para Juan Villoro
En la historia de cualquier migrante está cifrada una tragedia. Pocas, poquísimas entre cientos de miles de historias terminan mejor que otras, pero en esencia en todas se repite el mismo drama: pobreza, desolación, desigualdad y falta de oportunidades.
En la ciudad de Chicago, por ejemplo, en más de una ocasión escuché las variaciones sobre este mismo tema necesarias para acabar con los pelos de punta.
Era otra vida, me refiero a mi paso por el Servicio Exterior Mexicano, nunca pude sacar de mi mente la conmoción que me embargó al tratar de imaginar, en su larga marcha desde el Sur, a los cientos de mexicanos que todos los días llegan hasta Wisconsin para trabajar en los rastros y empacadoras de Green Bay, un lugar imposible para un chilango como yo que creció escuchando a Fernando Von Rossum y creyendo que esa ciudad, semejante a las que a su vez imaginó Italo Calvino, solamente existía cuando el célebre locutor mexicano narraba un partido de fútbol americano.
Era el verano de 2003 y recuerdo haber pensado que el único mito vigente en las esquinas más bravas de Estados Unidos tiene origen helénico: ahí estaban para demostrarlo los Ulises provenientes de Michoacán, Durango, Zacatecas o Guerrero protagonizando todos ellos su propia Odisea.
Sé que existen casos de espanto, pero jamás escuché que, en su difícil periplo, mis paisanos sufrieran las vejaciones y abusos inhumanos semejantes a los que padecen los migrantes centroamericanos a la hora de cruzar el infierno mexicano. Jamás.
Se sabe que hay historias de horror, muertes injustificables por insolación en el desierto o por asfixia en la caja de un tráiler, pero nunca escuché hablar de secuestros y ejecuciones masivas de migrantes mexicanos, ni de trenes que cruzan la frontera norte con destino a la extorsión, a la tortura y la muerte. Al final, muchos mexicanos pasan, y a casi todos les va más o menos igual de bien o de mal. La gran diferencia: no son secuestrados ni pierden una pierna bajo las ruedas de un tren al que llaman La Bestia.
En el caso de los migrantes provenientes de Centroamérica, estamos ante una historia distinta. Sin mencionar las ejecuciones masivas al estilo Tamaulipas, el informe de 2011 de Amnistía Internacional, de título certero pero macabro, Víctimas invisibles. Migrantes en movimiento en México, detalla los abusos y la fuerza excesiva a la que se ven expuestos los migrantes por parte de la autoridad migratoria de México a la hora de su detención.
Apenas en abril de 2012, vinieron a sumarse reportes del mismo organismo denunciando el acoso directo al albergue Los 72, ubicado en Tenosique, Tabasco, por parte de supuestos agentes estatales, así como llamadas anónimas amenazando a Fray Tomás, director del refugio.
Por si fuera poco, se asoma la aterradora sombra de las bandas delictivas; en concreto, los crímenes de extorsión y tráfico de personas y órganos, negocio exclusivo de la banda criminal convertida en cartel, conocida como Los Zetas. Como apuntan George W. Grayson y Samuel Logan en su bien detallada investigación, The Executioner’s Men. Los Zetas, Rogue Soldiers, Criminal Entrepreneurs, and the Shadow State They Created (Transaction Publishers, Londres, 2012), los Zetas se han agenciado el negocio y multiplicado la ganancia de los antiguos polleros —por ejemplo, el cobro de 6.000 dólares por pasar en la frontera sur de México a un migrante proveniente de China— y peor aún, han tomado por completo las plazas en Tabasco, Yucatán, Veracruz, Quintana Roo, Chiapas y Oaxaca. El costo para un cubano asciende a 15.000 dólares, distribuidos entre los agentes de migración, las policías federales y locales de Cancún, y una mínima tajada de 260 dólares para el pollero en la frontera norte.
