II. Lunes, 27 de octubre de 2014
El último lunes de octubre de 2014 amanece con sol, un pronunciado descenso de las temperaturas y una fina capa de nieve que cubre los arbustos del jardín situado entre la mezquita Banya Bashi y el edificio de los Baños Minerales, los antiguos baños turcos. La densa niebla que ha arrebozado la Pequeña Beirut durante buena parte de la semana pasada se ha transformado en una tímida nevada, la primera de la temporada. Según me contara Said el jueves pasado, a pesar de la redada policial el hostal se encontraba a rebosar de gente al día siguiente; como nunca lo había visto. Además del nutrido grupo de afganos que llegaron nuevos, la nieve que cayó durante todo el fin de semana frenó el ímpetu de muchos que pensaban atravesar, algunos por segunda vez, los empinados bosques que separan Bulgaria y Serbia.
Igual que el año pasado, el invierno se ha dejado caer de repente por Sofía durante un par de días, antes de desaparecer hasta nuevo aviso. Bulgaria, país verde y montañoso, ha contado siempre con un clima templado y cuatro estaciones bien definidas. Sin embargo, comienza a ser frecuente que a mediados de otoño o en plena primavera la nieve adorne por unas horas la copa de los castaños y robles que pueblan el centro, en tanto que en invierno sus apariciones se han vuelto contadas. Cambio climático o no, las inundaciones y desprendimientos de tierra que han azotado al país en los últimos meses y los nevazos como el del pasado fin de semana evidencian que, de un tiempo a esta parte, el tiempo en la región está atravesando las mismas turbulencias que el clima social y político.
Todavía resuena aquel 20 de febrero de 2013 cuando, en medio de la efervescencia popular provocada por el incontrolado aumento de la factura de la electricidad, un fotógrafo de treinta y seis años llamado Plamen Goranov se prendió fuego delante del Ayuntamiento de Varna, una importante ciudad industrial de la costa del mar Negro. Murió en el hospital tras más de una semana de agonía, convirtiéndose así en el principal símbolo del despertar de un pueblo tradicionalmente dócil y acostumbrado a mantenerse al margen del proceso político.
La muerte de Goranov y las escenas de violencia entre la policía y los manifestantes precipitaron la dimisión en bloque del Gobierno de centro-derecha liderado por Boiko Borísov, exkarateka, exalcalde de Sofía, exguardaespaldas, exadjunto del ministro del Interior, encargado de combatir el crimen organizado y, a sus cincuenta y un años en 2011, nombrado mejor futbolista búlgaro. Lejos de enfriar los ánimos, el anuncio de Borísov los caldeó aún más. Las protestas continuaron y fueron adquiriendo un marcado contenido antimonopolista y, en general, contrario a la corrupción y a toda la clase política. “El problema no era un partido, sino el sistema”, expresaba la mayoría. A partir de entonces Bulgaria se adentró en un particular laberinto político del que aún intenta encontrar una salida y al que, tan sólo unos meses después, se unieron miles de extraños venidos de embrollos lejanos.
Entretanto, hoy, tras abandonar el hostal Europa por segunda vez y ajeno a estos asuntos, Hassan se encuentra enfrascado en su particular lucha contra el sistema. Continúan denegándole el acceso al campo de Ovcha Kupel a pesar de toda la documentación presentada y confiesa tener la sensación de que le están tomando el poco pelo que le queda. No obstante, ha conseguido una cita a las once de la mañana en la sede central de la Cruz Roja y me ha llamado para pedirme que vaya con él. Quedamos a las diez en la entrada de la mezquita.
Una hora más tarde, aparece sonriente y gesticulando por el bulevar María Luisa. Está animado, decidido, resuelto; muy alejado de la actitud alterada y a ratos pusilánime del miércoles pasado. Viste la misma ropa y tiene los ojos enrojecidos y ligeramente cerrados.
—Disculpa el retraso. Es que me crucé con los colegas y me liaron –comenta con voz entrecortada y señalando al otro lado de la calle, donde se encuentran dos de los jóvenes que estaban en el locutorio la semana anterior.
Tras un impetuoso saludo y unos segundos de conversación, comienza a caminar en dirección a la estación de metro de Sérdika, nombre que llevó la actual capital búlgara en la época romana. En un principio se muestra concentrado y reflexivo. Un minuto después, fuera ya del campo visual de sus colegas, su gesto y su actitud cambian de nuevo. Habla en voz baja consigo mismo; parece contrariado y un tanto aturdido.
—¡Bulgaria es el culo de Europa! –explota en voz alta antes de alcanzar la entrada.
—Tú conoces sólo una parte; una de las peores seguramente –replico.
—¡Qué va! En todos lados eres alguien según el dinero que tengas, pero aquí más que en ningún otro sitio en el que yo haya estado. En el poco tiempo que llevo en este país he conocido a gentuza que mueve mucho dinero y va paseándose con cochazos a costa de desgraciados como nosotros. El resto, la mayoría, gente legal y normal, ¡mira cómo vive! –sentencia, señalando a una señora mayor con el pelo completamente blanco y encorvada, una típica baba o abuela que, en mitad de la galería comercial subterránea situada frente a la entrada del metro, mendiga al tiempo que arrastra a duras penas una caja de fruta llena de bolsas.
Bajando las escaleras mecánicas aprovecho para hablarle por tercera vez a Hassan de mi intención de retratar el problema de la inmigración en Bulgaria y Europa a través de historias reales, seguir su procedimiento de solicitud de asilo y documentar sus vivencias. El tema me parece sumamente importante debido a que, en la actualidad, tras más de tres años y medio de guerra en Siria y con la amenaza de expansión del Estado Islámico, los Balcanes se han convertido en la principal puerta de entrada a Europa para cientos de miles de personas.
A pesar de algunos avances en lo relativo a las condiciones de recepción y la rapidez en la tramitación de las solicitudes de asilo, Bulgaria tiene aún muchos asuntos que mejorar y resolver. Su historia y su posición geopolítica, junto con la alarma y el rechazo social que ha generado esta ola de inmigrantes, han convertido este tema en uno de los mayores retos a los que se enfrentarán el país balcánico y la Unión Europea en los próximos años. Sin embargo, los obstáculos que superar y los viejos fantasmas del pasado que ahuyentar no son pocos.
El archiconocido como país más pobre de la Unión Europea se ha visto desbordado, y el actual fenómeno migratorio ha dado lugar a un sinfín de opiniones contrapuestas y extremas. Seguramente no debe de ser fácil, en un país como Bulgaria, explicarle a una baba como aquella y a los búlgaros en general, con un sueldo mínimo de ciento setenta euros, salarios públicos que escasamente superan los trescientos cincuenta euros y unas pensiones que oscilan entre setenta y cinco y ciento veinticinco euros mensuales, que no sólo den la bienvenida a los refugiados, sino que además el Estado les pague mediante el sistema de tasas.
