La medicina funciona a veces con la enfermedad, nunca con el arte. Todos los esfuerzos por dilucidar el sentido de las obras artísticas a partir del examen médico de los autores han conducido al fracaso. No me refiero a generalizaciones del tipo la esquizofrenia de Van Gogh o el carácter depresivo de Munch condicionaron su forma de trabajar, sino a diagnósticos concretos, como aquel de que El Greco representaba las figuras alargadas porque padecía astigmatismo o que los motivos de la pintura de Giorgio de Chirico surgieron directamente de las alucinaciones que le provocaban migrañas y dolores abdominales. Aunque este dice en sus memorias que esos dolores solían ir acompañados de estados morbosos y alteraciones visuales hay que ser muy atrevido para proclamar que sus composiciones metafísicas no habrían tenido lugar sin ellos. Que alguien lo haya hecho (Klaus Podoll, por ejemplo), no quita que la hipótesis del pintor que copia miméticamente sus propias alucinaciones como si se trataran de paisajes o naturalezas muertas sólo puede ser sostenida a condición de profesar el más burdo realismo.
De Chirico murió nonagenario y como muchos de los que alcanzan esta edad era un hipocondríaco. El espacio dedicado en sus memorias al examen de fármacos y cataplasmas así lo revela. Llama la atención, sin embargo, que la enfermedad fuera artísticamente productiva sólo durante un corto período de su vida. La neuroestética aún no ha aclarado por qué las cosas ocurren de esta manera. Para los historiadores del arte, en cambio, lo que liberó su mente llenándola de visiones desenfrenadas fue la guerra mundial. Claro que tampoco su experiencia bélica fue nada extraordinario. Enrolado en un regimiento de infantería acuartelado en Ferrara, pasó media guerra en la oficina y la otra media internado en el hospital psiquiátrico de Villa Seminario. Ni una cosa ni la otra le impidieron trabajar y dar un impulso al enfoque metafísico que había empezado a explorar en París. El contacto con soldados destrozados física y psicológicamente debió dejarle huella, pero una huella borrosa, pues al rememorar esos años no recuerda otra cosa que la indiscreción de los ferrarenses y su conducta libidinosa, algo que, siguiendo a cierto frenólogo local, achacaba a la humedad de las aguas del subsuelo y a las emanaciones del cáñamo cultivado en los alrededores. Que percibiera la tensión sexual del ambiente hasta el punto de “oír su sonido” no prueba nada salvo que estaba en la flor de la vida. De hecho, y con la excepción de su amigo y colega Filippo de Pisis, nadie más parece haberla advertido. Las migrañas y dolores abdominales de que habla Podoll quizá le hizo confundir a los personajes que pintó Francesco del Cossa en las paredes del palacio Schifanoia con la población real. Giorgio Bassani, autor de Il romanzo di Ferrara, seis libros ambientados allí dos décadas después, no ha dejado desde luego la menor constancia de ello y era un fino observador de las costumbres locales.
A Filippo de Pisis, por el que sintió una estima duradera como persona y como pintor, lo conoció De Chirico en Ferrara. También a Carlo Carrá, de quien hablará en cambio con desprecio, acusándole de querer apuntarse la paternidad de la pintura metafísica. Carrá llegó al hospital psiquiátrico de Ferrara enfermo y futurista y lo abandonó curado y metafísico. Fue la época de Caporetto, catástrofe militar en la que el estado mayor italiano, bajo la incompetente dirección del mariscal Cadorna, cayó en la trampa que le tendieron los alemanes. Igual que David Bomberg y otros artistas que habían profesado con entusiasmo el optimismo futurista, Carrá sufrió en Ferrara una reconversión espiritual. El gas mostaza y la artillería aérea despojaron al progreso de parte de su antigua fascinación. La adopción del estilo de De Chirico no le sirvió, sin embargo, para producir imágenes de la riqueza simbólica y el mérito de las de este. Se ve que así como la enfermedad no explica la evolución poética del artista tampoco lo hace la guerra, aunque precipite las cosas y a menudo acelere su maduración.
En 1911, con veintitrés años, De Chirico pintó un autorretrato que recuerda la célebre fotografía de Nietzsche de perfil, con un gran bigote, y escribió en el marco una frase en latín que dice así: “¿Qué amar sino el enigma”? Era una declaración de intenciones. Su pintura se había movido hasta entonces bajo la influencia de Böcklin y Klinger, dos artistas ajenos al sensualismo francés, causa a su juicio del extravío de la pintura contemporánea, pero a partir de entonces se alimentará también con las demoledoras ideas del filósofo. De Chirico aprende de él un humor, un temple, que identifica con el concepto de Stimmung: la atmósfera de la decadencia, reflejada en las tardes de otoño, cuando el cielo está claro, el Sol bajo y las sombras se alargan. Karl Krauss decía que es el momento en el que los enanos parecen grandes, una cita que hubiera complacido sin duda a nuestro pintor, gran fustigador de la mediocridad ambiente.