Se trata de un cambio en las estructuras profundas del crimen organizado cuyas funestas consecuencias emergerán de manera violenta a la superficie y serán heredadas íntegramente por el próximo gobierno. Un monstruo de mil cabezas, el Leviatán cuya función, a diferencia del pacto entre iguales para protegerse de las amenazas externas que cifró Hobbes, será un leviatán criminal, habitado por sicarios, enfrentándose al cadáver de un Estado disfuncional y desarticulado que los dos gobiernos sucesivos del derechista Partido Acción Nacional dejó, literalmente, en los huesos.
No es poco decir: el histórico negocio de la migración se ha invertido espacialmente: del tradicional Norte al indómito Sur, un área geográfica en donde los Zetas tienen un portafolio cada vez más diversificado.
Como traen a cuento Grayson y Logan, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) reportó que en tan sólo en seis meses del año 2009, un total de 9.758 migrantes fueron secuestrados. De acuerdo al Informe Especial sobre Secuestro de Migrantes en México, publicado en febrero de 2011, al menos entre abril y septiembre de 2010 fueron víctimas de secuestro 11.333 migrantes.
Pocas veces Salvador Beltrán del Río, titular del Instituto Nacional de Migración, ha abierto la boca ante estos hechos, ciertamente incomparables con el tipo de historias y situaciones que padecen los mexicanos en su tránsito hacia el sueño americano. Y, cuando habla, el alto funcionario entra en súbitos raptos de originalidad, como cuando, en respuesta al reporte de la CNDH del año pasado antes referido por Grayson y Logan, declaró al periódico El Universal que estaba trabajando para que el Instituto a su digno cargo opere con “una visión fresca, comprometida con los migrantes y con la política en materia migratoria, promovida por el Ejecutivo”.
En sí misma, la anterior declaración también lleva en su centro otra tragedia: nuestros altos funcionarios tienen mentalidad de solícitos neveros que viven para refrescar a los migrantes que se insolan después de correr como loquitos despistados, quién sabe por qué, en los desiertos de Sonora y Arizona.
Según una nota del Washington Post, aproximadamente 1,8 millones de zacatecanos y sus descendientes residen en algún lugar de Estados Unidos, contra el 1.400.000 que todavía permanecen en su estado natal. En junio de 2010 estuve en la capital de la entidad para participar en un festival literario. Por no ser alto jefe de ninguna oficina, durante esos días me vi obligado a abordar decenas de taxis, ya que en la ciudad de Zacatecas, particularmente en la zona centro, impera un tráfico del demonio. Hay tiempo de sobra para conversar con los cordiales ruleteros. No hubo un solo taxista que no hubiera cruzado la frontera norte al menos una vez. Sin embargo, noté que no hubo un solo conductor que no sonriera, ni al que le faltara un brazo o una pierna. Ninguno de ellos manipulaba con un hábil muñón el volante ni la palanca de velocidades de su respectiva unidad. Ni uno solo. Invariable y categóricamente, todos mis entrevistados se quejaron, eso sí, del alza en las tarifas del obligado pollero: lo que antes costaba entre novecientos y mil dólares, ahora se paga a razón de 2.000 a 3.000 dólares.
La suma que se exige como rescate a los migrantes centroamericanos plagiados en Chiapas, Oaxaca, Tamaulipas, San Luis Potosí y Coahuila, puede empezar en 5.000 hasta alcanzar los 15.000 dólares.
En semejantes circunstancias, cualquier zacatecano podría sentirse el típico jornalero portugués que cruza las plácidas fronteras de la Unión Europea en busca de un trabajo mejor remunerado en las fábricas y los campos de Alemania.
La importancia del negocio del tráfico de personas alcanza a cualquiera. Prueba de ello es el exilio al que, desde el 20 de mayo de 2012, se ha visto forzado un personaje central en la defensa y protección de los migrantes provenientes del sur: el sacerdote Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, en Ixtepec, a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Oaxaca. Curiosa o paradójicamente, no sólo las policías municipales y los grupos delictivos han puesto bajo asedio al albergue, sino también residentes de la zona. El importante activismo a nivel nacional de Solalinde tuvo un límite y un precio: según declaró el sacerdote a la cadena Univisión, el disgusto del ex-gobernador Ulises Ruiz, y cinco millones de pesos por su cabeza fueron suficiente para decidirse a tomar camino al aeropuerto. Empero, “en Veracruz —añadió Solalinde— tenemos a Fidel Herrera, en su mandato tuvimos el máximo número de secuestros en toda la historia registrada en el estado”.
