Acabo de consumir dos pequeños viajes veraniegos. En el primero de ellos viajé acompañado, con lo que tiene de ventajas e inconvenientes viajar acompañado. El segundo viaje lo hice solo, con los inconvenientes y ventajas que conlleva viajar solo. El primero de los destinos fue Lisboa, mítica ciudad que he visitado por enésima vez, quiero decir que he ido a Lisboa unas veinte veces o más, residiendo en ella, en una ocasión, un par de meses, más días de lo que suele abarcar una mera estancia turística. Quizá exagere un poco, pero andar por Lisboa supone para mí como estar caminando por Toledo, ciudad en la que me he criado y he vivido mi adolescencia. Decía Max Aub que se es donde se hace el bachillerato; es decir, donde, resumiendo, aunque no se curse el bachillerato, sí se vive la pubertad. Ambas históricas ciudades, Toledo y Lisboa, están bañadas por el renombrado curso fluvial del Tajo.
Naturalmente, en Lisboa volví a acercarme al Cementerio de los Placeres, en el auténtico barrio lisboeta Campo de Ourique. Hasta la puerta del camposanto llega el afamado tranvía, tan turístico, que cubre la carreira número 28, recorriendo media Lisboa, siempre hasta los topes. Volví a allegarme al jazigo (pequeño panteón, económico, muy popular en toda Portugal) donde están depositados los féretros del gran poeta Fernando Pessoa y su abuela Dionisia. En teoría, los restos de Pessoa ya no descansan en los Placeres, sino en el Monasterio de los Jerónimos, pues al cumplirse, en 1985, el cincuentenario de la muerte del ya muy reconocido poeta, el gobierno portugués quiso realizar un acto solemne, trasladando a Pessoa desde la castiza necrópolis hasta el panteón del monumento de Belém, donde asimismo están las tumbas del navegante Vasco de Gama y la del también poeta, excelsa figura nacional, Luis de Camoens.
Pero Fernando Pessoa está en los Jerónimos sólo en teoría, ya que al intentar proceder a reducir sus restos los operarios especializados, se encontraron a un Pessoa incorrupto, con sus ropas intactas y su semblante igual que el día 30 de noviembre de 1935, jornada de su fallecimiento. No por ello se habría de canonizar a Pessoa; la explicación de acabar incorrupto tal vez sea más sencilla: el poeta era alcohólico, y murió de cirrosis hepática, habiéndole dado de más a la ginjinha. El hecho de un Pessoa incorrupto el gobierno portugués lo ocultó, siguiendo, hasta hoy, con el paripé de sus restos en los Jerónimos. Pero lo cierto es que yo esta vez, como otras veces, estuve a unos centímetros de su cuerpo, rindiéndole mi cercano homenaje. Esto, como el gobierno, no lo quieren aceptar los lisboetas. Ese mismo día, estuve en la Casa Fernando Pessoa, centro, museo modélico sito en el mismo barrio de Ourique, muy cerca de la basílica de Estrela, y donde yo una vez di una conferencia en un congreso literario. Al saludar a su directora, Clara Richo, quien, muy amable, me condujo por las salas reformadas del museo y me mostró los preciados tomos de la biblioteca particular de Pessoa, hoy a la vista; al saludarla, como digo, le comenté mi visita al cementerio y mi proximidad al cuerpo de Pessoa, y ella miró para otro lado. Ninguno de vosotros, le dije sonriendo, creéis que Pessoa no está en el Monasterio de los Jerónimos, pero es pura verdad lo que te cuento.
En mi otro viaje, he fatigado mi utilitario. He hecho paradas, pernoctaciones necesarias para no chuparme de un tirón demasiadas centenas de kilómetros. Pero el destino primordial ha consistido en acudir a dos villas francesas situadas cerca de la frontera franco-española: Colliure y Prades, ambas inscritas en el departamento francés de los Pirineos Orientales. Las dos de la región occitana. Sita la primera en la comarca aragonesa-catalana del Rosellón, y la segunda, capital histórica del condado catalán medieval de Conflent. La verdad es que conducir largos kilómetros con tu automóvil, no es, a mi juicio, una experiencia enojosa. Hay que parar a descansar, claro, pero la postura al llevar el coche es, a mi parecer, grandemente ergonómica, y aunque tengas ese día, fuera del coche, molestias musculares en las extremidades o un poco de ciática, la verdad es que, encajado en el auto, un beneficioso y curativo relax se desarrolla al máximo. Esta es mi opinión, opinión que algunos vivamente contradicen.
Es bien sabido que en Colliure está enterrado el poeta español Antonio Machado. Prades es el lugar de nacimiento del original escritor, norteamericano, Thomas Merton, un excelente autor prolífico, en inglés, que fue monje trapense y que sometido, relativamente, a una estricta obediencia, como su orden dictamina, residió, durante los casi treinta largos últimos años de su vida, en la abadía cisterciense de Getsemaní, en el estado estadounidense de Kentucky. Su autobiografía, La montaña de los siete círculos, es muy célebre, fue un best seller. Merton nació en Francia porque su padre, el pintor neozelandés Owen Merton, estaba entonces, 1915, afincado allí. También Prades fue el rincón donde se exilió el músico Pau Casals, al igual que el filólogo catalán Pompeu Fabra (una renombrada universidad barcelonesa lleva su nombre). Todos los veranos se celebra en Prades un festival musical en honor de Casals. Al partir hacia esos lugares, ya llevaba yo en el bolsillo una entrada a un concierto de ese festival.
La primera parada, para dormir, la hice en Tortosa. El centro de mi interés, en Tortosa, una ciudad desvencijada, nada bonita aunque cuente con algún vistoso monumento, estaba radicado en el río Ebro. Un río al que allí le falta poco para dejar de ser río transformándose en delta y asumiendo la llana y democrática igualdad del mar. Su caudal era antes más potente –el río más caudaloso de España–. Caudal que ahora, en buena parte, es chupado por el embalse de Mequinenza, situado en la provincia de Zaragoza y llamado Mar de Aragón. En las tapias que flanquean, urbanamente, el curso del Ebro, los tortosinos protestan, haciendo hablar al río. Así, “Lo riu es vida”, por tanto, “No al trasvasament”. Di un paseo por Tortosa, tomé un vino en la plaza del Ayuntamiento y me retiré al hotel, pues estaba agotado, lógicamente, del mucho conducir, durante algunas horas. Cené en la misma habitación, pues para este viaje tenía claro el abonar el precio del gasoil, el de los hoteles, mas queriéndome ahorrar el ir a restaurantes. Por eso he comprado el condumio calculado para todo el trayecto a través de los funcionales productos de Mercadona. Sin embargo, algún desayuno, no todos, en algún hotel o cafetería cercana sí me permito. También me propuse gastar menos en combustible. La mayor parte de los trayectos de este viaje se han realizado a través de autovías y autopistas. Decidí ir más despacio por ellas: a 110 kilómetros por hora, o incluso a 100; inclusive a 90. Dejándome adelantar, relajadamente, salvo por los camiones, no moviéndome apenas del carril derecho. Consideré inquietante meterse en la autopista con el obsesivo propósito de adelantar, casi no saliendo del carril izquierdo. Posiblemente mi ‘cuñao’ me diría que así yo iba estorbando en la carretera. Pero es que los ‘cuñaos’ están para lanzar esas ocurrencias.
Llevé para releer los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau. Por la mañana, para no salir muy temprano hacia Colliure, pues el checking on en el hotel no lo realizaban hasta las tres de la tarde, he vuelto a ver, en el ordenador, que siempre va conmigo, la película Zazie dans le métro, de Louis Malle, basada en una novela de Queneau.
Me ha extrañado que hasta llegar a Colliure sólo haya tenido que acoquinar en peajes tan sólo un euro, que los gabachos me han sacado nada más entrar en su territorio. ¡Hurra! entonces. A Colliure fui hace unos diez años, y no lo vi tan turístico como está ahora. Aún así, tan turística, es una ciudad bonita. Mi hotel era agradable. Tenía el nombre de Princes de Catalonge (lo de Cataluña en Colliure es una referencia constante) y está situado en un callejón absolutamente tranquilo. Después de callejear por algunos pintorescos callejones y tomarme un vinito blanco en una terraza frente a la playa, vuelvo al hotel, a cenar, a leer y a descansar, esperando brindar mañana mi renovado homenaje al gran Machado.
Al despertarme, me levanto, y agarro de la cesta un paraguayo (en Argentina ‘durazno japonés’ y en la manchega Alcázar de San Juan ‘chato’), lo lavo bajo el chorro y lo muerdo, y acto seguido saco una tostada de pan de espelta, vertiendo en él un chorreón de aceite y un poco de sal, y lo engullo. Me falta el café. Salgo a las calles próximas, ya repletas de gente, y me debo meter en la cafetería más ladrona de Colliure, pues me clavan por la tacita de un escueto café au lait nada menos que 3,80 euros. Pago con cuatro, teniéndole encima que reclamar al camarero mis veinte céntimos. Paso a un Carrefour Express, justo al ladito del hotel, y adquiero una botella de vino tinto de Burdeos, baratito -pues soy un buen bebedor de vino no exigente-, y un meloncete Charentais, de una carne naranja brillante y sabor intenso, conocido global y sencillamente como ‘melón francés’, de tan típico que resulta. Dejo la compra en el hotel y paso a tomarme un segundo café, muy bueno, en otro local distinto al del primer café, con un precio, sentado en mesa (en Francia hay diferencia de pago entre barra y mesa), bastante razonable: 1,80 euros. Después –todo queda muy cerca– entro en el Espace Antonio Machado, una simple planta que exhibe las dos camas donde murieron Antonio Machado y su madre en febrero de 1939, huyendo de la guerra civil, ya prácticamente derrotada la República. Se llevaron tres días de vida. Antonio murió antes. Este espacio está instalado en el antiguo hotel Bougnol-Quintana, donde se alojaron los Machado: Antonio y su madre, Ana Ruiz, y su hermano José con su esposa Matea Monedero. Además de las camas, donadas por un nieto de la dueña del hotel, hay en este lugar unos paneles explicativos, con alguna foto. Están los textos en francés, en inglés y en español.