El problema se agrava cuando lo que unos no quieren o no saben cómo abordar, otros, un buen puñado de demagogos y radicales, lo han sabido aprovechar para sacar tajada. Fue el caso de Ataka, un partido ultranacionalista y xenófobo que supo exprimir al máximo el descontento popular en Bulgaria, y en las primeras elecciones anticipadas tras la dimisión de Borísov, en mayo de 2013, se hizo con más del 7 % de los votos. A partir de entonces se intensificaron los escándalos mediáticos y se lanzaron campañas de miedo y acoso contra los miles de personas que entraron en el país el último año.
Los resultados de las últimas elecciones al Parlamento Europeo a finales de mayo de 2014 confirmaban que el auge de los partidos xenófobos había dejado de ser una amenaza para convertirse en una realidad contrastada. La crisis financiera, el declive de la economía real y la austeridad fueron el caldo de cultivo perfecto para el ascenso de formaciones euroescépticas y de extrema derecha en una Europa que creía haber dejado atrás el drama del fascismo. Otro drama, el de los refugiados, atrajo el foco de su ira y constituyó ese riesgo común y externo que estos partidos políticos utilizan para agitar a las masas y movilizar a sus votantes.
Además, está Dublín III –la ley europea que establece los criterios y mecanismos a aplicar en las solicitudes de asilo presentada por un ciudadano de un tercer país o un apátrida– que, lejos de ser un tratado efectivo, ha puesto en evidencia las discrepancias y la fractura existentes entre los países del Norte y del Sur y parece haber dejado suspendido en el aire el ambicioso proyecto de ampliación y profundización europeos. En particular, Bulgaria considera una gran injusticia no formar parte del área de libre circulación de Schengen –la zona que comprende los veintiséis estados europeos que han abolido oficialmente el pasaporte y todos los demás tipos de control fronterizo entre sí– y al mismo tiempo ser una zona amortiguadora y, de acuerdo con el Reglamento Dublín III, contenedora de la inmigración en Europa.
Sea como fuere, de momento, según estadísticas de la Agencia Nacional para los Refugiados, veinte mil personas han llegado a Bulgaria en el último año pidiendo asilo. Si se compara con el millón de refugiados que acoge Líbano, un país con poco más de la mitad de habitantes y menos del 10 % del territorio de Bulgaria, el número resulta insignificante. En el mismo periodo de tiempo, a la Unión Europea han llegado casi medio millón de personas, principalmente de Siria y Afganistán, pero también de otros muchos países arrasados por la miseria y la tiranía. Ese número representa tan sólo el 5 % de un total de diez millones de personas desplazadas y refugiadas en Siria o en alguno de los países limítrofes. Una buena parte de ellas, algo más de ochocientas mil personas, se encuentra actualmente en Turquía, un país que, sabedor de la desesperación de Europa por contener este flujo, toma parte interesada en un complejo juego político del que pretende sacar no sólo dinero, sino también una serie de ventajas que mantengan con vida sus viejas aspiraciones europeas: menos dificultades para viajar a Europa, concesiones de visado, reapertura de acuerdos, etcétera. Sin embargo, todo tiene un límite y si, como parece, la guerra en Siria prosigue y se extiende a otros países de la región, ¿qué pasará cuando el número de refugiados aumente y Turquía diga basta?, ¿hasta cuándo estará la Unión Europea dispuesta a claudicar ante el régimen de Recep Tayyip Erdogan?
Tras la crisis financiera y las condiciones de los rescates o el conflicto armado en Ucrania, este éxodo de jóvenes y familias enteras coloca de nuevo a la Unión Europea frente a un espejo en el que mirarse y reconocerse. Si analizamos la manera en que los diferentes países miembros han interpretado y gestionado este problema hasta el momento, surge una serie de preguntas: ¿logrará Europa evitar una catástrofe humanitaria en su propio territorio?, ¿cuál es el destino que nos espera?, ¿en qué momento se quedaron atrás nuestras aspiraciones y sueños?
Hassan me mira impertérrito. Hace ademán de interrumpirme en varias ocasiones, pero se contiene y me deja acabar mientras asiente y se le escapa una sonrisa irónica.
—Tú intentas entender y contarlo a través de una historia –suspira por la nariz–. Yo todas esas cosas las vivo de verdad y las estoy sufriendo cada día –me espeta mirándome fijamente a los ojos, sin moverse ni pestañear–. Si te dejas, te voy a meter en la cabeza cómo un emigrante errante rehace su vida. Créeme, ¡va a ser un final maravilloso! –afirma justo en el momento en que el tren asoma por el andén.
—¡Ojalá sea así y pueda verlo para contarlo! –le contesto en el momento en que las puertas se abren y comienza a salir la gente. —¡Entonces tendrás que estar a mi lado y viajar conmigo! –exclama mientras se sube al tren, retorciéndose de risa y tapándose la boca.
El vagón se encuentra casi vacío, y aun así Hassan se dirige a uno de los extremos para apoyarse contra una puerta con las manos en la espalda. Por primera vez da signos de cansancio y abatimiento. No deja de repetir algo para sí mismo y se frota la cara con la mano derecha. Tras un par de minutos en silencio, cabizbajo e inmóvil, se lleva la mano al bolsillo interior derecho de la chaqueta y saca una agenda negra de anillas de diez por quince centímetros.
—Mira, te voy a enseñar algo muy personal y que hace mucho tiempo que no enseño a nadie.
De la agenda saca una fotografía antigua en color, desaturada y desgastada. En ella aparece, en primer plano, una familia posando en un paraje rural y vallado. En el centro, un joven con boina y uniforme verde caqui se encuentra agachado, sujetando y besando las manos de una pareja mayor. A su derecha, el hombre, que lleva en sus brazos a un niño pequeño, viste pantalones marrones y una larga y fina camisa azul oscuro. A su izquierda, una mujer con un traje blanco y un pañuelo que sólo permite ver parte del rostro mira a la cámara con gesto serio y orgulloso. A su lado, otro veinteañero posa con chaqueta de pana marrón, camisa blanca y las manos dentro de los bolsillos del pantalón de pinzas marrón. Detrás de ellos, tres jóvenes, también con uniforme, descansan recostados contra la verja de metal. Hassan habla pausadamente, como sumido en el pozo de recuerdos que le trae esa imagen.
—Estos de ahí son mis padres y el otro de la camisa blanca un amigo de la infancia que está en Marruecos.
—El uniforme que llevas, ¿es militar?
