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Hombres llenos de febrero

 

 

 

Un hombre lleno de febrero,

ávido de domingos luminosos,

caminando hacia marzo paso a paso,

hacia el marzo del viento y de los rojos

horizontes —y la reciente primavera

ya en la frontera del abril lluvioso…—

Aquí, Madrid, entre tranvías

y reflejos, un hombre: un hombre solo.

—Más tarde vendrá mayo y luego junio,

y después julio y, al final, agosto—.

Un hombre con un año para nada

delante de su hastío para todo.

(Ángel González)

 

 

Pensaba ahora en este poema de Ángel González que habla de un hombre lleno de febrero. Como si los meses pudieran llegar a llenar, a empachar. Estos mismos versos me vinieron a la cabeza hace unos días cuando salía del cine después de ver Youth, la nueva película de Paolo Sorrentino. La gran belleza, su anterior film me emocionó y ésta, pese a las críticas, también.


Empecemos por lo malo. Se ha dicho que Youth es pomposa, artificial, grandilocuente, barroca. Vacua, ombliguista, cargante. Me divierto mucho leyendo ese tipo de críticas que son en sí mismas, un intento de plagio de lo que critican. Es decir, superan con creces el barroquismo de lo criticado. Me reía al leer a un crítico –se dice el pecado pero no el pecador– que hablaba del “aniquilamiento espiritual” de Sorrentino y ponía el grito en el cielo porque la película “hubiera encandilado al gafapastismo europeo”.


Pero dejémonos de gafapastimos y vayamos a lo importante. Es cierto que la película tiene un poco de todo eso. Está hecha para irritar al público, pero sobre todo, para pensar, porque no deja de ser el retrato maravilloso de dos hombres llenos de todos los febreros de la vida. Hombres que visualizan un futuro lleno de años de nada. De hastío.


La película se desarrolla en un balneario lujoso de Suiza, la tierra verde de Heidi y de las vacas lilas de Milka, un país en el que nunca pasa nada. Ese es el lugar que dos amigos octogenarios, Michael Caine y Harvey Keitel –Fred Ballinger y Mick Boyle en la película–, escogen para pasar uno de sus últimos veranos. Ambos han sido genios en lo suyo y ahora, ya llegados a los ochenta, se enfrentan al temido balance. Miran atrás para ver en qué han invertido la vida. Para ver qué ocurre ahora cuando ya no queda nada de la tiranía de la juventud. De la belleza.


Dicen que Youth aborda el miedo a la muerte. Sí, aunque sobre todo ahonda en un miedo en concreto: el de que nos recuerden por ser alguien que no somos. Que nos recuerden por algo que no querríamos ser recordados.


En ese balneario está la crème de la crème; músicos, cineastas, futbolistas, artistas. La pregunta es qué es lo que nos queda después de todo esto. Si la genialidad o la pasión nos salvan de la muerte o de la decadencia. Y claro, la respuesta es que no. Pero la pregunta es también si esa devoción malsana por ese instante de gloria que todos buscamos sirve de consuelo. La respuesta vuelve a ser la misma y sospecho que todos la conocemos: que no.


Al salir del cine, me fui pensativa a casa. El poema que mencionaba al principio se llama «Aquí Madrid mil novecientos cincuenta y cuatro y un hombre solo». Se entiende la juventud como lo contrario a la soledad. Por eso, pensamos en la vejez como un trámite que nos aboca a la soledad absoluta, que es la muerte. Quizás estemos equivocados y la juventud empiece justamente al final de la vida, cuando hemos hecho lo que teníamos que hacer, cuando nos quedan unos pocos años para mirar alrededor y tratar de encajar las piezas que nos faltan. Es otra manera de verlo.

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