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Hotel Apsara

 

 

El calor es el mismo, aunque han pasado casi treinta años. Estamos en una de las habitaciones diminutas del Hotel Apsara, en una calle ruidosa y caótica cerca de la estación de trenes de Nueva Delhi. Por la mañana hemos tenido que rociar el colchón con flit (¿se acuerda alguien de esta palabra?) para matar las chinches. A esta hora, a la puesta de sol, los hijos de los empleados del hotel suben a la azotea y hacen volar sus cometas. Pero nosotros estamos entretenidos en otra cosa. Manel y yo vamos al baño. Desde el ventanuco se ven las cometas que otros niños hacen volar en otras azoteas, pero ni Manel ni yo les prestamos atención. Manel me ha preguntado si me quería meter un pico, y yo le he dicho que sí, por curiosidad, sí, pero también porque hace calor y porque no tengo nada que hacer y porque estoy en Nueva Delhi y soy muy joven y creo que debo probar aquello que le he visto hacer a Manel docenas de veces y que hace que lleve tiritas en el antebrazo y en las piernas y cerca de los tobillos. De hecho ya he probado muchas cosas: el LSD que me vendió un chico –casi un niño- en la escalinata de un templo de Katmandú, el opio que distribuía en una piragua de un lago de Cachemira un tipo barbudo que se teñía la barba con henna, y la heroína afgana –brown sugar- que vendían a diez dólares el gramo en la India y que he esnifado sin problemas.

 

Pero me falta eso: la experiencia verdadera, lo que todo el mundo hace si quiere formar parte del grupo de los iniciados que de verdad están en el rollo. ¿Peligro? No, no hay ningún peligro. Estamos en el verano de 1983 y nadie ha oído hablar aún del sida. Y si hemos oído hablar de muertes por sobredosis, siempre las asociamos con otra gente: músicos, artistas, guitarristas, drogatas como Hendrix o Janis Joplin. Y eso no va con nosotros, porque no somos ni músicos ni artistas ni drogatas, sólo dos clientes de un hotel mugriento que está en una callejuela de Paharganj, Nueva Delhi.

 

Por eso le he pedido a Manel que me meta un pico. Y él ha aceptado, claro. Pero antes me ha dicho que se iba a meter un pico él. Lo necesita, dice, porque hace demasiado calor, y porque le molesta el olor del insecticida que flota en la habitación, y porque la luz que llega de la calle es demasiado fuerte a pesar de que ya se está poniendo el sol y los niños hacen volar sus cometas en las azoteas y las bandadas de golondrinas giran por todas partes.

 

-Tranquilo –le digo a Manel.

 

Mientras me siento en el water, Manel saca una jeringuilla, se ata una correa al brazo y tira de la punta con la boca. Se busca la vena, se da un golpecito con el dedo corazón y comprueba que la vena esté bien visible. Ahora que ya lo tiene todo preparado, sólo le falta diluir la heroína con el zumo de limón y mezclarla con el agua. Y entonces levanta la tapa del depósito del water, mete la aguja y llena la jeringuilla. El agua es de color amarillo o pardo, no sé, y las paredes del depósito están llenas de algo que puede ser cardenillo o verdín o cualquier cosa.

 

Manel hace lo que ha hecho una o dos o tres veces al día, durante todos los días que lleva en Delhi. Yo miro un segundo por el ventanuco, miro las golondrinas, miro las cometas, escucho los bocinazos y los gritos que llegan de la calle, y pienso en el agua amarillenta y en las manchas de verdín que tapizan el interior del depósito, y pienso en las chinches del colchón y en los dientes rojizos -tiznados de raíz de betel- del conserje que nos da la llave y que creo que es el mismo que le vende la heroína a Manel, o al menos quien le facilita el contacto.

 

Manel suspira hondo, se desata la correa y mira hacia el techo. Tiene los ojos brillantes y la frente mojada.

 

-Ahora te toca a ti –dice, y me ata la correa al brazo.

 

Miro otra vez las cometas y los niños, y escucho los gritos de las golondrinas, y me fijo en un hombre con un taparrabos naranja que camina por la calle con una especie de tridente en la mano.

 

-No –digo.

 

-¿No quieres?

 

-No. No me apetece. Déjalo, Manel. Gracias.

 

Manel obedece. Desata la correa, recoge sus cosas y las mete en su bolsa de viaje. Tambaleándose, sale de la habitación y cierra la puerta. Le oigo caminar sobre las baldosas del pasillo. Abre la puerta de su habitación, la cierra –o intenta cerrarla- y en seguida le oigo desplomarse en la cama.

 

Ya se ha puesto el sol, pero los niños de la azotea siguen haciendo volar las cometas.

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