—Sí. Estudié toda mi puta vida para ser alguien. Mi madre es una mujer de casa y mi padre era un humilde pintor de brocha gorda que ganaba lo justo para pagar la casa y mantener a sus nueve hijos. Invirtieron tiempo y dinero para que hiciera carrera en el ejército. El objetivo era ser piloto, pero no pudo ser. De donde no hay no se puede sacar.
—¿En qué año fue eso?
—Pues en el año 84 más o menos. Yo tenía diecinueve años. Durante unos segundos se queda absorto mirando la foto. Los ojos comienzan a humedecérsele, y la voz le tiembla y se le resquebraja.
—Este hombre ha hecho virguerías. Siempre ha trabajado y jodido su vida por nosotros. Cuando yo entré en la academia militar vino a visitarme alguna vez. Esta foto es de una de esas visitas y todo lo que me queda de él… Luchó y luchó porque sabía lo difícil y jodido que es un país como Marruecos que no ayuda a su pueblo. Fíjate en su ropa y los zapatos… –relata conmovido.
Una vez Hassan se sorbe los mocos y se frota rápidamente las mejillas, oímos que la megafonía anuncia la llegada a la estación James Bourchier, ubicada en uno de los márgenes del prestigioso e histórico barrio de Lozenets y última parada de la línea azul.
Caminamos a paso lento por el bulevar Cherni Vrah, una de las arterias que conectan el centro de Sofía con los barrios residenciales del sureste, situados en la falda del imponente macizo montañoso de Vitosha, símbolo omnipresente de la ciudad. Tras recorrer trescientos metros, Hassan gira a la izquierda, justo antes del inicio de una empinada cuesta que baja hasta el Palacio Nacional de la Cultura, conocido por sus siglas en búlgaro, NDK, un majestuoso centro de congresos de once plantas que se terminó de construir en 1981. Al igual que el monumento del monte Buzludja y el Museo Nacional de Historia, esta imponente construcción fue proyectada por la entonces ministra de Cultura Lyudmila Zhivkova, hija del dictador Todor Zhivkov, con el fin de reforzar el espíritu nacional en vísperas de la celebración del milésimo tricentésimo aniversario del Estado búlgaro, el más antiguo de Europa que conserva su nombre y cultura, como recalcan los búlgaros con orgullo.
El edificio al que Hassan debe ir está al comienzo de la calle, pero decide pasar de largo buscando calmar los ánimos y alguna tienda donde comprar tabaco y un café para llevar.
—¿Por qué saliste de Marruecos tan joven y teniendo la posición que tenías? –pregunto tras un rato de silencio.
—Como soldado y miembro del Gobierno oficial, cometí una equivocación. Aunque sé que hice lo correcto desde el punto de vista humano y mi conciencia está tranquila, la cagué, y por eso estoy así ahora. Ese hecho ha marcado el resto de mi vida. Pero vamos a cambiar de tema –propone súbitamente mientras abre el paquete de tabaco y echa abundante azúcar en el café—. ¿Tú sabes lo que es haiya?
—No.
—Pues mira, nosotros, en Marruecos, tenemos haiya –comenta mientras echa a andar–. Se trata de una persona creyente y practicante. Mi madre, te hablo de algo muy personal –advierte–, ha estado en La Meca y va a la mezquita. Ella es haiya y da a todo el mundo. Es decir, si alguno de sus hijos necesita algo, ella les ayuda. Pero esa haiya duerme, y al despertarse por la mañana, ¿encuentra el dinero debajo de la almohada? Yo he vivido mi vida –prosigue tras una breve pausa– y he cometido equivocaciones, pero mi objetivo siempre ha sido también el de ayudar a mi madre y a mis hermanos. Y créeme que he enviado dinero desde cualquier lugar y de todo corazón. Yo lo daba para mi madre y ella lo partía. Cada uno piensa que haiya todo viene de ella, pero en realidad haiya, sin mí, no es haiya. Cuando llegué deportado a Marruecos algunos conocían ese cuento y otros lo ignoraban y por tanto no estaban agradecidos. Pensaban que yo había hecho todo para mí y no por ellos. Eso a mí me dolió de cojones.
—¿Y tu padre?
—Muerto. Pero olvida eso ahora. Como te decía, yo había luchado. ¿Para qué? ¿Para que me vengan haciendo cuentos por dos duros después de que toda mi vida he tenido presente a mi familia? ¡Vamos, no me jodas! –exclama lanzando la colilla al suelo con rabia y dando un puntapié al entrar en el aparcamiento del edificio.
Entre el modesto hotel Hill y la torre de oficinas homónima se encuentra un antiguo edificio de cinco plantas de hormigón, blanco, con la parte inferior de las ventanas de color naranja teja. En lo que antiguamente fue el hotel Krapets está ubicada la oficina central de la sección búlgara de la Cruz Roja. Nos sentamos en las escaleras de la entrada y Hassan se enciende otro cigarro. Es la una menos cuarto.
—El tiempo que estuve en Marruecos me dio para reflexionar y me di cuenta de que no pintaba nada. Mi vida allí no está segura y, aunque lo ame con toda mi alma, ese país nunca volverá a ser el Marruecos que yo dejé siendo un crío. Entendí que las únicas personas que de verdad me querían y por las que tenía que luchar eran mi mujer y, sobre todo, mi hija.
En ese momento, justo cuando Hassan tira el cigarro al suelo y se pone en pie de un brinco, aparece tras la puerta de uno de los tres ascensores la directora del departamento para migrantes y refugiados, Mariana Stoyanova, una mujer joven de ojos claros y media melena, que se dirige rápidamente hacia el ventanal mientras habla por teléfono. Hassan entra en el vestíbulo y se dirige al mostrador, donde un hombre mayor le pide que espere en un sofá situado cerca de la puerta de entrada. Al llegar a él, se deja caer derrotado, se quita la gorra y me pide que sea yo el que hable con Mariana.
—Nuestra financiación es 100 % de Acnur [Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados] y son fondos muy limitados. Vamos a pagar las operaciones de dos personas y tenemos instrucciones de no pagar rentas ni acomodar gente porque, en general, no tenemos dinero para él ni para nadie. Han reducido fondos… –informa sobriamente Mariana antes de saludar a un Hassan que, de repente, se hace el atento y pone cara de cordero degollado.
—Lleva más de una semana hablando con unos y otros. Todo el mundo sabe de su caso, pero él sigue sin poder quedarse en Ovcha Kupel a pesar de tener su carta verde –le contesto.
—Entiendo, pero…
Tras unos largos segundos en los que se muestra dubitativa e impaciente, Mariana afloja y acaba por ofrecer una solución.
—A ver, nosotros quizá podamos acomodarle tres o cinco noches máximo en un hostal del centro con el que tenemos un convenio y que nos cobra sólo diez levas la noche. Vanya os indicará la dirección. Eso es todo. Y después, ¿qué?
