Desde las primeras historias de vida que elaboré, los relatos de estas personas me abrieron un mundo (o muchos): por un lado, descubrí lo limitado y estrecho de mi conocimiento de la vida de las mujeres y hombres con quienes me cruzo a diario en las calles, en los parques, en los mercados y en los autobuses. Desde luego sabía y había leído mil veces eso de que cada persona es un mundo y tiene una historia que contar, todo consiste en descubrirla, etcétera. Como dice Césare Pavese en algún poema, “Cada tipo que pasa tiene un rostro y una historia”. Sabía esto en teoría, mil veces lo había leído, pero constatarlo en los hechos fue otra cosa.
Aspectos poco relevantes para la literatura que yo leía e intentaba cultivar cobraban enorme importancia, antes que ninguno, el trabajo, la lucha diaria por la subsistencia. En el trabajo o la actividad productiva que desempeñamos se juegan mil cosas, además del dinero necesario para vivir: prestigio y reconocimiento social, afinidades y antagonismos, ambiciones, lealtades, envidias y traiciones, satisfacción o insatisfacción personal… En fin, el amplio abanico de las virtudes, vicios y pasiones humanas, incluyendo desde luego la atracción, la seducción y el erotismo, se despliega ahí.
Luego de la llamada “literatura social” de mediados del siglo XX, el trabajo se ha desdibujado casi por completo en la literatura centroamericana (y sospecho que mundial), enfocada en otros aspectos de la existencia. Sin embargo, el trabajo y la familia eran las dimensiones más importantes en la vida de las personas que entrevistaba, donde esta cobraba o perdía sentido. En sus relatos, además, por medio del trabajo se revelaba el complejo entramado del poder social y su peso opresivo, pero no desde una perspectiva doctrinaria o ideológica, sino desde la opacidad con que lo vivimos una vez que lo hemos interiorizado como algo natural.
Fue impactante conocer de primera mano las vivencias de muchas mujeres acerca de las imposiciones y condicionamientos que habían experimentado desde niñas y, con dolorosa frecuencia, sobre la violencia machista que habían sufrido de jóvenes y adultas, en ocasiones con grados extremos de sadismo y crueldad. En ningún caso hubiera sido capaz de imaginar situaciones de este tipo ni mucho menos su frecuencia.
Otro aspecto que atrapó mi atención fue la movilidad geográfica de estas personas. Mientras yo había vivido fuera de San José apenas durante breves temporadas por razones de trabajo o de estudio, muchas de las personas que entrevisté se desplazaban constantemente por diferentes regiones del país. Tal parece que la inestabilidad económica tiene un correlato espacial: la vida de las clases trabajadoras suele estar marcada por desplazamientos y migraciones en busca de oportunidades de trabajo y también de repliegues tácticos cuando las cosas no marchan bien. El sedentarismo es privilegio de los sectores medios y más acomodados.
Además, en los relatos que aquellas personas hacían de sus vidas encontré infinidad de artificios y recursos narrativos sofisticados que utilizaban con total naturalidad: la capacidad de desdoblarse en otros personajes, de recrear diálogos sostenidos décadas atrás o de interpelarse o hablar consigo mismas mediante diálogos ficticios, la alternancia entre escenas descritas con gran detalle y precisión y breves pasajes en donde se condensaban muchos años de la vida, etcétera, eran solo algunos.
Escuchar los testimonios de personas que habían crecido en condiciones sociales y familiares tan diferentes de las que yo había conocido no le restaba validez a mi experiencia, pero la relativizaba: no podía seguir considerándome paradigma de nada.
Otro aspecto importante es que por distintas que fueran nuestras circunstancias, yo siempre encontraba resonancias con mi experiencia. Conocer a los otros es también conocerse a sí mismo.
Más allá de las motivaciones o intereses de las organizaciones involucradas, a mí me movía (me mueve) la curiosidad, un deseo sincero de conocer a las personas que debía entrevistar, al menos en lo relativo a las circunstancias y avatares de sus vidas. Este interés es auténtico: desde joven me sentí atraído por las personas, me gusta hablar con la gente, develar sus historias, escucharlas, seguir como un sabueso mi instinto al formular preguntas que nos conduzcan por el sendero sinuoso de una vida. Supongo que mi interés por la literatura acentuó esta característica, o quizás mi interés por la gente fue lo que me llevó a la literatura, no lo sé.