Nietzsche constató que el hombre llama “realidad” al modo en que su cultura articula lo que hay de acuerdo con ciertos valores y que los de la nuestra, los valores de la cultura occidental, reposan en una voluntad desfalleciente que encuentra cada vez más dificultades para integrar en un discurso congruente su propia experiencia. La conciencia del fracaso de la razón ha de desencadenar necesariamente una nueva forma de estar en el mundo. De Chirico es consciente de ello y, por eso, se esfuerza en representarlo evitando los esquemas preestablecidos. No se trata de sumergirse en una atmósfera onírica o inconsciente, como si tras las apariencias se ocultara algo más verdadero, sino de aceptar que la realidad, la realidad aparente, la única que hay, se hunde en el misterio a poco que retiremos nuestra confianza en las verdades vigentes. El resultado de este experimento es el estupor: nada encaja, nada resulta familiar. El estupor posee, sin embargo, una gran virtud. Como escribió Aristóteles en Metafísica, a él se debe el impulso del pensar. Por supuesto, hay quien no necesita pensar. El hombre que posee orgullosamente la verdad, el pragmático que presume de saber cómo son las cosas, huye del pensamiento. A quien se ve abocado a pensar no le queda otro remedio, en cambio, que seguir el consejo del autorretrato de De Chirico: amar el enigma, entregarse a él. Sólo así cabe reconstruir la realidad sobre valores auténticos. Por eso contemplar las obras del pintor italiano como si fueran escenografías decorativas que representan una atmósfera oracular es no comprender nada, moverse, como dice en sus memorias aludiendo a los surrealistas, en el orden de la literatura barata. Sus objetivos son más ambiciosos. “Schopenhauer y Nietzsche nos enseñaron el sin sentido de la vida y cómo tal sinsentido podría ser transmutado en arte”.
Sobre la base de que el sentido de la realidad depende de nuestras creencias y que éstas han entrado en crisis, la pintura metafísica muestra los objetos cotidianos como fragmentos de una totalidad que ya no existe. La imposibilidad de integrarlos en la seguridad de lo conocido es la causa de que los espectadores nos sintamos ante ellos perplejos y desorientados. De Chirico transgrede las convenciones tradicionales entre lo visible y su representación mediante diferentes recursos: falsas perspectivas que cuestionan el esfuerzo de racionalización nacido con la época moderna, sombras proyectadas por cuerpos inexistentes, relojes que marcan horas que no coinciden con la falaz distribución de la luz en el cuadro… Todo esto produce en nosotros estupor, un sentimiento que el surrealismo confundió con la experiencia de lo maravilloso y que De Chirico asocia, demostrando su cultura clásica, con la melancolía. El propio Aristóteles había estudiado a fondo la relación existente entre el espíritu metafísico y el humor melancólico. En el famoso Problema XXX explica que cuando la melancolía se apodera del hombre su alma se desliga de las cosas, la realidad queda desprovista de sentido y no hay forma de integrar sus inconexos fragmentos bajo el poder de las ideas. Cada cosa parece fuera de lugar, unida casualmente al resto. Es lo que ocurre en la época contemporánea y en las obras con que De Chirico quiso representarla. Una observación atenta de estas revela, no obstante, cierta organización: entre el presente melancólico, cuyo marco suele ser la vieja ciudad mediterránea (soportales, plazas, templos, fortalezas, estatuas) y el futuro, identificado con la recta línea del horizonte, por donde circula un tren o un barco y donde se eleva una torre, la torre de Babel, símbolo de la técnica, la industria y el poder histórico, hay una tensión de fondo que suscita nostalgia, añoranza de un pasado imperfecto, aunque pleno (que De Chirico representa a menudo con el tema de Ariadna abandonada por Teseo). Las pinturas metafísicas no cuestionan el futuro, un futuro que en la segunda década del siglo XX seguía alimentándose de la fe en el poder liberador de la ciencia y en el progreso tecnológico, pero apuntan inconscientemente a sus peligros: el peligro de un vaciamiento absoluto que reduzca la realidad a la nada del nihilismo, algo que en el orden estético condujo a la pintura abstracta, y el peligro político del totalitarismo derivado del deseo de las masas de acelerar por los medios que fuesen el curso de la historia, entendida como fuente última de todo sentido.
