Como no sabía qué escribir esta semana, decidí pedirle a una ilicitana, un granadino, una salmantina, un coruñés y una ciudadrealeña que lo hicieran por mí. El criterio geográfico en principio fue secundario. Que den su nombre si quieren. De los hombres, uno no respondió en el lacónico, aunque ampliado, plazo que fijé. El otro se excusó por una mala conexión a internet. Era cierto. De las mujeres, una mostró interés inicial que no se concretó. Las otras se entusiasmaron. «Ella le dijo que se afeitase esa barba espesa en la que parecía haberse acumulado el humo de todos los cigarrillos que se ha fumado a lo largo de su vida, que no era Walt Whitman y que nunca llegaría a serlo. Y para qué se iba quitar la barba, si era lo único que le gustaba a él», noveló la primera. La salmantina no olvida a Carlos el del Kronen porque «en aquellas películas se resume la generación X que nos tocó vivir en los noventa. Montxo, con su aspecto de duende, indispensable siempre, atesora la cinematografía más variada del cine español».
[A continuación, las dos respuestas recibidas completas:
1. Montxo. Con su aspecto de duende. El cine de Montxo indispensable siempre. Montxo atesora la cinematografía más variada del cine español. Por no hablar de No tengas miedo donde irrumpe con delicadeza en un tema tabú como es el abuso a menores.De Montxo Armendariz aprendí que hay secretos que solamente se guardan en el corazón pero nunca olvido de las películas que ha dirigido Montxo a Carlos el del Kronen. En aquellas Historias del Kronen se resume la generación X que nos tocó vivir en los noventa.
2. Ella le dijo que se afeitase esa barba espesa en la que parecía haberse acumulado el humo de todos los cigarrillos que se ha fumado a lo largo de su vida, que no era Walt Whitman y que nunca llegaría a serlo. Y para qué se iba quitar la barba, si era lo único que le gustaba a él. De hecho, se la dejó hace años porque sabía que ella la detestaba. «Me dejó por una barba», sonaba fatídico, dramático, propio de alguien tan histriónico como era ella. Había conseguido lo que quería: dejarla sin tener que ser él el que la amputase emocionalmente. Una estrategia de una perversidad blanca, impoluta, como su barba. Se reunió con él para decirle que ella le había dejado. Al fin, el fin. Y él, recién afeitado y sin apartar la vista de la pantalla de aquel cine que tantos años había hecho de costra del infiel, le dijo: «¿Y si te afeitas?».]