Debe ser esta lluvia del Norte que cae sin misericordia sobre el valle del Ulla desde hace días. Debe ser el invierno que agudiza el sentido de la intemperie, pero me encuentro, bien es cierto, al lado del fuego, con dos prófugos que he frecuentado desde hace años pero que hace tiempo que no sentía tan juntos. Se trata de Raymond Carver y de Tom Waits, dos perros mojados, dos perros sin dueño que el azar ha reunido este Día de la Constitución así casi por azar.
Del primero leo en en el New York Times la amplia reseña que el escritor Stephen King, sí el de El Resplandor, dedica a la aparición en los Estados Unidos de dos documentos indispensables para que sus seguidores, entre los que me cuento, tengamos más luces sobre una vida llena de despeñaderos: Raymond Carver. A writer´s life de Carol Sclenicka y la edición de sus Collected Stories en la Library of America. Dos aportaciones fundamentales que siguen ahondando en una historia errante y que el alcohol y la deriva han engrandecido hasta extremos bastante patológicos.
Carver, editado aquí en Anagrama, es para muchos uno de los cuentistas indispensables de nuestro tiempo y para otros un caso típico de los «perdedores heroicos» que la factoría americana, la de las escuelas de ficción de Iowa, la de los circuitos alternativos, la del cine independiente, ha inflado tan a conciencia que hay que volver de cuando en cuando a los relatos de Catedral o Tres Rosas Amarillas para ver que no estamos alucinando.
La polémica póstuma, de la que habla esta biografía, está sin embargo servida: el papel de su editor «manostijeras» Gordon Lish del que, curiosamente, la Editorial Periférica de Cáceres publicaba aquí Perú, una de su novelas malditas, sigue siendo una cruz en la escritura de Carver pues, al parecer, Lish escribía desde el título de algunos de sus relatos, empezando por el famoso ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? a alguna solución final para alguno de sus cuentos. Stephen King también nos sitúa en la pista de una novela que personalmente pongo en mi agenda de lecturas pendientes que retrata fielmente la deriva de Carver y que se titula Lunas de miel, de Chuck Kinder, que publicó aquí Circe.
Sobre el universo de Carver, siempre dispuesto a cortar el aliento de los relatos, a sobresaltar cualquier lectura, a indicar el camino del abismo, se superpone ahora la embriaguez de Tom Waits, otro perro abandonado a los óxidos y a la intemperie, del que escucho estos días gallegos mientras camino por los senderos embarrados, su flamante directo Glitter and Doom, otra flor del mal que en diecisiete movimientos y algún discurso de clown nihilista nos enseña como ir detrás de la mula por los campos del Señor o también cómo portar la antorcha de la gloria en alguna madrugada de desamor y suburbios. Aunque siempre le he tenido prevención a los discos en directo, Waits consigue en París y en Jacksonville, en Milán y en Oklahoma, trasladar su circo ambulante y sonar como una ferretería en el garaje, algo que su más fieles seguidores de primera hora agradecemos.
No sé en qué momento de sus trayectorias Carver y Waits han coincidido, pero seguramente apuesto que sería en algún garito californiano y que los dos no tendrían demasiadas ganas de hablar de sí mismos. Es algo que ocurre normalmente con los huérfanos.