El reciente descarrilamiento de La Bestia acaecido en Veracruz el pasado 16 de junio ha mostrado, una vez más, el estado de total indefensión en que se hallan los migrantes provenientes de Centroamérica. Roger Bartra nos ha recordado, en Territorios del terror y la otredad (Pre-Textos, 2007), la lamentable aparición de la intolerancia entre nosotros hacia ellos: “Enormes franjas de inmigrados extienden su manto y generan tensiones en la población autóctona que siente su solidez amenazada por la presencia de otredades necesarias pero inquietantes”. Dichas tensiones han sido ampliamente documentadas lo mismo por el voluntariado de apoyo a migrantes de la arquidiócesis de Coatzacoalcos, que por los encargados de la Casa del Migrante San Juan Diego, en la colonia Lechería, estado de México. La intolerancia de los vecinos de la populosa colonia hacia los migrantes provocó serios enfrentamientos y agresiones apenas una semana después de las disputadas elecciones presidenciales, con lo cual el sacerdote Christian Alexander Rojas, a nombre de la diócesis de Cuautitlán, anunció el cierre de La Casa del Migrante ubicada a las afueras de la ciudad de México. Desde el día 9 de julio, un cártel de estridente color naranja anuncia la desesperanza: “CASA DE MIGRANTE CERRADA. AMIGO MIGRANTE SIGUE TU CAMINO”.
En una entrevista con Alberto Barrera Tyszka que tiene lugar en Caracas, Venezuela, el escritor Juan Villoro habla del big-bang que todos los días se vive en la ciudad de México. La forma y ritmo en que la ciudad se expande, sugiere Villoro, vuelve migrantes a sus habitantes sin necesidad de que nos desplacemos a ningún sitio.
La ciudad se mueve por sí sola. Vivir aquí es como vivir a bordo de La Bestia.
Hace unos días tuve un atisbo de esa sensación de refrescamiento que sagaz y categóricamente nos propone la autoridad migratoria del país. En plena avenida Miguel Ángel de Quevedo, ciudad de México, me topé con un afiche publicitario que alerta al migrante indocumentado acerca de sus derechos y de la labor oficial que se lleva a cabo para combatir el secuestro. Se trata de unos pósters muy interesantes, en los que aparece un migrante notoriamente centroamericano y en los cuales se hace énfasis en la obligación de proteger su vida y familia durante su paso por México. La inclusión en el mentado afiche de un teléfono para denuncias me hizo pensar que quizás me hallaba en un punto estratégico de la ruta que va de Guatemala o El Salvador hasta la frontera con Estados Unidos.
Parado junto al afiche de la autoridad migratoria, sin moverme un centímetro, en la acera sur de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, delegación Coyoacán de la ciudad de México, esperé a ver si pasaba por ahí un contingente de guatemaltecos o de hondureños en situación de riesgo. Es fama que vienen en grupos de 100 a 150 individuos —de ahí el negociazo Zeta de secuestrarlos en manada—. Imposible que pasen inadvertidos, no a esta hora, no en la transitada avenida Miguel Ángel de Quevedo.
Al cabo de una hora y media, lo único que vi fue una pareja de turistas noruegos que portaban huaraches y huipiles recién estrenados, quienes cordialmente me preguntaron cómo llegar a la plaza de la Conchita. Colegí que no se trataba de migrantes indocumentados.
El sol de mediodía caía como plomo encima de mi cabeza. Al final no me sentí refrescado, como quisiera el inspirado señor que manda en el Instituto Nacional de Migración. Pero hice lo que pude:
—Tomen el microbús que dice La Bestia y llegan directo. Nehmen Sie den Bus, dass The Beast sagt und geradeaus— dije antes de largarme de ahí.
Bruno H. Piché (Montreal, Canadá, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Es colaborador de la revista Letras Libres desde su fundación y fue director editorial de la revista Newsweek en Español. Ha publicado Robinson ante el abismo. Recuento de islas y el libro de cuentos Noviembre