Cuando Marcos era un niño, su familia inmediata debió trasladarse a Palmar Sur, donde su padrastro se empleó como trabajador bananero. Ahí su madre, primero, y después su padrastro, entran en contacto con los sindicatos y se afilian como militantes del Partido Vanguardia Popular. Pronto Marcos se convierte en un joven dirigente comunista y en esa condición participa en el gobierno estudiantil de su liceo, primero, luego en varias huelgas de trabajadores y en diversas labores de apoyo a los sindicatos. Al concluir la secundaria, el Partido lo envía a Moscú para formarse en la escuela de cuadros del Partido Comunista de la Unión Soviética. A su regreso, la guerra de la Contra en Nicaragua está en su apogeo y Marcos se enrola en una brigada de voluntarios costarricenses que va a apoyar al ejército sandinista. Poco después de su regreso al país, sobreviene la catástrofe que significó el cese de operaciones de la Compañía Bananera en la Zona Sur en 1984; pocos años más tarde sobrevendrá el colapso y disolución de la Unión Soviética y la división y virtual desaparición del Partido Vanguardia Popular en Costa Rica.

Marcos se vincula entonces con los emergentes movimientos ambientalistas (o más bien, socio-ambientalistas), muy particularmente a través de la lucha contra el establecimiento de plantaciones de melina (Gmelina arborea) en la península de Osa por parte de la compañía norteamericana Stone Forestal, uno de los más importantes hitos en las luchas ambientalistas recientes en el país. De esta forma, el antiguo dirigente de las juventudes comunistas se convierte en un dirigente ambientalista sin renunciar a su compromiso social.

La mediación de Marcos, líder nato y respetado en la región, fue decisiva para que aquellas personas accedieran a relatarnos su vida y a permitir que los grabáramos y los fotografiáramos mientras lo hacían.

Hasta ese momento me sobraban los dedos de una mano para enumerar las historias de vida que había realizado; ahora debía realizar quince entrevistas en el lapso de una semana, poco más o menos, y trabajaría en ellas durante los siguientes meses.

 

Cristina Caamaño

Mi niñez aquí en Playa Blanca fue dura porque sufría de asma y era muy delgada. Cuando me daban ahogos me metía en el mar y eso me aliviaba un poco. Ya de 10, 11 años, me vino la menstruación; nadie me dijo qué era y yo creí que me había cortado en el mar, pero no sabía cómo. Mis papás no me mandaron a la escuela porque pensaban que eso llevaba a las mujeres a la prostitución. Yo solita aprendí a dibujar las letras copiándolas de los periódicos donde envolvían el jabón y el dulce. Podía escribir, pero no leer. También hacía los números y contaba, pero no sabía qué cantidad.

A los quince años me jalé torta con un muchacho, pero él se fue, me dejó, y el chiquito se lo llevó la mamá de él. Después apareció otro muchacho, un nicaragüense que trabajaba como chapulinero. No sé cómo llegó aquí ni sé qué le vi, de seguro lo encontré muy atractivo. Él es el papá de mis otros siete hijos. Con él viví un infierno durante catorce años, perdí toda mi juventud ahí.

Al principio él tenía una casa, una finca, pero tomaba guaro por galones y terminó vendiéndola. Lo que más recuerdo es que yo siempre andaba embarazada porque él no me dejaba planificar; decía que así no podía darle vuelta. Me pegaba mucho. Entonces yo usaba el pelo largo; él me agarraba de ahí y me revoleaba, por eso ahora siempre lo llevo corto. En veces me amarraba para tener relaciones sexuales porque yo no quería. Todavía tengo aquí señas de cuando me cortó con un machete porque yo me iba a ir, y a los hijos los apretaba del cuello para que no dijeran nada. Si por acaso llegaba alguien donde nosotros, teníamos que meternos debajo de las camas y sólo él hablaba con la visita. ¿Cómo pude sobrevivir 14 años así? ¿Cómo no fui capaz de decirle a alguien que me ayudara? En aquellos entonces yo me decía: “y si me voy, ¿qué hago?”.

Logré huir de él un 29 de febrero, pero del año no me acuerdo. Una amiga nombrada María Félix me llevó a Cañaza, a la casa de otra amiga nombrada Susana Siles. Me traje a los siete hijos, nos vinimos sin nada. Ahí llegó el hombre a buscarme, pero yo me escondí dentro de un estañón. No sé cuánto tiempo estuve metida ahí. Él rebuscó por toda la casa, pero jamás imaginó donde estaba. Cuando salí, me juré que nunca iba a volver a lo que había vivido.

Me fui para Golfito donde trabajé como cocinera en una soda, primero; luego en la casa de una maestra que me recibió con todos mis hijos…, pero en Golfito siempre andaba con miedo de que él apareciera. Entonces me fui para Puntarenas donde un médico que me dijo que me fuera para estar con él. Me llevé a los cuatro más pequeños, los otros se quedaron con la abuela. Me fui para tantear, pero ya allá, no lo acepté. He despreciado a muchos hombres por lo que viví, porque eso siempre vuelve.