—Pues supongo que es tiempo más que razonable para que los papeles sean transferidos de Pastrogor a Sofía. Ya han pasado casi cinco semanas.
—No tienen base de datos electrónica. Los documentos se transfieren físicamente con el servicio de correos.
—Aun así, parece un tiempo más que suficiente –insisto.
—A eso la Cruz Roja no puede responder.
—¿Quién entonces?
—La Agencia Nacional para los Refugiados o el Bulgarian Helsinki Committee (Comité Búlgaro de Helsinki). No sé si ellos podrían agilizar el asunto.
Entonces aparece Vanya, una chica de poco más de veinte años, discreta y afable. Me entrega un papel con la dirección del hostal y nos indica cómo llegar hasta allí. Tras darle las gracias, Hassan se levanta y sale cabizbajo por la puerta principal.
De camino al metro no parece especialmente contento, aunque sí algo más sereno. Camina deprisa y se muestra pensativo. De nuevo en el bulevar Cherni Vrah, se detiene frente al primer edificio que encuentra a su derecha.
—Sabía que si tú no vienes conmigo no me hacen ni puto caso y nadie mueve un dedo. Pero bueno, da igual. Llevo sin comer desde ayer. Quiero sentarme en algún lugar como las personas normales. Toma este dinero y cámbialo en ese banco de ahí, que yo invito –me pide tras sacar un billete de cincuenta euros del bolsillo del pantalón.
—Pensaba que no tenías dinero.
—Mi mujer me envió el sábado. Pero bueno, olvida eso; es otra historia.
Al poco de pasar la estación de metro, Hassan se adentra en un típico mercado de barrio compuesto por varios puestos de fruta y verdura cercados por pequeñas estructuras metálicas. Algunas son contenedores reciclados y reconvertidos en negocios de comida rápida donde se preparan pizza, döner kebab o la clásica banitsa con sirene, una masa de hojaldre hecha con mantequilla y rellena del tradicional queso blanco, de los que se desprende un inconfundible aroma a horno, queso fundido y carne especiada a la brasa.
Finalmente se decide por el único puesto que prepara pescado. Tras pensarlo un rato, ordena un par de rodajas de salmón a la plancha, una bandeja pequeña de tza tza[pescadito frito] y otra de patatas fritas, además de un tipo de pez empanado de tamaño medio cuyo nombre desconoce pero que le recuerda a uno que comía en Marruecos y le encantaba.
Tras pagar con un billete de veinte levas, se dirige al supermercado que hay justo detrás de los puestos de frutas. Quince minutos más tarde aparece en la caja registradora cargado con pan, snejanka, un manojo de cebolletas, dos vasos de plástico y una botella de vino barato. —En España el pescado se toma con vino blanco. ¿Es mentira eso? –pregunta divertido alzando la voz antes de pagar.
Cruzamos la calle y Hassan camina hacia el borde elevado de una rampa que conduce a un aparcamiento subterráneo. El sol da de lleno y parece el único lugar seco de los alrededores, ideal para disfrutar del banquete. Abre la botella de vino, se sirve medio vaso y lo bebe de un trago, a modo de cata, antes de suspirar y llenar el vaso de ambos. Come con las manos y a ratos con ansia, sin articular palabra. Tras unos minutos, aminora el ritmo, se pone en pie sujetando un trozo del pescado sin nombre con la mano derecha y le da un trago al vaso de vino para después de nuevo inspirar hondo y comenzar a hablar emocionado y pausado.
—¿Sabes? Todavía tengo en mi mente la imagen de esa despedida cuando salí de Marruecos por última vez el año pasado. Ella llora. He visto cómo cambia su cara totalmente. Esa vieja, como mujer de campo que es, se muestra fuerte, pero puedo sentir cómo por dentro tiene el corazón roto. Me quiere, pero está dolida porque me voy. Poco antes me dijo algo que no puedo olvidar: “Estos son mis hijos. A ti no te voy a ver más. Tú eres mi hijo preferido, sí. Pero tú no vives conmigo, no estás. Aquí están mis hijos que veo todos los días. Ellos necesitan ayuda, tú no” –relata antes de lanzar el trozo de pescado contra la bandeja de patatas–. Ha pasado tiempo y a duras penas he asimilado que en esto algunos tienen suerte de tener a esta vieja. Un desgraciado como yo sólo puede tener la imagen de esa mujer que lucha por sus hijos, que los quiere bien vestidos, que tengan casa y buen nivel social. Pero da igual. Quiero y respeto a mis hermanos, cada uno con sus cosas. Al fin y al cabo, yo soy el mayor y así es la vida. Para que uno viva bien, otro tiene que joderse. Eso es así, José, hay historias que no pueden entenderse si no las vives en primera persona –apostilla negando con la cabeza antes de dar un último trago, estrujar el vaso y empezar a recoger.
De camino al metro se para junto a un contenedor para tirar la bolsa con las sobras. Mira la botella de vino vacía con rostro apesadumbrado, como si se estuviera observando en un espejo y pudiera ver reflejada toda la miseria que le rodea. Tras un par de segundos, lanza un leve suspiro acompañado de una mueca.
—El alcohol es mal vivir, pero a veces uno intenta olvidar tantas cosas personales que no quiere saber nada –comenta dejando caer la botella–. La vida no es justa y nunca lo será. Eso es así y, a pesar de esto, hay que luchar con el corazón. Al menos, si no es por ti, por la persona que quieres. Aunque a veces sea tarde… Imagínate tú una familia humilde de un lugar pobre como Marruecos. Si esto no lo puedes cambiar por mucho que lo intentes, ¿cómo puede un gobierno cambiar un país? Hablamos de algo más profundo y complejo. ¿Cómo puede la gente que hace la ley cambiar algo si no podemos cambiar las cosas cotidianas de la vida?, ¿cómo puede un reportaje sobre un desgraciado como yo cambiar algo? –pregunta dándome una leve palmada en la espalda mientras bajamos las escaleras del metro.
Casi una hora después llegamos al hostal Crosspoint, situado en una callejuela paralela al bulevar Vasil Levski de un lado y a la concurrida calle Zar Shishman de otro, a la altura de la iglesia ortodoxa de los Siete Santos Letrados, la misma que hasta principios del siglo XX fue la mezquita Negra. Subimos por las escaleras hasta el tercer piso del edificio y, tras el pertinente saludo y registro, la joven recepcionista lanza un rápido e instintivo repaso a Hassan, que se encuentra como ausente, mirando un corcho enmarcado con fotografías y notas de algunas de las personas que han pasado por el hostal y un póster de la película del oscarizado Roberto Benigni La vida es bella. Amablemente, nos muestra las zonas comunes antes de llegar al cuarto de Hassan.