También al lado se encuentra el cementerio, un pequeñito camposanto donde la tumba de Machado y su madre se halla, vistosamente, en primer lugar. Es un sepulcro abarrotado, ricamente ofrendado. Incrustada hay más de una placa conmemorativa. Hay flores. Piedras pintadas. En una reja que hay detrás, cuelgan unas banderas republicanas. Machado fue un convencido republicano, prologuista de las obras de Azaña. Incluso hay un buzón; por tanto a Machado se le puede seguir escribiendo cartas. La memoria, así, es el mayor signo de vida. Machado está vivo. La memoria trasciende lo orgánico, asumiendo la entidad más hermosa: lo imaginativo. En el primer viaje que hice a Colliure, que estaba en fiestas y en sus calles lucían banderitas de papel no francesas sino catalanas, yo iba acompañado por una mujer. Al entrar ambos al cementerio, la mujer me dijo: qué lástima que no hayas traído algún libro de Machado para leer algún poema suyo frente a sus restos. No hizo falta llevar ese libro. Siempre hay suficientes textos de Machado encima de la lápida.
Vuelvo al hotel y como tengo tiempo antes de poner en la mesa mi comidita, veo otra película de Louis Malle, Una vida privada, un activo drama dominado por la excelente interpretación de sus protagonistas, Bardot y Mastroianni, y con un asombroso final. Como, me echo la siesta y finalizo el día yendo a la playa, que por la tarde queda en sombra, tumbándome un ratito sobre la grava, y tomándome una cervecita frente al mar. La cervecita se elabora en Colliure, marca Mil.lenari; ellos la llaman cerveza catalana. Ya no habla nadie catalán aquí; si acaso algún viejo. El catalán sólo pervive en el nombre de algunas tapas o de algún hotel. Mi hotel, como ya he dicho, se llamaba, aunque enunciado en francés, Príncipes de Cataluña. Al cabo, dedico unos últimos instantes más, antes de retirarme a mi agradable alojamiento, a trasegar el casco antiguo de Colliure, lleno de bares y de estudios de pintores. Aquí residieron artistas de la fama de Picasso, Derain, Chagall o Matisse. Como también he escrito más arriba, Colliure está sobrecargada de turistas, pero es un rincón urbano, bañado por un amable Mediterráneo, muy lindo. Es seguro que no tardaré en volver.
Al día siguiente, con cierta pena por dejar Colliure, llego a Prades, un pueblo situado en un valle y flanqueado por altísimos montes pirenaicos. Al entrar, siguiendo una calle, principal, que me conduce al hotel, me llevo la primera impresión de una villa algo destartalada. Lo que no es totalmente cierto, pues Prades tiene un casco antiguo de calles largas, con fachadas de cierta altura que conforman una continua construcción vistosa. Lo primero que he hecho es ir a ver la casa donde Thomas Merton nació. Una casa muy bella que tiene una placa conmemorativa en una de sus paredes. Este pueblo, francés, mantiene una ostensible vocación catalana. En los rótulos de sus calles se juntan, al unísono, las palabras rue y carrer. Se habla algo más de catalán que en Colliure. Es más, en la Oficina de Turismo te dan un folletito enteramente redactado en catalán, que lleva el nombre catalán del pueblo, Prada, y el eslogan de “descoberta”: Prada descoberta. Me instalo en el hotel, que es un hotel muy malo. Peor que el de Tortosa, que era un hotel modesto, pero muy correcto, y el doble de caro. He llegado dos horas antes de las tres, y el hotel estaba cerrado, parecía deshabitado. Antes, en los hoteles, por muy modestos que fuesen, se cumplían rigurosamente todos los turnos de recepción durante las 24 horas. Ahora, cuando te reciben, muchos te cobran por adelantado y te dan un número que has de teclearlo en un aparatejo colocado en la puerta para poder entrar.