Ahora bien, que mi interés o mi curiosidad sean auténticos, es una cosa, que sean legítimos, es otra diferente. Ser curioso o inquisitivo respecto a la vida de otras personas contraviene las normas básicas de la cortesía, del buen gusto y quizás incluso del respeto. Participar en proyectos de este tipo concede al entrevistador un permiso implícito para interrogar, violentando esas normas. Es cierto que las personas que participan han accedido a hacerlo y saben (más o menos) de qué se trata, pero a menudo no logran ocultar su sorpresa y su desconcierto al verse confrontadas a sucesos pasados que quizás habían olvidado o al establecer relaciones nuevas entre ellos.
A menudo he tenido la impresión de que este viaje retrospectivo era gratificante e incluso liberador para las personas que entrevistaba, y en algunas ocasiones así me lo han expresado. Cuando ocurre esto mi satisfacción es doble, pues siento que he sido capaz de devolver algo a cambio de todo lo que me ha sido entregado.
Al iniciar las entrevistas, las personas se me presentan como un enigma casi completo. “Casi”, puesto que fueron sido seleccionadas porque cumplen una condición (ser o haber sido “covierenas”, ser indigentes, adictas, haber ganado la lotería, etcétera). Sin embargo, esto representa apenas un aspecto o una faceta de su vida, y puede ocurrir que en el desarrollo de la entrevista se ponga de manifiesto que ese aspecto es secundario o poco relevante para ellas, como me ha ocurrido en algunos casos, y que no obstante ello, se esfuercen por no defraudarme y satisfacer mis expectativas como entrevistador.
También puede ocurrir que sea yo quien comprenda que la condición por la que esa persona fue elegida para ser entrevistada es poco relevante para su vida, como me ocurrió con María Estelia González. Jamás, al iniciar nuestra conversación, hubiera podido imaginar la dureza y la complejidad de las situaciones por las que pasó, que ella iba desvelando con una extraña mezcla de pudor y naturalidad, como algo doloroso pero situado en un pasado ya lejano, y que no obstante ejercía sobre quienes la escuchábamos el poder hipnótico de una revelación.

María Estelia González: “En la vida yo he sido muy torcida, ¡qué torcida he sido yo!”
En la vida yo he sido muy torcida, ¡qué torcida he sido yo! Nací muy cerca de Orotina, a unos cuatro kilómetros de ahí, en 1959. Éramos muy pobres, pasamos muchas necesidades. Mi papá era un hombre muy enfermo, mi mamá era muy enferma, todos eran muy enfermos. Ellos padecían de pulmonía, pero yo pienso que era falta de alimentación.
Mi papá era carpintero, lo contrataban para hacer los bancos de los salones de baile; podía hacer toda la bancada de un salón, 60 o 70 bancos pequeñitos. Tenía un tallercito donde todo era a puro cepillo y clavos, nada de pegar. Éramos seis niñas y un varón, pero la que le ayudaba a él era yo. Mi papá se llevaba una fila de bancos al hombro y atrás iba yo con otra filita a dejarlos a Hacienda Vieja, a Marichal, a esos lugares donde había salones de baile.
Mamá tuvo dieciocho hijos; somos siete porque todos se le fueron muriendo: cuando no era ataque de lombrices, eran congestiones. Ella murió muy joven, a los 43 años, cuando yo tenía 14. La última vez que salió de la casa, antes de que se la llevaran al hospital donde falleció, fue para mi graduación de sexto grado.
A los siete años comencé a trabajar desmanando maní. Me gustaba mucho el trabajo. Me regresaba antes de mediodía para ir a la escuela. Mis padres nunca se interesaron por mandarme a estudiar, pero una vecina me llevaba a matricular a escondidas de mi madre.