Se trata de una habitación amplia y sobria que huele a limpio y cuenta con dos camas individuales y cuatro literas. Está ocupada tan sólo por un joven mochilero que acomoda sus cosas en una de las literas del fondo. La recepcionista le indica en inglés a Hassan las normas y horarios del hostal y este la mira fijamente, con una ligera y forzada sonrisa ante la cual la muchacha, visiblemente nerviosa, reacciona dándole rápidamente las llaves antes de salir apresuradamente del cuarto. Él se queda apoyado en una de las literas, mirando al joven deshacer la maleta con la misma sonrisa y cierto aire de melancolía.
—Yo me he movido mucho, pero de otra manera. La diferencia está en el documento que lleva ese chaval guardado en la cartera. ¡Lo importante que es ese jodido papel! Por eso le envidio, no por otra cosa. Me gustaría poder moverme donde me dé la gana sin tener que esconderme –lamenta afligido–. Bueno, da igual. Venga, vámonos.
—Yo voy al hostal a ver a Said y a su compañero, ¿y tú?
—Voy contigo, tengo que ver a los chavales en un bar donde quedamos siempre, el Mama África. Los pobres están durmiendo en una casa abandonada, al lado de la estación. No sabes el frío que hace allí y la cantidad de gente y de mierda que hay… A ver si existe la forma o no de salir de este país –comenta tirando de la puerta.
—O sea que al final lo de intentar ser legal y obtener algún documento lo has descartado.
—No es eso, pero soy realista, y en la situación en la que estoy no puedo descartar nada. Es mejor tener siempre una alternativa o un plan B. Mis paisanos llevan demasiado tiempo en este país y viendo cómo sufren me da para entender lo que me espera si me quedo atrapado en este agujero. Además –añade tras una pausa–, cuando recibí el dinero el sábado, pagué la habitación del otro hostal hasta el miércoles. Así que les dejaré quedarse allí.
Al cabo de unos minutos, torcemos a la izquierda por el bulevar Zar Osvoboditel y caminamos recto en dirección a la Pequeña Beirut. A lo largo de esta avenida de adoquines dorados, una de las más transitadas de Sofía, se concentran algunos de los ministerios, museos y edificios más representativos de la ciudad. Su nombre se debe al zar Alejandro II de Rusia, que liberó el país durante la guerra que, entre 1875 y 1878, enfrentó a otomanos y rusos en buena parte de la península balcánica y supuso el inicio del renacimiento de la nación búlgara.
Con el día a punto de llegar a su ocaso, el termómetro baja hasta los cero grados, y el ligero viento que sopla del este hace que la sensación térmica sea de aún más frío. Además, el sol ha acelerado el deshielo y generado un vapor fino que penetra en la ropa. Mientras Hassan renquea por la acera, los últimos espectros de luz acarician y funden la escasa escarcha que resiste en los árboles del parque San Clemente de Ohrid, entre la universidad homónima y la Asamblea Nacional.
Cien metros más adelante, Hassan fija la mirada en la puerta principal del edificio neorrenacentista del Parlamento unicameral búlgaro, donde figura esculpido su lema: “La unión hace la fuerza”. A la izquierda se encuentra la plaza de la Asamblea Nacional, semicircular y tachonada por dos bancos, un casino, un hotel de lujo y un famoso club nocturno de pop folk, uno de los antros preferidos por la gente que ha hecho fortuna con métodos dudosos y que gusta de exhibirse con automóviles de alta gama y damas elegantes y voluptuosas.
Le cuento a Hassan que, durante el fin de semana y a partir de medianoche, es habitual ver aparcado frente al Parlamento y la discoteca un autobús rosa en el que mujeres semidesnudas llaman la atención desde la puerta a todo el que pasa por allí. Se insinúan e invitan a los transeúntes a que entren y vacíen sus carteras en tanto que se relajan bebiendo un trago y disfrutando de sus servicios eróticos.
—¡Venga ya! ¡No me jodas! ¿En serio? –pregunta Hassan incrédulo–. En mi país, simplemente por que se te pase eso por la cabeza te cortan los huevos. En Alemania, aunque tienen la mente abierta, no son tan descarados, y pasan vergüenza con estas cosas. En España no sé cómo será ahora, pero en mi época todo valía. No me extrañaría que se hubiera inventado allí.
Desde junio de 2013, poco después de las primeras elecciones anticipadas tras la renuncia de Borísov y durante más de un año, esa plaza fue también el principal escenario de las protestas diarias en las que miles de personas expresaron su repudio ante un gobierno de minorías liderado por el Partido Socialista de Bulgaria (BSP), secundado por el Movimiento por los Derechos y Libertades (DPS), partido de la minoría turca y bisagra oficial del país, y apoyado por Ataka. En aquella ocasión la chispa que encendió el clamor popular fue el nombramiento de Delyan Peevski, diputado por el DPS y polémico empresario con intereses privados en varios medios de comunicación, como jefe de los servicios de inteligencia del país sin ningún tipo de debate parlamentario.
“En Turquía, el partido comunista está prohibido. Sin embargo, aquí son los turcos y los comunistas los que gobiernan; ¿por qué soporta Ataka en el Gobierno a los turcos si los odia?, o ¿qué sentido tiene la unión de un partido proeuropeo como el DPS con otro que quiere estrechar los lazos con Rusia como es el BSP?”. Esas eran algunas de las preguntas sin respuesta que provocaron la exacerbación de una buena parte de los búlgaros que acudían a diario a la plaza de la Asamblea Nacional.
Quinientos metros más allá, Hassan se detiene frente a la estatua de santa Sofía, la patrona de la ciudad, que sostiene en sus manos los símbolos de la fama y de la sabiduría y luce en la cabeza dorada la corona de Tjuhe, la diosa del destino. Con el brazo izquierdo apuntando al Norte, esta escultura de veinticuatro metros de altura separa la Pequeña Beirut y la parte monumental y comercial del centro. Hassan rebusca en los bolsillos del pantalón y la chaqueta hasta encontrar un papel con un número de teléfono. Resopla aliviado, se enciende un cigarro y se adentra en la calígine que envuelve el mercado de Halite y la mezquita Banya Bashi.
Una vez allí, el tráfico de coches y personas yendo y viniendo es incesante. Los vagones de los tranvías están repletos de viajeros que enfilan el camino a casa encogidos y arrastrando la mirada, triste y cansada, a través de las ventanillas. A unos metros del hostal, en la acera de enfrente, Hassan pasa al lado de tres búlgaros en camiseta que desafían al frío bebiendo cerveza y fumando alrededor de una mesa alta situada frente al escaparate de un bar. Cruza la calle e intenta entrar en el hostal para ver a quién encuentra, pero, a diferencia de la semana pasada, la puerta está cerrada. Decide no pararse y continúa su camino hasta el Mama África.
—Gracias por acompañarme. Te avisaré cuando me llamen y me mude al campo de Ovcha Kupel –se despide.
Justo en el momento en que Hassan desaparece por la perpendicular Ekzarh Yosif, cuatro jóvenes afganos se cruzan con él. Aparecen de entre las tinieblas resoplando y encogidos de frío, mal vestidos con finas sudaderas con capucha y calzados con deportivas raídas. Uno de ellos afirma conocer un truco para abrir la puerta, pero, antes de ponerlo en práctica, esta se abre y del interior sale un hombre alto, grueso, con bigote y vestido con una gabardina negra, bombín y los pantalones subidos hasta el ombligo, al estilo de Oliver Hardy. Los chicos dan dos pasos atrás ipso facto y se quedan quietos con la cabeza gacha.
—Quitad del medio, ¡fuera! –muge el gordo del que me hablaba Hassan el otro día; mientras, levanta el brazo con el que sujeta su morral de cuero contra el pecho y cierra la puerta impidiéndonos la entrada.
Tras perderse de vista por la calle Pirostka, el dueño del hostal aparece por el callejón y abre con una llave que luego se guarda en el bolsillo del pantalón.
—Hemos tenido que arreglar la puerta. Cada dos por tres se colaba gente sin cuarto o amigos de huéspedes. Ahora doy una llave por habitación. No hago más que meter dinero en este lugar.
—¿Y tú? ¿Qué haces otra vez aquí? –me pregunta frunciendo el ceño y cambiando el gesto y la entonación.
—He venido a ver a Said, el joven sirio.
—¡Sí, claro! Bueno, ya me contarás en otro momento cuál es tu negocio –me dice sonriendo antes de marcharse a cobrar.
A la extraña mezcla de olores, los electrodomésticos obsoletos y los colchones que decoran la entrada se unen esta noche una pila de maderas carcomidas y el respaldo de un antiguo sillón de piel marrón. Al final del pasillo, cinco jóvenes fuman y pasan el rato en el viejo y destartalado sofá que preside la zona común. Frente a ellos, por las escaleras del segundo edificio, salen con prisas dos muchachos que parecen menores de edad y que se apartan asustados contra la pared al verme.
Una vez en la diminuta y oscura sala de entrada, a la izquierda se vislumbra una puerta resquebrajada de la que sobresalen una maraña de cables pelados y tres tuberías mugrientas y oxidadas. Enfrente, a no más de cuatro metros, se encuentra un primer pasillo con dos puertas a cada lado e iluminado por una débil luz anaranjada. De una de las puertas de la izquierda, la más próxima a las escaleras que suben a las otras dos plantas, sale un joven vestido con chándal y hablando por el móvil que se dirige con prisas, llave en mano, a la puerta de enfrente, a lo que parece un minúsculo baño.
A medida que subo las escaleras en dirección a la segunda planta, el olor a cochambre y a sudor es cada vez más fuerte y desagradable. Las paredes son de color blanco y están decoradas con varios pegotes oscuros y un marco ovalado de color ocre que contiene un bodegón de varios girasoles sobre un fondo rojo. En el último escalón, y enfilando el pasillo, un joven afgano en cuclillas se encuentra estratégicamente situado debajo de la única bombilla operativa. Observa ensimismado la pantalla del móvil y le da hondas caladas al cigarro que sujeta con la mano derecha. Frente a él, al lado de la entrada a las habitaciones del segundo piso, continúa la escalera que sube a un tercer piso en el que vive el dueño con su esposa.
La segunda planta cuenta con tres habitaciones, dos a la izquierda y una a la derecha. Entre los cuartos se encuentra un frigorífico, con una imponente botella de whisky de cinco litros vacía y llena de polvo. Al fondo, a la derecha, se abre un pequeño espacio que forma una ele con el pasillo, y en el que dos jóvenes de piel oscura y rasgos asiáticos se dan la espalda mientras preparan algo de comer. Uno de ellos, sentado en una silla de plástico, remueve el contenido de una cazuela apoyada sobre un viejo tablón de madera que hace las veces de mesa; el otro, por su parte, prepara un sofrito en una ennegrecida cocina eléctrica repleta de óxido y pegotes de grasa. A pesar de toda la inmundicia y la decadencia que impregnan la escena, el vapor que se desprende de la sartén produce un agradable aroma a cebolla y curry que camufla el olor a fluidos corporales y desperdicios que predomina en el resto del hostal.
Tan sólo un par de metros a la izquierda de la cocina se encuentra la habitación 203. La puerta está entreabierta y a la derecha puede verse a Said sentado en el borde de una cama individual liándose un cigarro. Va vestido con pantalones vaqueros, jersey grueso azul marino y un pañuelo perfectamente enrollado alrededor del cuello. Su cuidada estética y su buena planta le distinguen del resto de los huéspedes del hostal y de la gran mayoría de los extranjeros que se mueven por el barrio.
Al fondo del cuarto, delante de un espejo roto apoyado contra la pared, se encuentra un chico de pie, descalzo, cabizbajo, con los ojos cerrados, los brazos cruzados y las palmas apoyadas contra el pecho. Se trata de Larabi, un joven marroquí extremadamente delgado, con el pelo corto, facciones marcadas y nariz aguileña. A pesar del rumor provocado por la televisión y el constante ir y venir de gente, parece absorto. Cada poco tiempo, se arrodilla sobre un paño rectangular a modo de alfombra, besa el suelo y se vuelve a levantar.
Mientras Larabi continúa rezando, Rayen, un treintañero de Argelia que no articula palabra y va con la cabeza gacha, despliega un extremo de la mesa de madera situada en medio de los escasos veinte metros cuadrados que conforman el cuarto; apoya en ella una sartén con huevos revueltos y tomate que acaba de preparar y abre una bolsa de pan de molde barato. Antes de sentarse, se dirige al pequeño mueble de la televisión, situado contra la pared a la izquierda de Said, al lado de la puerta. En la parte de abajo guardan tres platos, unos pocos cubiertos y una botella de aceite de girasol del color del vinagre junto con una maraña de cables y baterías de teléfono móvil. Agarra una bolsa y un bote pequeños escondidos detrás del aceite y se sienta en la esquina de uno de los dos colchones que completan la mitad izquierda del cuarto. Tras salpimentar en abundancia, se sirve un vaso de refresco, despedaza en tres una rebanada de pan y comienza a comer con ansia directamente de la sartén.