En 1919, Roberto Longhi, crítico a quien se atribuye el rescate de Caravaggio, publicó un artículo contra la pintura de De Chirico titulado Al dios ortopédico donde censuraba la primacía que este daba al significado sobre el estilo. Preocupado por el sentido narrativo de las obras más que por sus valores plásticos, el espectador se ve obligado a comportarse literariamente con la pintura, algo contra lo que se había alzado la vanguardia. Era una crítica injusta, de la que Longhi acabó desdiciéndose, pero De Chirico, pese a no estimar a los intelectuales (de los que pensaba que “están destinados a no entender nunca jamás nada de nada”), se empeñó en combatirla y acabó cayendo en su trampa. Primero preparó una serie de artículos para demostrar el error que se cometía separando el contenido y la calidad de la materia pictórica. Luego, para dar testimonio de su predilección por los valores plásticos, propugnó la vuelta a las maneras clásicas y la iconografía tradicional con el restablecimiento de la perspectiva, el uso realista de las sombras, la eliminación de objetos de significado insólito, etc. Su feroz hostilidad a la vanguardia (“la masonería de los mediocres, los modernos, los esnobs y los envidiosos”) le empujó más tarde a cuestionar sin piedad los principios que él mismo había ayudado a consolidar provocando la reacción en cadena de sus admiradores, entre ellos Breton, que lo llamará “el genio perdido”. La ruptura con el mundo de su juventud culmina finalmente con la publicación de una novela, Hebdómeros, donde se sugiere que la negación del mundo de las apariencias promovida por la vanguardia supone simbólicamente un ataque a la esencia humana (algo que confirmarían los hornos crematorios y los campos de concentración) y la destrucción del arte.
De Chirico renuncia a Nietzsche para profesar una especie de pesimismo a lo Schopenhauer. Al último hombre, ejemplo del cual es el artista de vanguardia, no le sucede el superhombre, sino el hombre masa, aquel que rechaza cualquier jerarquía y se siente cómodo en la barbarie totalitaria. Lo que empezó siendo una celebración de la pérdida del sentido acaba en vuelta al orden tradicional. El pintor parece caer en la cuenta de que si se desmonta la realidad –el sueño de Nietzsche el dinamitero– lo que aparece no es otra cosa más verdadera y mejor estructurada, sino la nada, lo irreductible de la realidad. La cultura, cualquier cultura, es un esfuerzo por domeñar con interpretaciones provisionales ese fondo desconcertante. Hasta el siglo XX no se había producido el caso de una cultura suicida que convirtiera la desmitificación, el rechazo de la verdad (aquello que toma por tal una comunidad dada), en modus operandi. Cuando De Chirico se percata de ello da un paso atrás. El misterio está bien, pero la nada no es el misterio, la nada es el desierto, el horror del vacío. De ahí su plan de volver a las apariencias como única forma de trascender la omnipresencia de la nada. El estupor metafísico no puede prolongarse. “Cuando el estupor persiste se convierte en estupidez”, dice Ortega. Por otro lado, acabar con el arte en nombre del arte, es un desatino. Pavese lo expresó muy claramente al rechazar la tendencia futurista a inventar nuevas palabras: “el lenguaje está sujeto a una sintaxis, a una coherencia gramatical, a una tradición –del mismo modo que los sonidos a relaciones matemáticas, las piedras a las exigencias de la gravedad y los colores a relaciones cromáticas”. De Chirico, no obstante, fue incapaz de crear ya nada interesante. Para restablecer la realidad a la situación previa al estupor que representaba la pintura metafísica e impedir la muerte del arte tuvo que vender su alma al demonio de la repetición y a partir de ese momento sólo salieron de su infalible mano pastiches, escenas amaneradas, una serie de espejismos técnicamente brillantes, pero sin fuerza suficiente para convertirse en realidad.
José María Herrera es doctor en filosofía y profesor. Ha publicado gran cantidad de artículos periodísticos y académicos así como seis libros: María Zambrano, Dardos Fallidos, Doce cuentos de Ronda y un epílogo heroico, El libro del Génesis, Venecia Galante y El funeral del Emperador. En los últimos años se ha dedicado fundamentalmente al estudio de la cultura veneciana. Fruto de esa investigación son Los archivos de Alvise Contarini, publicada en FronteraD como novela por entregas.
Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:
Las niñas de Balthus: ¿inocencia o perversidad?
La pintura como espejo. Edward Hopper y el aburrimiento
Monstruos perfectos. Max Ernst y la creación del mundo
El pintor asesino. Walter Richard Sickert y los detectives
Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda
Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis
El hombre en la encrucijada. Diego Rivera y el compromiso del artista
Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros
Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la pintora que alertó de la llegada de Hitler
La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos
Nosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau