1.
¿Sólo una cerveza? Lo dice extrañada. Y lo repite, por si algún pedazo de información se hubiese volatilizado: ¿Sólo una cerveza? Sí, le digo: solo una cerveza. VollDamm.
Le llama la atención, imagino, que no la acompañe con unas olivas.
Pero no me apetecen; ahora.
Tengo que cambiar de bar, de todos modos, me digo.
Son incapaces de servir una cerveza bien fría.
Por ahí comienza la civilización; y no hay nada más que hablar.
Muy buenas, qué tal. Y una cerveza bien bien fría. El mundo en su sitio.
2.
Hay que destacar, sin embargo, que se escuchan aquí conversaciones bien interesantes; en la terraza (siempre hay personas la mar de estrafalarias). Las historias de la gente son pura dinamita (vistas desde lejos, claro).
Antes, mucho antes, como a todo aquel que sigue martirizado por su ego, yo no más que me miraba a mí mismo. Ya hace años que no, que miro y escucho a los otros. Y me parece mejor.
Aprendo.
O me divierto.
3.
Pensándolo… ojalá hubiese bares silenciosos, de solitarios. Donde estuviese prohibido hablar y todo el mundo se comunicara por gestos. Pero los mínimos. Lo básico.
Fría, sí, VollDamm. Dicho con los dos dedos de la mano (doble malta) y un escalofrío o un gesto de abrazarse a uno mismo seguido de un tembleque. Así estaría bien.
Escuchar el clic-clac de los semáforos, solo. El taconeo de la gente. Solo. Y, al final, poder escuchar profundamente lo único importante: nuestra propia soledad. Sola.
Y es que con nosotros mismos ya nos lo traemos todo demasiado hablado
[son muchos años ya de paideia].