Mientras tanto, Said termina de liar el cigarro, recoge su teléfono móvil y me enseña una fotografía. En ella se le aprecia en primer plano, apoyado en la barandilla de las escaleras de la zona común. Arriba, en segundo plano y de forma difusa, aparece un adolescente en calzoncillos junto a un hombre con uniforme azul. Apenas se les distingue a causa del fogonazo provocado por el flash de la cámara al rebotar en la placa que lleva prendida al pecho.
—El policía se enfadó mucho por la fotografía y me gritó que me fuera a la calle si no quería tener problemas. Así que me fui con Larabi a pasar frío al lado de la mezquita. Larabi estaba muy asustado porque lo único que tiene es una hoja blanca, escrita en búlgaro y sin fotografía, que le dieron al salir de Busmantsi. Según le han dicho, tan sólo certifica que ha pasado catorce meses encerrado. El otro día tuvo suerte, si hubieran querido podrían habérselo llevado porque ese papel en realidad no sirve para nada.
—¿No ha solicitado asilo estando allí o al salir? –pregunto extrañado.
—¡No lo sabe ni él mismo! –exclama con una ligera sonrisa socarrona antes de encenderse el cigarrillo y recoger restos de tabaco y migas del extremo de la mesa opuesto al lado en el que come el argelino–. Trabaja ilegalmente todo el día en una obra por veinte levas y no tiene tiempo de encontrar a alguien que le ayude con su situación legal. Del hostal al trabajo y del trabajo al hostal… Ya le dije que debería ir cuanto antes a Acnur o alguna organización que pueda informarle, pero tiene miedo de faltar al trabajo y que no le vuelvan a llamar. Dice que necesita el dinero y tener el tiempo ocupado. De hecho, es el único que puede guardarse algo de lo que gana porque no fuma, no bebe y casi no sale por miedo.
Larabi termina de orar. Se frota la cara y abre lentamente los ojos. Parece como salido de un trance. Casi al instante, el argelino termina de engullir su cena y se deja caer en el colchón de matrimonio con la ropa puesta. Sin sábana, colcha ni manta que le protejan del frío, se coloca en posición fetal. Un minuto después de cerrar los ojos, comienza a roncar levemente. Por su parte, Larabi, tras colocarse las gafas y tomar una almohada, se sienta en el colchón de al lado, perpendicular al de matrimonio, y apoya la cabeza contra la pared. Permanece inmóvil, mirando al infinito y tapándose la nariz por el denso humo acumulado en el cuarto a pesar de que la ventana está abierta.
—Es buena persona, pero se encierra mucho; es muy religioso y nunca hace nada malo; apenas habla y evita meterse en líos. A pesar de ello, siempre ha tenido muy mala suerte –comenta Said tras levantarse y recoger su chaqueta del armario situado en la esquina, al lado del espejo roto y detrás de la cama sobre la que estaba sentado.
—Pregúntale por qué estuvo más de un año en un campo cerrado –le pido.
Tras la pregunta, Larabi se incorpora, se ajusta las gafas y mira fijamente a Said. Con emoción contenida y voz tímida, relata de manera pausada el periplo que le llevó a permanecer encerrado más de un año en uno de los dos centros de detención administrativa para extranjeros de Bulgaria. Poco a poco, conforme Larabi avanza con la historia, el gesto afable de Said comienza a cambiar.
Resulta que su detención está relacionada con un famoso suceso que tuvo lugar en la Pequeña Beirut el 1 de noviembre de 2013, hace prácticamente un año. Aquel viernes por la noche, según publicó la prensa local, un inmigrante de nacionalidad argelina atracó y apuñaló a una joven universitaria búlgara que trabajaba a tiempo parcial en una tienda cercana a la mezquita. Este incidente coincidió con el incremento de personas que atravesaron irregularmente la frontera entre Turquía y Bulgaria. El revuelo mediático y el posterior clamor popular fueron el preludio de una serie de redadas policiales que acabaron con todos los norteafricanos indocumentados en Busmantsi.
Tal y como Said traduce simultáneamente, Larabi había salido de Lyubimets pocos días antes del asalto a la joven búlgara y se encontraba en Sofía intentando pedir asilo. En el edificio administrativo de la Dirección de Inmigración, en el bulevar María Luisa, le dieron un papel y le indicaron que debía ir al campo de Ovcha Kupel, donde se encuentra una oficina administrativa de la Agencia Nacional para los Refugiados. Sin embargo, cuando se dirigía hacia allí, un coche de policía le abordó y se lo llevaron a Busmantsi sin ningún tipo de explicación. Allí conoció al argelino que ahora duerme a su lado y al que encerraron por el mismo motivo. Ambos permanecieron durante once meses sin ningún tipo de representación legal hasta que, hace cerca de un mes, les dejaron salir.
—¿Sabes lo que no entiendo de esta gente? –pregunta Said tras acabar de traducir–: ¿cómo se les ocurre venir a Europa sin saber hablar siquiera un poco de inglés?
—Pues no lo sé, pero ¿por qué salió Larabi de Marruecos? ¿Cuál es su historia?
—Se lo puedo preguntar, pero en otro momento. Tengo que llamar a Siria y aquí se ha ido el wifi. Voy a ir a tomar un café, comer algo y conectarme en el McDonald’s –replica antes de despedirse de Larabi y salir por la puerta.
En el pasillo se nos cruzan un afgano que se dirige al baño y otro que hace unos cuarenta y cinco minutos se encontraba en la zona común y ahora sujeta una olla llena de cebolla y tomate. En esta ocasión, en vez de asustarse, me dedica una tímida sonrisa antes de aliviar la carga sobre el fogón eléctrico.
—Esta gente es muy sencilla. Ahora tienen miedo, pero después de un tiempo se acercarán a ti y te pedirán que les saques fotos para colgarlas en Facebook –comenta Said con la misma sonrisa socarrona.
Tras dejar atrás el hostal, Said se dirige al cruce de Zar Samuel con la calle Pirotska y gira a la izquierda. Son casi las nueve y una compacta niebla cubre por completo cada rincón del barrio. Pasados unos metros, se topa con una pequeña rotonda de piedra sobre la que un par de hombres fuman y conversan mientras una anciana cargada con dos bolsas de supermercado se les cruza lentamente. Resulta difícil imaginar que esta misma vía peatonal que ahora luce oscura, desangelada y silenciosa estuviera hace poco más de dos horas repleta de gente que paseaba alrededor de las tiendas y cafeterías que la circundan. Sólo al final de la calle, a la altura del mercado de Halite y antes de alcanzar el bulevar María Luisa, puede distinguirse el resplandor que emite el rótulo de una tienda abierta las veinticuatro horas y que contrasta con el lúgubre entorno.