Viniendo de la escuela, todo el tiempo me topaba a un tipo: donde quiera, me salía ese hombre haciéndome piruetas raras. Ahora veo que era un vivazo, porque él tenía 29 y yo 14. Él vivía con una mujer; un día que yo iba pasando por donde ellos, ella me llamó y me dijo que pasara a tomar café. Adentro estaba el tipo ese como seduciéndome, enamorándome. La mujer me dio pinto con café y pan con mantequilla. Siempre he dicho que me echaron algo en esa comida, porque antes yo veía a ese viejo y no sentía nada, y después de que comí eso, a los dos o tres días, ya sentía quererlo. Existe eso, las brujerías.
Aparentemente ese hombre era enfermo mental y la mujer le traía chiquillas. Ella hizo como que yo cayera con él, me fue seduciendo y por último yo quedé enrolada y ella lo dejó. Ese hombre me aisló de mi familia. Desde un principio me amenazaba y yo como enamorada y con miedo, algo rarísimo. Murió mi madre y no pude ir al velorio. ¡Era malo! Había matado a alguien y le cortó la mano a un primo. Yo tengo heridas por todas partes, casi me apea la mano. Por todo mi cuerpo tengo cicatrices. No sé de dónde agarraba güilas en Puntarenas; me las llevaba y me las acostaba a la par y comenzaba a travesear, y si yo decía algo, me agarraba con un puñal.
Dejó el trabajo en Orotina y nos fuimos a Puntarenas. Estuvimos como tres meses arrimados donde un hermano de él. Ahí hacíamos carbón, sacábamos pianguas del manglar y pescábamos; las tres cosas, día con día. Ahí fue donde aprendí a piangüar. Después, él compró un terrenito en el estero de Puntarenas, en el manglar, una playa llamada La Islita. Es una playa larga, la rodea el estero por todo lado. Ahí él hizo una casa: teníamos patos, muchas gallinas, chanchos, de todo teníamos, pero paz no había, ni felicidad. Teníamos una panga y un motor y él iba a Puntarenas a vender las pianguas que sacábamos.
Con ese hombre estuve ocho años y tuve dos hijos: la menor es inválida, tiene deficiencia mental. Llevé a mi hermana menor para que me ayudara con la chiquita inválida; ella tenía 10 años y él vino y la violó, lo mismo que me pasó a mí, una cosa rara. Cuando ya la tenía en posesión, nos maltrataba a las dos, me pegaba a mí y le pegaba a ella. También ella salió embarazada.
Comencé a pedirle a la Reina de los Ángeles que me ayudara. Duraba noches enteras sin dormir pensando en cómo irme. Lo planeé todo y salí a las 11:30 de la noche de la casa. ¡Qué doloroso irse y dejar a la familia ahí! Me llevé a mi hija mayor; me arrimé y le di un beso a mi hija minusválida y a mi otra hermana. Me llevé un canaletito delgado, de pala pequeña y solté el bote con cuidado. Tuvimos que cruzar el canal y venían esos grandes correntones, porque era la vaciante. Fuimos llegando como a las cuatro de la mañana a la orilla de los malecones.
Con una platita que tenía ahorrada pagué el tiquete de tren a San José. Conocía la capital porque cuando tenía nueve años mi papá me llevaba a hacerme exámenes del asma y de la vista, pero no conocía a nadie. En el tren, una señora nos ofreció llevarnos a su casa en Pavas, pero a los cuatro días ya esa gente estaba incómoda, y lo peor es que no me salía ningún trabajo. Una señora me oyó hablando en el teléfono y me ofreció trabajo. Trabajé con ella un tiempito y después en otras casas. Lo cierto es que un día de tantos iba caminando por La Sabana y me encontré con mi papá.
Mi hermano mayor se lo había traído porque estaba muy enfermo. Habían vendido allá y alquilaban una casa en Barrio Cuba. Ahí estaba toda la pelota de chiquillos, toda la pelota de muchachos. Mi papá trabajaba arreglando radios y vendía melcochas; mi hermana también vendía cosillas y a veces le salía algún atarantado que se la llevaba. Yo hacía empanadas; rapidito las vendía y traía platita. Ya para ese tiempo comencé a conocer el Evangelio.