A última hora de la tarde he cogido otra vez el coche (menos mal que no había que pagar aparcamiento) para dirigirme a una abadía cercana, la de San Miguel, con el fin de escuchar un concierto para el cual, como dije al principio, tenía la entrada comprada. Un concierto dado en la iglesia de la abadía, una iglesia monumental. Concierto de piano y violonchelo, a cargo de un pianista y una violonchelista, interpretando música de, entre otros, Johannes Brahms, Serguéi Rachmaninof y Pau Casals. Este concierto estaba integrado en un festival de música que Prades organiza anualmente, llamado Festival Pablo Casals. Me extraña que en una zona tan catalana como ésta, a Casals le pongan el nombre de Pablo y no Pau. Sus razones habrá. Vuelvo de la abadía en el transcurso de una tormenta incipiente. Tormenta que, al cabo, se queda en nada. Antes de tumbarme en la cama, permanezco un buen rato en la fea habitación del hotel de Prades, cenando y trasteando un rato en el ordenador. Decía que me había dado un poco de pena marchar de Colliure, entre otras cosas por dejar un hotel tan acertado y tan cabal para sentirse muy a gusto en la estancia. Me consuelo oyendo una emisora de la que no tenía idea: Catalunya Música, que emite música clásica, parecida a Radio Clásica, aunque la radio estatal es insuperable en variedad, profundidad y erudición.
A la mañana siguiente, al partir de Prades, el Tom Tom me mete, inexplicablemente, por las calles de Perpignan antes de dirigirme a la autopista francesa A-9 que conecta con España. Precio del peaje: sólo tres euros. Después, hasta llegar al Parador de Benicarló, última pernoctación de este viaje, nada de pagar. En Cataluña, siempre repleta de estaciones de peaje, y ahora nada. ¿Habrá sido cosa del bueno de Pedro Sánchez? Llego al Parador, como y me echo la siesta durante un ratito. Me levanto y me voy a la piscina, que es muy buena. Te dan toalla. Tumbona, sombra, césped, todo a mano: servicios, ducha. Y no te tienes que pringar los pies con arena. Yo he venido varias veces a este Parador. En esta ocasión me he acogido a una buena oferta; un día de estancia, con desayuno, por 120 euros; en tarifa no reembolsable. Precio estupendo. Benicarló es un Parador no ubicado en un edificio histórico, mas construido con un diseño funcional, moderno, grato y homogéneo. Puede ofrecer buenos precios, ofertas atrayentes. Y, desde luego, más sustanciosas que la del mal hotel de la noche anterior en Prades, por la que desembolsé 89 euros; y sin desayuno.
Las veces anteriores, yo iba a las playas de Peñíscola, antigua ciudad papal contigua a Benicarló. Unas playas artificiales donde es dificultoso pasear. Mi acompañante se empeñaba en ir a esas playas. Yo iba por no desairar. Pero un poco a regañadientes. Sin lugar a dudas, prefiero las buenas piscinas a la playa. La playa para las películas, las calitas desiertas, donde los protagonistas se enamoran. Cuando dejé el cuarto del Parador, al día siguiente de llegar, tuve que dejar la habitación a mediodía, pero me aproveché de la ventaja de estos selectos hoteles, pertenecientes, ventajosamente, al Estado (el Estado beneficioso, aunque los fachas quieran hacerlo desaparecer: esos que dicen que la justicia social es aberrante y el impuesto un robo, y que veneran al repugnante de Milei). La cuestión es que podía disfrutar de las instalaciones, especialmente la piscina, el tiempo que quisiera durante ese día de mi marcha. No me pareció mal plan refrescarme, gracias a la generosidad del establecimiento, durante una buena parte del día, llegando a mi meta al anochecer. Así, me digo, me quito del calor manchego durante casi un día.
El regreso, en el coche, fue algo penoso. La autopista estaba abarrotada de camiones (si las mercancías fuesen conducidas por idóneas rutas de ferrocarril…), tan abarrotada de camiones que sufrí una larga retención de 20 kilómetros por causa de un camión averiado. Además, el sol, al ponerse, anulaba la vista que yo tenía que tener puesta en las marcas sobre el asfalto. Sin embargo, asiendo el volante, en muchos ratos, hasta que llegase, ya de noche, a mi destino, pensé, mientras sonaba la musiquilla en el receptor de la guantera, en lo grato que había resultado el viaje, de cerca de dos mil kilómetros, acaecido en el Levante español y en el Sur de Francia. Toda etapa ha tenido su sentido. Los homenajes, por un lado, y el franco bienestar por otro. Al llegar a mi hogar, La Mancha, algo benevolente, sólo un poquito recapacitaba en su labor abrasadora.