Al entrar, Said saca de su pantalón la cartera y el tabaco. Tras esquivar un par de estantes con botellas de licores se dirige directo al mostrador. Por dentro, este tipo de tiendas, muy comunes en Bulgaria, suelen tener un aspecto moderno y en ellas se venden todo tipo de chucherías, comida basura y marcas de alcohol y cigarrillos. El espacio está saturado de artículos que parecen amontonados de cualquier manera pero que, por el contrario, están estudiadamente emplazados. De noche, además del tabaco, el producto más demandado es el café. Resulta bastante más barato que el de una cafetería o restaurante y, en cuanto a calidad y salvo excepciones, es muy parecido.
—El de aquí es el mejor de la zona. Además, el tipo es simpático, uno de los pocos que no nos mira con cara de odio o miedo –recalca Said.
Antes de ponerse en marcha, el dependiente le entrega un kasmet, un pequeño papel enrollado que los clientes cogen junto con el café y que lleva inscritos una palabra o un pequeño texto que predice tu suerte. Said lo abre y lee en alto:
—Patuvane! –exclama, con su característica mueca, la palabra búlgara que significa viaje–. Esto parece una señal –concluye con ironía antes de dejar el kasmet en el mostrador y salir por la puerta.
Cien metros más adelante, tras doblar a la derecha por el bulevar María Luisa, se sienta en la terraza del McDonald’s. Durante unos segundos, Said observa el estrecho rótulo iluminado que asciende paralelamente a la segunda y tercera plantas del edificio, con el fondo rojo y las letras blancas y en cirílico, Mакgонaлgс. Vuelve la vista hacia la pantalla de su teléfono móvil e intenta conectarse a Skype mientras bebe el café y se enciende un cigarro. Por algún motivo, no consigue hablar con su padre. Da un par de sorbos del vaso de plástico y vuelve a intentarlo sin suerte. Pasan unos segundos en los que se muestra contrariado.
—Esto es muy raro. Normalmente a esta hora siempre hay alguien conectado. Me preocupo porque las tropas de Bashar al-Ásad están cerca de Daraa y me han dicho que planean un ataque por la zona donde está mi familia.
Un par de minutos después, como llegados de la nada, se acercan dos audaces niños de diez años que pretenden hacerle un truco de cartas a cambio de unas monedas. Said los mira con ternura, pero rápidamente vuelve su mirada hacia la pantalla del teléfono móvil. Al poco de irse los chicos, tras un nuevo intento en vano, Said alza la vista y se queda observando durante unos segundos las siluetas de cuatro jóvenes que cruzan la calle y se dirigen a la mezquita con mochilas, encorvados y la cabeza tapada.
—No quiero juzgar a nadie, supongo que cada persona tiene su historia, pero pienso para mí: si sus países tienen recursos, ¿por qué Larabi y esta gente no intentaron hacer algo para que las cosas vayan mejor al igual que se hizo en otros países árabes?
—¿Crees que en tu país las cosas están mejor o lo estarán en los próximos años?
—Pues no, pero no es algo que hayamos buscado. No fuimos los manifestantes quienes disparamos primero. La gente salió a la calle para expresar su opinión democráticamente y el Gobierno empezó a atacar a su propio pueblo; un pueblo que reclamaba cambios.
A Said le gusta recalcar que su ciudad, Daraa, es la cuna de la revolución. Allí comenzó la primera rebelión ciudadana, alentada por la primavera árabe, contra el Gobierno represivo de Bashar al-Ásad, presidente de la República Árabe Siria desde que en el año 2000 sucediera a su padre, Háfez al-Ásad. Sobre el papel, el régimen de Siria está dirigido por el Baaz, un partido nacionalista árabe, laico y socialista, desde el año 1963. En la práctica, la minoría religiosa alauita, una singular y hermética rama del chiismo que representa el 12 % del total de la población de un país de mayoría suní, tiene el control político y dirige las Fuerzas Armadas bajo la férrea batuta de la familia al-Ásad desde 1971.
Cuatro décadas más tarde, en marzo de 2011, la detención, tortura y asesinato de un grupo de adolescentes que expresaron con unas pintadas su rechazo a la figura de al-Ásad provocó el enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad y los miles de personas que se manifestaban en la mayoría de las ciudades importantes del país. Con el tiempo, el conflicto derivó en una guerra abierta y sectaria entre las tropas gubernamentales y el desprovisto y, en ocasiones, inexperto e improvisado Ejército Libre Sirio (ELS). A finales de agosto de 2013, dos años después del inicio de las hostilidades, y con más de sesenta mil muertes civiles provocadas por los bombardeos y el fuego cruzado, el régimen sirio cruzaba la línea roja al emplear gases tóxicos contra su propia población. En aquella ocasión, la mediación del presidente ruso, Vladimir Putin, para la entrega y eliminación de las armas químicas puso freno a una posible intervención militar de la comunidad internacional.
Un año después, y tras casi cuatro de contienda, se han ido incorporando nuevos actores que no han hecho otra cosa que empeorar la situación. Siria se sigue resquebrajando a causa de una guerra que, hasta la fecha, se ha cobrado la vida de doscientas mil personas y que no tiene visos de acabar a corto plazo. En estos momentos, la principal amenaza para las minorías del país –kurdos, cristianos, drusos o, más recientemente, yazidíes– y para el propio Gobierno de al-Ásad es la vertiginosa expansión del Estado Islámico y su régimen de terror. En junio de 2014 convertían Raqqa, una ciudad del noreste, en la capital de su autoproclamado califato y su principal bastión en Siria. Desde entonces se dedican a someter a la población a una estricta interpretación del islam y masacran sin escrúpulos a minorías, disidentes, rebeldes, mujeres y periodistas.
Además, la internacionalización del conflicto, con Occidente apoyando a Turquía, Arabia Saudí, Qatar y Emiratos Árabes por un lado y, por otro, con el frente chií constituido por Irán, Hezbolá y Bagdad con el abrigo de Moscú, nos devuelve a un escenario de guerra fría que se pensaba superado. Esta nueva atmósfera de desconfianza generalizada y toda la red internacional de intereses y estrategias derivada de ella continúan poniendo de manifiesto el cinismo de unos y la frivolidad de otros a costa de millones de fugitivos que huyen de la guerra civil en Siria y se agolpan a las puertas de Europa.
—Yo de verdad creía en la revolución, pensaba que las cosas podían cambiar –comenta Said compungido–. No entiendo por qué todo el mundo ha ido en contra de esta revolución. ¿Por qué? –pregunta airadamente–. Tenemos petróleo, educación, mar, ¡todo! Si consiguiéramos tener un país más democrático, tendríamos todo para hacer de Siria un lugar incluso mejor del que un día fue. Pero creo que eso no interesa a nadie.
Este texto pertenece al libro Hostal Europa, que acaba de publicar Libros.com tras una exitosa campaña de microfinanciación [crowdfunding].