Como a los cuatro años fue apareciendo mi hermana menor, traía cuatro güilas de Puntarenas. Con el tipo ese andaban de cantina en cantina. Yo a él no lo agarré vicios, pero a mi hermana le costó mucho dejar el guaro.
Salí de Barrio Cuba por culpa de mi hermana mayor. Ella me llevó a Ciudad Cortés a pasear; ya estando allá se fue como un mes no sé a dónde, a buscar plata, y cuando llegó de vuelta ya yo me había hecho de un novio y había quedado embarazada. El muchacho era doméstico, sujeto, obediente, pero los papás no lo dejaron hacerse cargo de mí.
Experimenté otra vida en Puerto Cortés, embarazada y trabajando. Andaba en bicicleta vendiendo empanadas, elotes. Una muchacha me dio un cuartito para que viviera con mi hija. El muchacho llegaba a dejarme cosas que les robaba a sus papás: leche, galletitas, sardinas, arroz…
Cuando en eso me salió el papá de mi otro hijo. Viví cuatro años con él, pero me maltrató mucho: siempre andaba con mujeres y tomando guaro y le faltaba el respeto a mi hija. Él trabajaba haciendo contratos en fincas. Con él anduve por La Venecia, por Finca 18, rodando por todas partes. Tuvimos una parcela en Sierpe, en una laguna donde salía el león. Yo la luché con él. Lo metieron preso como tres veces y yo lo sacaba. Como 30 veces lo dejé y como 30 veces me buscó. Yo le decía: “¡Pero es que usted no se compone!”. Últimamente le dije a mi hija: “¡Nos vamos!” Y con un saquillo de ropa me llevé a la chiquita y a los otros tres güilas que venían conmigo.
Le dije a un taxista que me llevara a donde termina Panamá con Costa Rica. Casi anocheciendo, como a las cinco, va llegando un viejo negro, bien feo, parecía un diablo, y me ofreció quedarme con él. Y ya pasó un día y dos días, y como a los tres días ya el viejo se me pasaba a la cama. Al tercer día él se fue a trabajar y ¡patitas pa qué te quiero! Me fui a buscar una casa de alquiler, o prestada o lo que fuera. Encontré una casita desocupada y hablé con el dueño que vivía en Cartago y me dejó meterme ahí. Era un terreno bien bonito: había plátanos, piñas. Ahí comencé a desenvolverme: hacía empanadas, hacía rifas… Fueron como cuatro años que viví entre Río Incendio y Bella Luz de la Vaca.
Un día venía en bicicleta y dando una vuelta me topo a un hombre. Paré para ofrecerle un numerito y resultó que era pastor evangélico. ¡Y yo deseando que me saliera un hombre así! Comencé a ir a la iglesia y me rodó facilitico. Ya por último me dijo que nos casáramos, después que no, que mejor nos juntáramos. Ese hombre es el padre de mis dos últimos hijos.
De él tuve que huir porque me iba a quemar con canfín. Me agarró de las manos y del pelo y me iba a prender fuego. Me dio una leñateada por puro gusto, porque él es indígena y muy celoso. Dejé botado todo, todo perdido, otra vez volver a empezar. Todo lo que tengo ahora es de diez años para acá.
Me vine para Golfito y apenas bajándome del bus me encuentro con el otro, con el que yo había estado en Sierpe. Se me queda viendo y me dice: “¡Ah, te has rendido…!”. Yo me volví y le dije con todo el honor o la fuerza mía: “Tiempo perdido, los santos lo lloran”. Nunca se me olvidan esas palabras.
Desde entonces estoy aquí. Trabajo en una casa tres días por semana, y casi siempre dedico tres días a sacar pianguas en el manglar de Purruja. Somos unas 30, 35 personas que trabajamos ahí.
De mis ocho hijos casi todos han aprendido al menos un oficio. El que no estudió fue porque no quiso. Los menores están ahora en cuarto y quinto de colegio. Además, tuve que hacerme cargo de una niña de mi hija mayor, que quedó embarazada de 13 años y no era capaz de criarlo.
Y de aquí para adelante, veremos qué me tiene reservado el Señor.