Cinco años me quedé en Puntarenas, luego regresé a Playa Blanca. Un señor me pidió que le cuidara esta casa y no volvió. Yo nunca he dicho que esto es mío, pero si algún día él aparece, lo que pido es que me reconozca el trabajo de estos 23 años y el mantenimiento que le he dado a la propiedad. Ya aquí, el resto de los hijos volvieron a vivir conmigo.

En esa época había una gente sacando madera y me buscaron para que les cocinara. Eran como cuarenta personas que atendía sola; me levantaba a las tres de la mañana para hacerles el desayuno. Después me buscaron de una cantina para que hiciera las bocas, pero una hermana me dijo que eso era muy feo para mis hijos.

Un día vino a buscarme un señor para preguntarme si podía trabajar como cocinera de la Fundación Neotrópica. “Va a trabajar con grupos de extranjeros”, me explicó. Yo dije nada más: “Jesucristo, acompáñame, te lo dejo todo a Ti, Tú te encargas de hacer todo lo que yo tengo que hacer”. Ahí empecé como pude; luego, ellos me mandaron a hacer cursos de cocina institucional, de cocina internacional, de cocina criolla. En Neotrópica tuvimos también un curso de género, y cuando salía de mi trabajo, me sentaba a escuchar a las mujeres que llegaban y a ciertos grupos que iban a hablar sobre la naturaleza. Nueve años trabajé en esa fundación; para la época de los atentados de las Torre Gemelas, me liquidaron. Se me vino el mundo encima: ¿qué hago ahora?, ¿cómo puedo seguir dándole los estudios y la alimentación a mis hijos?

Empecé a cobrarle a la gente mil colones por acampar en el patio de la casa. Construí un servicio sanitario y una ducha, y si me piden, les doy comida totalmente criolla. Así terminé de sacar adelante a mis hijos. Todos han estudiado al menos la secundaria, también las mujeres. Ahora, uno es educador ambiental y otro está estudiando ingeniería genética en Guanacaste. Varias de mis hijas se casaron y ya tienen hijos. Solo me quedan los menores que están terminando el colegio.

Hace algunos años, un grupo de vecinos sentimos la necesidad de organizarnos porque veíamos el deterioro de los manglares: se cortaban árboles y se echaban trasmallos, salían muchos delfines muertos, muchas tortugas. Formamos una asociación a la que llamamos Asomangle. Por el momento estamos muy enfocados en la protección del pez aguja. Cuatro días después de la luna llena salen a desovar, aquí en el Golfo Dulce, los peces-aguja. Son grandes arribadas durante cuatro noches seguidas, es algo digno de verse.

Esas noches, a veces me recuerdo de mi infancia aquí en La Palma, como si los peces trajeran mis recuerdos. En esos entonces, a mediados de los años 50, principios de los 60, las familias más unidas éramos los Barroso, los Franceschi, los Quintero, los Caamaño, los Santamaría, los Zamudio, los Pinzones… Casi todas habían venido de Panamá, igual que mis abuelos maternos que entraron por Salsipuedes y llegaron a La Palma, donde compraron 30 hectáreas por 60 colones.

Cada familia tenía sus siembras de yuca, tiquizque, plátano, naranja, sandía, piña… Nadie compraba nada. En las casas se hacía un tabanco donde se metía el arroz, los frijoles y el maíz. A veces la producción se sacaba en bote a Golfito, a remo o a vela. Los diciembres se mataban dos cerdos y se bailaba con tambores desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana. El abuelo hacía un tambor y ese sonsito lo bailaban todos. Me devuelvo a esas épocas y de repente me entran ganas de bailar… Me costó mucho salir del hueco y no voy a volver ahí.

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Las historias de vida de los miembros de los comités de vigilancia de los recursos naturales de la Zona Sur fueron para mí un aprendizaje intensivo. Por más que Marcos Castro les hubiese explicado a los entrevistados la finalidad del trabajo y cómo se desarrollaría este, siempre era necesario repasarlo antes de iniciar la conversación, así como dedicar un rato a romper el hielo y a elegir el sitio más adecuado para realizar la entrevista.

Puesto que teníamos que completar dos entrevistas cada día y desplazarnos entre las comunidades de la zona, existía la presión del tiempo, pero no se puede interrumpir ni apresurar a alguien que está contándote su vida, a menudo evocando pasajes dolorosos o traumáticos. Tampoco se puede salir pitando cuando concluye la entrevista, se impone generar una atmósfera cordial de cierre y despedida.

Conforme avanzaba con el trabajo me convencía de que por diferentes que fueran las circunstancias y las trayectorias de las personas, sus vidas estaban ritmadas por las etapas del ciclo vital: niñez, pubertad, juventud, adultez y vejez, eran la forma natural como todos organizaban la experiencia y, por tanto, sus relatos. En otras palabras, la estructura dramática de nuestra vida la dicta la biología, aunque el escenario lo determinen las condiciones históricas, familiares y personales que nos correspondieron. El contenido de la obra depende de nuestras decisiones en el camino.

Estas 15 historias o “relatos de vida” resultaron una inmersión en la historia reciente de la Zona Sur del país, hasta una o dos generaciones atrás. La mayoría de las personas que entrevisté descendían de migrantes de otras provincias, sobre todo guanacastecos, aunque también había descendientes de la migración chiricana (panameña) que desde finales del siglo XIX y principios del XX colonizó esa región del país. No faltaron tampoco personas que habían migrado en las últimas décadas desde el Valle Central, así como de otras naciones (un italiano, un salvadoreño) y un viejo y respetado líder indígena boruca residente en Yimba-Curré.

La gran mayoría eran personas de clase trabajadora, su único rasgo en común era el haberse vinculado en algún momento con las luchas ambientalistas libradas en la región; más allá de ello diferían en orígenes familiares, educación, formas de ganarse la vida, visiones de mundo, orientaciones políticas, proyectos a futuro, etcétera, como no podía ser de otra manera.

Algunos habían llegado a la Zona Sur siendo adultos, otros en su juventud y otros más habían nacido ahí luego de que sus padres o abuelos fueran a trabajar con la Compañía Bananera. Gran parte del movimiento migratorio que tuvo lugar en los años 40, 50 y 60 del siglo pasado se realizó en lanchas de cabotaje que partían de diversos puertos en la Península de Nicoya, llegaban a Puntarenas y de ahí de nuevo en otras lanchas hacia Puerto Cortés, desde donde viajaban en tren hacia Golfito y otros pueblos del gigantesco enclave bananero.

En los relatos de estas personas aparecían siempre las marcas de hechos históricos recientes que habían impactado sus vidas y las de sus familias, antes que ninguno, la catástrofe que representó para la región y sus habitantes el cese de las operaciones de la Compañía Bananera tras una larga huelga de trabajadores en 1984. Asimismo se registraban otros hechos relevantes, muchas veces relacionados con temas ambientales: la lucha contra la Stone Forestal, los movimientos contra la destrucción de los bosques por medio de amañados y corruptos “planes de manejo forestal” tramitados por las municipalidades de la región; explotaciones mineras a cargo de compañías foráneas; desarrollos agrícolas intensivos por cuenta de potentados extranjeros que un día de tantos se largaban tras haber convertido miles de hectáreas de bosque en tierras de cultivo, etcétera. Algo más difusos en los relatos y en la memoria colectiva se dibujaban acontecimientos como la creación del Parque Nacional Corcovado en la década de los años 70 y la Guerra Civil de 1948.

Me parece que hasta entonces yo no era plenamente consciente de la sutil pero profunda imbricación de nuestra historia personal con la historia colectiva, es decir, no terminaba de comprender que los seres humanos estamos determinados por hechos y procesos históricos o colectivos, pero también somos partícipes de ellos y contribuimos a modelarlos o darles forma, de la misma forma en que al asistir a un bello atardecer somos partícipes de él. Por el simple hecho de que nuestra vida se desarrolle en un lugar, hacemos parte de su historia.

 

Oldemar Araya

Vine a la península de Osa hace muchos años con otros jóvenes de diferentes lugares del país. Habíamos recibido enseñanzas secretas y soñaba convertirme en chamán capaz de volar como los pájaros. Enseguida comprendí que pronto no quedarían árboles en los cuales posarme, si algún día me convertía en guaco. Tuvimos que hacernos guerreros. A nadie deseo las hambres ni las chapaleadas en el barro que soportamos para resistir a la ambición de los terratenientes y a los embates de los madereros. (También mi tata fue maderero cuando yo era carajillo en La Rita de Pococí, por el lado de Tortuguero. Los chillidos de los monos al desplomarse los grandes cativos y el olor de su savia todavía agitan mis recuerdos…).

Aquí nos llamaron “panzas verdes” porque no comíamos carne y porque denunciábamos a los cazadores furtivos. Nada fue en balde. Hoy vivo del turismo en Los Planes de Drake, al lado de Corcovado. Cuando muera habrá árboles en cuyas ramas posarme, si llego a convertirme en pájaro.

 

Nota

Las historias de Cristina Caamaño y Oldemar Araya han sido tomadas y adaptadas del libro: Una historia con muchas historias, COVIRENAS en la Zona Sur de Costa Rica. ASOCOVIRENAS de Osa y The Nature Conservancy. Costa Rica, 2008. Editor: Rodrigo Soto.

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