* * *
Asomarme por primera vez a la historia de la Zona Sur de Costa Rica a través de un conjunto de relatos de vida, detonó la idea de recrear la historia de una región geográfica mediante una serie de relatos sobre personajes que habitan la misma geografía en diferentes épocas históricas. Este es el germen de mi novela El río que me habita.
Durante mi adolescencia fui voluntario en excavaciones arqueológicas del Museo Nacional de Costa Rica, por ello estaba muy al tanto del ambicioso megaproyecto hidroeléctrico Boruca (más adelante llamado “Diquis”) que desde los años 70 del siglo pasado el Instituto Costarricense de Electricidad proyecta construir cerca de Paso Real, represando las aguas del Río Térraba.
Por otro lado, desde la década de mis veinte años empecé a visitar con cierta regularidad San Isidro del General a instancias del escritor Luis Enrique Arce y de otros amigos oriundos del Valle. Por ello había sido testigo del rápido y desordenado crecimiento de su casco urbano hasta convertirse en la pequeña ciudad que es hoy.
Como a muchos de mis amigos y conocidos, me había impactado profundamente la muerte de María del Mar Cordero, Jaime Bustamante, Oscar Fallas y David Madariaga, ambientalistas que tuvieron un papel muy activo en los movimientos contra el establecimiento de la Stone Forestal en la Península de Osa, los tres primeros en un sospechoso incendio que consumió la casa donde dormían, el último pocas semanas después y en otras circunstancias. Era sencillo trasponer este acontecimiento a las luchas contra la construcción de una represa hidroeléctrica.
Finalmente, la caminata por la cuenca del Río Savegre para escribir la crónica del Programa Araucaria XXI algunos años atrás, me había brindado una perspectiva general de la geografía y la naturaleza de los diferentes pisos altitudinales y del precipitado descenso de los ríos desde las alturas de la cordillera hasta las tierras bajas, donde los ríos se remansan antes de entregar sus aguas al Pacífico, y una idea de cómo había sido la colonización de esas tierras por campesinos mestizos.
Así toman forma poco a poco los aspectos medulares de El río que me habita: la cuenca del Río Grande como el gran escenario natural y elemento articulador de la región geográfica donde tienen lugar los “relatos de vida” de los personajes; Ciudad Real como una ciudad de provincias separada de la capital por una altísima cordillera; la construcción de la represa La Angostura como un hito en la historia reciente de la región; las luchas ambientales que se generan alrededor de ese hecho… La construcción de la Carretera Panamericana, sobre la que yo había investigado un poco, se erigía como otro referente inevitable, así como también el surgimiento y disolución de un enclave bananero.
Tratándose de una región imaginaria podía ubicar en ella casi cualquier suceso que me interesara, de ahí que incluyera el brutal exterminio de los pueblos indígenas como consecuencia de la explotación hulera, tal y como le ocurrió a los indios malekus de Costa Rica durante el último cuarto del siglo XIX en la región fronteriza con Nicaragua.
Por la naturaleza tropical de la cuenca del Río Grande y por las referencias históricas, nadie podría dudar de que la región cuya historia poco a poco tomaba forma se ubica en América Central, pero había que decidir si pertenecía a la vertiente del Caribe o del Pacífico, puesto que en las historias que surgían había elementos que inequívocamente remitían a las tierras bajas caribeñas, como por ejemplo la participación de negros de las Antillas en la construcción de la vía del ferrocarril y en el desarrollo del enclave bananero. Tras muchos titubeos y debido a la mayor resonancia con la historia de la Zona Sur que había visitado recientemente, resolví que el Río Grande vertería sus aguas en el Océano Pacífico.
Había que resolver otro aspecto todavía más complejo: cómo abordar la historia política del país donde se encuentra la cuenca del Río Grande, evitando referencias explícitas a la historia de Costa Rica o de otros países centroamericanos.
Aunque mi propósito no era relatar una “historia regional” ni mucho menos una “historia nacional”, sino recrear historias individuales de personajes ficticios que en diferentes momentos históricos viven en una misma región geográfica, esos momentos debían ser identificables o al menos tener características reconocibles. Diferentes ciclos económicos ‒explotación maderera y cauchera, colonización campesina y agricultura de subsistencia, emporio bananero, construcción de la represa hidroeléctrica‒ eran referentes históricos claros, pero faltaba el contexto político e ideológico en que todo esto se desarrollaba.
Tras darle muchas vueltas al asunto y basado en mis conocimientos de la historia de Costa Rica, llegué a la conclusión de que los grandes puntos de inflexión en la historia republicana de estos países han sido las reformas liberales de fines del siglo XIX y, hacia mediados del siglo XX, el desafío al orden liberal y al neo colonialismo estadounidense encarnado en los movimientos obreros y en los partidos comunistas emergentes. Esto, claro está, antes de que el huracán de la globalización neoliberal, las tecnologías digitales, el turismo, las maras y el narcotráfico internacional convirtieran a la región en lo que es hoy.
Cristino Lázaro: “Compré una tierra en Chánguina, donde solo había montaña y tigre”
Este árbol de jícaro lo sembraron mis papás cuando llegaron aquí, por ahí de 1910.
Entonces esto se llamaba El Yimba, después le pusieron Curré. En esos años se vinieron de Boruca como 13 personas; decían que allá la tierra era estéril, que no servía para la agricultura. Eso cambió después. Además, acá, al lado del río, siempre se podía pescar y había mucha montería. Aquí nací yo en 1936. Si alguien se moría en El Yimba había que llevarlo en hombros hasta Boruca, 12 kilómetros para arriba, porque aquí no había ni camposanto.
Como en 1954-55 llegaron a construir la Carretera Interamericana. El 18 de agosto de 1958 encontré mi rancho quemado y un puño de latas de zinc al lado. Así supimos que nuestras casas no eran casas, se llamaban ranchos o palenques. ¡Qué torta, mi casa no es una casa! Con la carretera vino el alambre para hacer cercas, porque los animales se salían y los camiones desnucaban a los chanchos. También vinieron los cazadores de Guanacaste y de Cartago con buenos máuseres a tirar tepezcuintle y venado.
Yo vi que así no podía seguir y compré una tierra en Chánguina, donde solo había montaña y tigre. Puros panameños vivían ahí. Con mi señora y dos hijos que ya habían nacido nos fuimos para allá cargando a la espalda las gallinas y los chanchos. Después vinieron siete hijos más.
Mi papá había sido juez de paz en Potrero Grande y a mí me nombraron en Chánguina. Diez años completos nos estuvimos afuera.
Cuando volvimos, en 1970, esto era un desastre. A casi todos les habían “cachi-comprado” la tierra, como decimos, y estaban en el puro servilismo para los mismos a quienes les vendieron. El sistema indígena había desaparecido por completo. Me nombraron juez de paz primero y agente principal de policía, después.
Tuve que aprender a acomodar las letras yo solito, porque no completé ni primero de la escuela. A hacer los actuarios, las denuncias y las actas, todo eso tuve que aprenderlo. No me gustaba usar el uniforme, porque al campesino, indígena y no indígena, eso le da miedo. Más todavía si está armado.
Mi mujer y mis hijos revivieron el arte de tallar las jícaras, que había decaído. Se hicieron artesanos. A veces me ayudaban con los gastos para ir a Buenos Aires cuando tenía que hacer alguna diligencia.
Muchos decomisos de madera hicimos, muchos enredos deshicimos. Hasta de Alto Conte y de Burica venían a veces a pedirme consejo o a que les resolviera sus bochinches.
Después fui reservista de la Fuerza Pública durante muchos años, y así fue siendo mi vida hasta que ya me dediqué solo a los trabajos míos: mis plátanos, mis guineos, mis arbolitos de cacao… Para diciembre de 2023 me tocó morirme y ahora vivo en las jícaras del árbol que sembraron mis papás y que tallan mis nietos.
Nota. Las historias de Maria Estelia González y Cristino Lázaro han sido tomadas y adaptadas del libro: Una historia con muchas historias, COVIRENAS en la Zona Sur de Costa Rica. ASOCOVIRENAS de Osa y The Nature Conservancy. Costa Rica, 2008. Editor: Rodrigo Soto.